Dentro de los recuerdos de mi infancia, destaca mi hermano Rodolfo y su amigo Lito Pérez. Esta fue una historia de una amistad “sui generis” que duró toda la vida, pero no fue una amistad común, sino que estaba dotada de ribetes especiales como se verá a continuación.
Esta historia comenzó antes que ambos ingresaran el colegio. En efecto, eran ya amigos tal vez desde la edad de 3 años pues eran vecinos en la calle San Martín de “la muy leal ciudad” y compartían los juegos infantiles. Nuestra familia vivía en una casa de dos pisos situada justo frente al pasaje que conducía a la escuela de los Padres Alemanes, y Lito Pérez vivía una media cuadra más al sur. Ambos ingresaron juntos al primer año de la antigua Escuela de los Padres Alemanes que existió en nuestro pueblo chilote (Castro) entre 1942 y 1948, que funcionaba en un edificio de madera que los propios padres alemanes habían erigido en la meseta del pueblo. Aquella planicie pastosa y bucólica desde donde se dominaba plenamente el puerto, la estación ferroviaria, la ribera del frente (Ten-ten. Tongoy, Yutuy …en fin… Quento) y el fiordo completo en toda su extensión, hasta el extremo de Rauco por el sur y el Puente de Tierra por el norte. Los niños que estudiaban en ese colegio solían sentarse en ese hermoso promontorio –entre un recreo y otro- a conversar mirando ese maravilloso paisaje.
Mi hermano Rofolfo (en posición de saludo militar) Al lado derecho mi hermana Flor. Detrás de ella mi hermano Ernesto
y detrás de Rodolfo su amigo Lito. Fotografía del año 1945 aprox. En Castro. Patio de nuestra casa de la calle San Martín.
La amistad entre mi hermano y Lito se consolidó férreamente desde el primer día de clases. Antes no conocían lo que era asistir a un colegio. Ambos tenían sólo 6 años de vida y para ellos todo era nuevo y sorprendente, a veces atemorizante: El colegio ¡tan grande!, los padres alemanes ¡tan serios! Los pupitres y los cuadernos ¡tan lindos! …y las tareas…¡tan difíciles! Pero Lito no parecía ser un niño normal, porque ¡no podía hablar! Era mudito. Y como tal, los niños (que no miden ni saben el efecto de sus palabras, observaciones y actos) comenzaron a decir cosas hirientes y a mofarse de Lito, no podía ni siquiera decir su nombre. Mi hermano Rodolfo se dio cuenta de inmediato de esta importante diferencia y espontáneamente se declaró su amigo y su defensor:
---¡Lito es mi amigo y que nadie me lo toque!
Mi hermano era en forma natural más alto que el promedio de los niños de su edad y de tez más morena que el resto de los hermanos, de modo que su aspecto debería ser algo atemorizante para los demás compañeros de curso y tal vez para los de cursos superiores. Lito y mi hermano, se sentaron juntos, uno al lado del otro. Ambos andaban juntos en los recreos, ambos se iban a casa juntos y ambos se encontraban en el colegio al ingresar a clases y ambos jugaban o paseaban juntos por las inmediaciones del pueblo.
Lito no podía emitir palabra alguna, sino solamente emitía sonidos imposibles de interpretar, como pequeños gritos, chasquidos, mugidos, gorjeos como los que emiten los pájaros, como los pavos o los loros y una variedad de sonidos que nadie comprendía, pero mi hermano en su maravillosa compasión por su amigo, fue gradualmente comprendiendo lo que su amigo quería decir y se fueron gradualmente entendiendo en el mismo lenguaje, una “jerigonza” imposible de imitar e imposible de comprender. Finalmente con el correr del tiempo ambos emitían los mismos gruñidos y se les veía en la calle “conversar” de la misma manera.
