Sabino no era ningún santo, ni tampoco lo era el Padre del convento, ni –menos aún- la inspectora del colegio, pero todos ellos, desde sus diversos puntos de vista, tuvieron que ver directa o indirectamente con los hechos acontecidos en esa noche de tormenta.
Sucede que la parte posterior del recinto del Convento Franciscano del pueblo, estaba en aquel entonces, limitada por una alta y vieja tapia de madera -cubierta de musgos de variados tonos verdosos y de brillantes estelas dejadas por el paso de los caracoles de jardín- sobre la cual a veces saltábamos, encaramándonos con cierta dificultad, para ingresar al amplio patio, a jugar una “pichanguita” de fútbol en las grises y aburridas tardes de los sábados. Esa pesada tapia, tenía mucho que ver en esta historia.
El Padre – por otra parte, era un cura de gruesos anteojos, que nos hacía las clases de Religión en el colegio. Lo veíamos también en la misa del día domingo cuando-subido al púlpito- nos miraba por sobre los gruesos quevedos, con ojos severos, que siempre me recordaron a la actitud de las aves de rapiña, poco antes de lanzarse sobre su presa.
La Srta. inspectora – y no mencionaré el apellido para no establecer claramente la identidad de la misma- era solterona. Alta y delgada, bonachona, recorría los pasillos del liceo con una abrigo largo, que nunca abrochaba a pesar de la lluvia que era frecuente y vigorosa en nuestra tierra -alguien denominó a este país como “Chaparronia” por la cantidad de “chaparrones” que caían a diario- Era una costumbre inveterada la de ella. Recuerdo su imagen cuando recorría los pasillos del colegio, con las puntas de su abrigo casi rozando el suelo. Al principio, su presencia inspiraba cierto temor, por la severidad de su mirada, sin embargo, más tarde -y una vez entablada cierta conversación con ella- diríase que era una bellísima persona.
Pero Sabino no. Sabino era el mismísimo demonio: lenguaráz, risueño y juguetón, siempre pensando en alguna diablura. También era burlón y bueno para hacer trampas. Todos los chicuelos del curso, bordeábamos en ese tiempo los 13 años.
La noche de los acontecimientos, Sabino volvía a su casa con una camioneta Ford que había birlado a su padre, mientras aquel no estaba en casa. Y volvía de algún lugar impronunciable, poco más allá de la medianoche. A esas horas no llovía ni había brisa alguna, y los hechos mencionados ocurrieron en aquella época cuando una falla en el suministro de electricidad, tenía durante las noches, a las calles del pueblo sumidas en la más absoluta oscuridad, más aún por la ausencia de luna, dada la ocurrencia de un espeso manto de nubes que generalmente cubría el archipiélago durante gran parte del año.
Sabino hizo ingresar al garage la camioneta de su padre, usando la reversa, entonces los focos del vehículo alumbraron la alta y silenciosa tapia del convento. Fue en ese momento cuando Sabino se dio cuenta de lo que sucedía. De inmediato identificó al Padre del convento franciscano y a la Srta. inspectora, en entusiasta, intenso y colorido coloquio amoroso, aprovechando la oscuridad reinante en el pueblo. Sus figuras aparecieron como una visión instantánea, fundidas en una sola masa contra la musgosa tapia de altas y gruesas tablas. No ahondó más en el tema. Apagó las luces de su vehículo y –silbando- ingresó a su hogar con aire de “que no había visto nada”. Sin embargo, en su interior fue destejiendo la madeja y su imaginación dio rienda suelta a todo un laberinto de hechos y circunstancias que tenían como protagonistas al Padre y a la inspectora del colegio. Sabino –el malévolo Sabino- finalmente se durmió.
Esa noche, sin embargo, a eso de las tres de la mañana, se desató el temporal. Sobrevino la lluvia arreciando sobre los techos de tejuelas de alerce de las casas del pueblo. El agua corría como ríos por las calles arrastrando todo tipo de objetos: palos, tarros, hojas de árboles, perros vagos, muletas de cojos desprevenidos, chalecos olvidados, zapatos en desuso, sombreros aventados por el viento, guaguas abandonadas a su suerte y otros objetos inútiles. El viento soplaba de tal forma que parecía que los techos de las casas iban ya a desprenderse y a volar a la deriva cercenando el cuello de incautos transeúntes. Los – en ese tiempo inútiles- cables de la electricidad silbaban al paso del ventarrón, y los árboles perdieron aquella noche las hojas que les quedaban aún unidas por sus pecíolos parduscos, vestigios de los últimos días del otoño. Aquella funesta noche, los chirriantes letreros de los pecaminosos lenocinios del pueblo llamados “El Farolito” y “El Danubio Azúl” fueron derribados y hecho añicos en la estrepitosa caída. Estas “casas del mal, entuertos y cochinadas” eran las mismas situadas en ese entonces en los extremos suburbanos de la calle Los Carrera casi al llegar a Gabriela Mistral. (¡Mire que situar los lenocinios justo allí…sin respeto alguno por la poetisa nacional!). En resumen, en aquella noche maldita se escuchó en toda su magnitud el asombroso ruido de la tormenta. Sabino se durmió profundamente.
A la mañana siguiente, al salir de su casa, Sabino se dio cuenta que la tapia que cerraba los límites posteriores del convento, yacía en el suelo, completamente desprendida de sus pilares, sin duda por el ímpetu del temporal. Pero ¡no!, Sabino tenía ya otra explicación.
Ese día llegó al colegio muy sonriente, y antes de formar para ingresar a clases, reunió a todos los compañeros y les contó su versión de los hechos, que fue más o menos la siguiente:
…”Ayer, al regresar a mi casa pasadas las 12 de la noche, vi con mis propios ojos al Padre de Religión abrazado con la Srta. inspectora, con tanto entusiasmo y calor, que no se dieron cuenta de mi presencia, y tan intenso sería ese encuentro amoroso, que con el ímpetu de sus empeños echaron abajo la tapia del convento”.
Recuerdo aún a la enorme distancia que me separa de aquel tiempo, la feroz carcajada que se escuchó ese día en todo el colegio y el corridillo que siguió después, no terminó sino pasadas varias semanas.
Corolario: “Sabino no era un santo”…