Cómo olvidar el terremotodel sesenta? Los gringos dicen que el 11 de septiembre del año 2001 cambió el mundo. Yo, sin negar la magnitud de tal tragedia, diría que no es para tanto. Es verdad que cayeron las Torres Gemelas que como buenas gemelas llegaron al mundo casi juntas y asimismo se fueron. Sin querer dármelas de irónico, que lo soy y a veces en extremo, preferiría decir que esa fecha cambió un poquitito a este país. Sólo un poquitito y por un período demasiado breve. Los cambios mayores fueron los de unas cabezas desquiciadas que quieren seguir viendo a todo el resto del mundo como su enemigo. Y al mencionar otras desgracias ocurridas en la misma fecha hasta se olvidaron de nuestro 11 de septiembre de 1973 porque no les convenía, dada la innegable participación que tuvieron en la destrucción de nuestro sistema democrático. ¿Que había problemas? ¡Claro que los había! Pero no dudo que esa democracia habría encontrado una salida más apropiada en las elecciones siguientes, y de manera democrática.
Pero, ¿aparte de nosotros, quién más en el mundo se acuerda de nuestro terremoto del sesenta? Es verdad que los valdivianos han tratado de apropiarse de la tragedia, llamándolo el terremoto de Valdivia porque hasta las tragedias consiguen buenos compradores, patrocinadores y publicistas cuando son grandes y pasan a la historia oficial contada por los contadores de historias oficiales, es decir, los historiadores. En los últimos 45 años, ese terremoto ha pasado a formar parte no sólo de la conciencia colectiva de los habitantes de nuestra tierra sino que se ha vuelto parte de nuestra literatura y de nuestros temores. Y por lo mismo, también de nuestras leyendas y supersticiones.
Yo me atrevería a decir que el terremoto del sesenta cambió el mundo. Y no lo digo empujado por un chovinismo como el de los estadounidenses (aunque el nuestro no es menor) sino ‘como la pura y santa verdad’. Así como puedo afirmar que quienes lo vivieron se apresurarán a confirmar lo que digo. En un diario familiar, una parienta ha recordado el terremoto como si lo estuviera viviendo ahora mismo. Y no me cabe duda que otros miles de chilotes repartidos por el archipiélago recordarán ese terremoto con la misma emoción y con el alma en la mano. Por supuesto que cada chilote que vivió esa experiencia la recuerda con lujo de detalles. Sin embargo, lo que quiero apuntar es que no sólo lo recuerdan y lo cuentan quienes lo vivieron sino que también muchos que en ese entonces no estaban ni en planes de nacer. Y seguro que si les llega la hora de hablar del terremoto lo hacen hasta con más detalles, puesto que el terremoto del sesenta ha crecido sin parar en los últimos 45 años. “¡Así fue!”, asegurará un niñito de diez años en cualquiera de las islas, recreando y agigantando lo que escuchó a su abuelo o abuela alguna noche de invierno al lado del fogón. Yo, el autor de esta nota, también lo viví porque ya era grandecito en mayo de1960.
Toda la tarde anterior habíamos escuchado en la única radio de la casa las desgracias que en el norte estaba provocando el terremoto. “¡Juesú, María y José, qué tamaña desgracia!” “¡Ojalá que no llegue hasta la isla, mujer de Dios!” Esa noche siguieron las ramadas en el sitio donde hoy se encuentra el Banco del Estado, métale cueca y métale vino y métale empanadas y métale ‘viejas corredoras’ zumbando entre los pies de los bailarines y provocando las risas de los pequeños autores de las diabluras. Eso es lo que supongo que estaría ocurriendo porque mi familia no acostumbraba a salir a las fiestas, pero igual nomás, síganle metiendo vino y cuecas y empanadas que pa’ eso Arturo Prat se pegó el tremendo salto desde la maltratada Esmeralda y llenó de sangre y gloria la cubierta del Huáscar. “Y salú por la Patria, miéchica, que el terremoto no tiene cómo pasar a la isla. ¡Si no hay ni transbordador!”