Esta comunidad de expresión ¿oral? O ¿nasal? fue generando en ellos un vínculo afectivo poderoso de modo que después de clases ambos hacían las tareas juntos y durante los fines de semana se visitaban asiduamente. Si llovía desarrollaban sus actividades “intramuros” en la cocina de la casa alrededor de la estufa a leña, lugar donde leían, escribían en sus cuadernos con “lápiz de mina” -que así se llamaba en ese tiempo al lápiz de grafito- tomaban mate tras la estufa a leña o jugaban a las bolitas o al trompo o a los volantines cuando el tiempo de septiembre o primavera se lo permitía. Ellos mismos aprendieron a fabricar sus volantines. Yo –que era mucho más pequeño que ellos- los recuerdo fabricando las varillas del volantín con un cortaplumas bien afilado. Adelgazaban cuidadosamente cada varilla de alerce hasta permitir que formaran un arco perfecto: una recta vertical y otra curva en un arco superior y el papel muy delgado y lleno de colores se pegaba con el engrudo de una papa con cuero, cocida en las brasas de la estufa a leña. La papa se dejaba pinchada con un tenedor y al cabo de unos 15 minutos se sacaba de las brasas, se desprendía un poco el cuerito y se deslizaba sobre el papel de volantín para pegarlo a la varilla. Y luego se le ponían los flecos y finalmente una llamativa cola de varias tiras de papel generalmente de color rojo encendido. Así el volantín estaba casi listo. Ahora había que ponerle los tirantes y finalmente unirlos al hilo de la carretilla. Cada uno fabricaba su volantín, a cuál de los dos más lindo, y salían a elevarlo a la pampa de los Padres Alemanes que posteriormente se llamó la Pampa de las Monjas, cuando los padres alemanes abandonaron el pueblo para trasladarse a Colombia en 1948.
Si había buen tiempo salían a caminar por el pueblo y como los dos niños emitían el mismo conjunto de sonidos las personas que los escuchaban entendían de inmediato que ambos eran muditos. Por lo tanto, mi hermano –que no era mudo- pasó a ser considerado como uno de los “muditos de Castro”. Fue en ese tiempo de la infancia, cuando los amigos tendrían unos 10-11 años, ambos acudían juntos a conversar entre ellos frente a la boletería del estadio, poco antes de inicio de los partidos de fútbol. Ya eran conocidos por hablar aquella jerigonza extraña e incomprensible, de modo que después de permanecer frente a la boletería conversando durante unos 5-10 minutos, los de la boletería se preguntaban unos a otros, sin duda conmovidos por la situación de ambos niños:
---¿Dejemos entrar gratis a los muditos de Castro?
La respuesta siempre fue afirmativa, de modo que ambos niños ingresaban al estadio sin pagar, a ver el partido sentados en las tribunas. No era extraño que algún asistente les regalara una manzana confitada, un chocolate, un helado o maní como una forma de ayudar a los “muditos”, mientras ellos disfrutaban el partido y los dulces alegremente.
Lito Pérez y su sobrino nieto Tomás González Ampuero.
Y así fue pasando la vida. Mi hermano tenía los “hobbies” de la Filatelia y la Numismática y… ¡por supuesto! Lito también adquirió la afición por el hobby. Ambos mantenían sus respectivas colecciones de sellos postales en el interior de cuadernos con tapa dura a los que se pegaban unas tiras de papel horizontales, adheridas con “papa” cocida sólo por la mitad inferior de la tira. Así, las estampillas se iban colocando dentro de las tiras. Se ocultaba de ellas sólo la parte inferior, de modo que se podía identificar de inmediato el sello, de qué color, forma y de qué país era. Junto con los sellos, también coleccionaban monedas (era la Numismática), materia en la que recuerdo que ellos permanecían tardes enteras conversando, comentando, limpiando las monedas con “brazzo” y disponiéndolas sobre unas franelas de color rojo para que relucieran mejor.
Ambos coleccionistas discurrían también por todo el mundo –imaginariamente- pues dominaban los mapas. La Filatelia y la Numismática son dos disciplinas que exigen el dominio de los mapas. ¿De dónde es este sello?, ¿Dónde queda ese país? , ¿En qué continente?, ¿Con qué países limita? En los sellos de cada país se representaba en ese tiempo el retrato del Presidente de la República de ese momento, a veces los animales característicos del país o las flores, o los accidentes geográficos, etc. etc. todo lo cual era para los dos amigos una fuente inagotable de información, que los hacía recurrir permanentemente a mapas, diccionarios y a enciclopedias.