Ese domingo amaneció asoleado. Mi mamá fue a misa de las 7:30; mis hermanas y yo a la de las 9:30, y mi papá a la de las 11 a.m., porque se puede ser muy católico, pero no por eso se va a cerrar el negocio que nos da el pan, ¿no es cierto? Y mi mamá: “¡El que no va a misa, no almuerza! ¡Están avisados!” Así que, de ese modo, ningún Trujillo faltaba a misa ningún domingo ni fiesta de guardar.
Tras el almuerzo, toda la familia visitaba a los enfermos del hospital y de ahí seguía su dominguera y cristiana ruta al cementerio, a encontrarse con otros deudos, a rezar por los muertos y a limpiar las tumbas. No sé si será igual en otras ciudades, pero en mi Castro, el hospital está en la calle de entrada al cementerio. La verdad es que a mí me gustaría ver este hecho como una simple, anónima y antojadiza metáfora, pero a los enfermos que llegan allí se me ocurre que debe resultarles muy poco poética tal situación. Llegábamos allí y toda la familia entraba al hospital, pero yo me quedaba afuera. En todo caso, ésa es una historia que da para otra nota, así que volvamos a “tras el almuerzo…”
Cuando terminamos de almorzar y mi mamá y mis hermanas mayores volvían a poner todo en orden en la cocina, salí a la puerta quedaba a la calle O”Higgins y me encontré con un día de sol demasiado hermoso para ser cierto a esas alturas de mayo. No se veía ni un alma en la calle. A estas alturas, debo confesar que yo soy un tipo bastante llorón. Lloro cuando hay por qué, o por lo menos cuando imagino saber por qué. Porque tampoco uno va a andar llorando por el puro deseo de llorar. “Bueno es el llanto, pero no tanto.” El asunto es que para mí fue cosa de ver esa soledad de pintura de Giorgio di Chirico (que a esas alturas desconocía por completo) y comenzar un llanto inconsolable. Un LLANTO con todas sus letras en mayúscula, no un simple lloriqueo de cabro chico aburrido o malcriado. Fue un llanto que nunca he olvidado porque fue un llanto de criatura pura (mala rima, pero efectiva) destinada a llorar por algo que no sabía qué era. Pienso que si en vez de llanto me hubieran salido alas me habría ido muy lejos, muy lejos hasta dejar de verme a mí mismo. Volando y llorando.
Lloré, lloré y lloré sin que nada ni nadie pudiera consolarme. Y lo peor para mi familia era que no pudiera explicar la causa de mi llanto tan tremendo. Lloré, lloré y lloré hasta que salimos hacia el hospital. Y si dejé de llorar pienso que fue simplemente porque a mis nueve años ya tenía bien marcado en la cabeza eso de que ‘los chilenos no lloran’ y mucho menos el día después del 21 de mayo cuando un patriota súper macho, valiente y respetado le había dado honra y gloria a la Patria entera. Cosa que no tenía muy claro qué era, pero así era, y yo no podía darme el lujo de andar desluciendo la gloria y el honor dados por Prat a la Patria un día como el anterior, casi un siglo antes. La carga era recontra grande.
Salimos de casa, en Calle O”Higgins. En la primera esquina doblamos a la derecha, en Sargento Aldea. Los héroes patrios me seguían hasta en los nombres de las calles y yo, heroicamente, conteniendo mi llanto porque no por mi culpa iba a haber un chileno llorando en medio de la patriótica celebración de las Glorias Navales. Subimos por Sargento Aldea, yo tal vez recordando eso de “Muchachos, la contienda es desigual…” que había tenido que aprender de memoria unos días antes, y tal vez aún no llegaba a “nunca se ha arriado nuestra bandera,” cuando entre las calles Hermanos Carrera y General Ramón Freire las banderas ubicadas en los segundos pisos de las casas comenzaron a besar el suelo como si de pronto todas esas maltrechas casas de madera se hubieran transformado en una flota de “Esmeraldas” espoloneadas por la furia del “enemigo, y espero…” Que, en este caso, no era nada más ni nada menos que la Madre Naturaleza espoloneando furiosa a esa tierra que de pronto se le había puesto tan chúcara.
Puede parecer extraño, pero en ese momento no me salió ni una sola lágrima frente a lo que estaba viviendo. Fue como si las hubiera echado todas afuera y ya no me quedara ni una sola, mínima, lágrima para llorar por esa muestra de violencia desatada. Ni una sola lágrima. Hoy no me cabe duda, que igual que las aves que se van hacia otras tierras y que los animales que corren enloquecidos y las fieras que se estremecen de miedo presintiendo una catástrofe, yo lloré mis miedos del terremoto anticipadamente. ¡Ycómo lo lloré!
El primer remezón nos pilló justo frente a la casa de ‘los Chacareros,’ a menos de tres cuadras de nuestra casa. Para aprovechar el sol, íbamos a mano izquierda subiendo hacia Freire. En ese lado de la calle no había más que una casa en cada esquina. Todo el resto de la cuadra era un largo cerco de estacas altas que no paraba de inclinarse ante las casas del frente que le devolvían la fineza con igual prontitud. Y nosotros haciendo esfuerzos por mantenernos de pie en medio en la calle reseca por los calores de ese extraño mayo, asoleado y caluroso: “¡Jesús, José y María! ¡Que sea lo que Dios quiera!”
Tras el segundo remezón que vino inmediatamente recordamos que Yeya, mi segunda hermana, había quedado en casa porque tenía que estudiar para el día siguiente. Nos alarmamos al recordar que estaba en el segundo piso, así que volvimos tan rápido como nos fue posible y en la famosa esquina de Los Carrera con Sargento Aldea me encontré con una imagen de película que nunca había visto ni imaginado en esos inocentes años. Esa era la esquina de “El Farolito,” es decir, la esquina de las chicas malas, que hoy día imagino tal vez estarían harto buenas, pero yo poco sabía de lo bueno y lo malo en ese tiempo porque todavía no había tenido esa asignatura que uno toma más tarde y casi nunca en la escuela. A todas esas chicas que deben haber disfrutado de una patriótica noche de abordajes y espolonazos, enormemente alegre y productiva, seguro que los remezones de la tierra deben haberlas pillado en mitad del primer sueño. Dicen que una, luego del primer remezón dijo: “¡No seas cargante, hombre! ¿No ves que estoy agotá?” Pero el segundo remezón le hizo ver que en esa cama no había nadie más que ella y su cansancio.
La verdad es que mi mamá quiso taparme los ojos para que no viera gratuitamente, en vivo y a todo color, las abundantes desnudeces de las chicas de “El Farolito” que tras tantas poncheras por la gloria y el honor de la Patria aún no entendían nada de lo que estaba pasando. Con los ojos repletos de redondeces rosadas, miradas ausentes y paños de colores cubriendo lo que podían volví a nuestra casa que quedaba a menos de dos cuadras.
La historia es larga y en algún momento tendré que seguir traspasándola al papel, pero no puedo terminar sin confirmar que ese 22 de mayo sí que transformó al mundo porque ese bombardeo mayor venido de las entrañas dela tierra no sólo produjo una enorme cantidad de víctimas, dolores, incendios, pérdidas y destrucción sino que alteró enormemente y para siempre la configuración de nuestro planeta.
Cuando se habla del desplazamiento de las placas tectónicas se dice que se mueven unos cuantos milímetros, o tal vez, centímetros, por año. Yo reconozco que no soy muy ducho en esas materias y, por otro lado, esta notita no tiene ningún interés en volverse trabajo de investigación. Además estoy de vacaciones. Pero milímetros o centímetros de desplazamiento son poco y nada comparados con un metro de esos de bien contados y medidos cien centímetros o mil milímetros que fue lo que se hundió nuestra isla (que como dato para quienes no la conocen, es un tercio más grande que la isla de Puerto Rico) de golpe y porrazo a eso de las dos de la tarde del día 22 de mayo del año 1960. ¿Eso sí que transformó al mundo, o no? Claro que entonces no existían la CNN ni la internet, ni tampoco había llegado a esas sureñas tierras la maravilla de la televisión y, por otro lado, entonces igual que hoy, las muertes y pérdidas ocurridas en Chiloé no eran noticia para las grandes potencias ni menos para los grandes intereses de la nación.
(Escrito en Havertown, PA, EEUU,(Escrito en Havertown, PA, EEUU,en mayo de 2005)