Pero no todo era “miel sobre hojuelas”. Los “nenes” eran también muy aficionados al cine, pero eran tan “escuálidos” –económicamente- como la gran mayoría de los niños de la periferia de un pueblo casi desconocido y abandonado por los gobiernos…carecían de monedas para acudir al cine. En ese tiempo existía sólo el cine “Centenario”, que era un gran caserón de madera, con un telón al fondo y las butacas eran unas humildes bancas de madera. El cine pertenecía a Don Zoilo Barrientos. Las películas eran enviadas desde Puerto Montt en unas cajas metálicas redondas, después de haber sido proyectadas infinidad de veces en las ciudades de más al Norte, y a nuestro pueblo llegaban cortadas, rasgadas y arañadas…en fin, en malas condiciones. El barco que las traía podría haber sido el Taitao, el Trinidad, el Villarrica, el Tenglo, o el Navarino, barcos que generalmente se atrasaban. Los niños estaban enterados de todo, especialmente a la hora que arribaría el barco al puerto y corrían por la calle Blanco hacia el puerto a la espera del valioso equipaje. ¡Allá viene el barco! Gritaban, cuando el humo de las chimeneas del Taitao, aparecía sobre las lomas de Peuque o Rauco, por el sur de la bahía. La gritería alegre era ensordecedora en el malecón. Lo primero que bajaba del barco eran las cajas redondas con los rollos de película en su interior. El funcionario del cine las esperaba con una carretilla de mano, de madera con una rueda ya gastada por el constante trajín. El hombre de la caretilla partía corriendo calle arriba, ayudado y empujado por el enjambre de mocosos, en medio de una algarabía ensordecedora. Todos querían llegar cuanto antes al cine para ver “La Serial”, que era una película que se entregaba por partes y siempre la película quedaba en la parte más emocionante…¡Hasta la próxima semana! Los niños no podían perderse esa emocionante historia. Pero como no tenían dinero, recurrían a las más diversas triquiñuelas para que el hombre de la boletería los dejara entrar sin pagar. Como por ejemplo: comprarle un “crepe”, que era una especie de Berlín con crema. Sabían que el boletero sufría de “hambre crónica” y el “Berlín” surtía su efecto. Al punto de empezar la función, aparecía el Berlín mágico: el boletero recibía el Berlín y daba la señal: entraba a la carrera un tropel de mocosuelos moquillentos,y entre ellos mi hermano y Lito Pérez.
El otro método era todo un sacrilegio: ambos amigos eran muy religiosos –estudiaban en la Escuela de los Padres Alemanes- y a alguno de ellos se le ocurrió la idea de ¡Robarle monedas a la Virgen! En efecto, la Iglesia San Francisco de Castro, tenía una alcancía a los pies de la Virgen, que era, -la alcancía- una caja de madera con una ranura, unida por una cadena a una de las columnas. Los niños se persignaban, rezaban de rodillas un Ave María, pedían perdón a la Virgen y procedían a extraer monedas de la alcancía del modo más silencioso posible. Usaban para ello un trocito de película que introducían por la ranura. Batían la alcancía y retiraban la película con alguna moneda que había caído sobre el celuloide. Repetían el procedimiento varias veces hasta lograr extraer la suma requerida para entrar al cine. Cuando usaban este método, salían de la iglesia eufóricos y corrían por la plaza la distancia de cuadra y media que los separaba del cine Centenario…e ingresaban dichosos a disfrutar de la película y de la Serial respectiva.
Pasó el tiempo y llegó la adolescencia. También llegó el triste momento en que los dos amigos tuvieron que separarse temporalmente. Mi hermano era ya un adolescente cuando fue enviado a estudiar primero a Osorno y después a Santiago, por decisión de nuestros padres. Lito tuvo que quedarse en Castro. Tiene que haber sido muy duro para él pues mi hermano era su mejor e inseparable amigo. Queda en evidencia lo que ambos se apreciaban pues, unas dos semanas antes de la Navidad, cuando los estudiantes se aprestaban a volver a casa, Lito acudía a nuestra casa de la calle Piloto Pardo a preguntarle (con su jerigonza habitual y con expresivas señas y maromas) a nuestra madre, insistentemente, cuándo llegaría mi hermano. Cuando regresaba mi hermano, casi siempre en barco o en tren, era una alegría la de ambos pues Lito lo iba a esperar a la Estación de Ferrocarriles, o al puerto. Poe la vía que llegara, le ayudaba con las maletas y permanecían juntos compartiendo el período de vacaciones de verano con gran alegría. Hasta que llegaba Marzo y debían separarse nuevamente.
Ambos eran buenos dibujantes: mi hermano escribía a nuestra madre unas cartas muy lindas, no sólo por la hermosa letra manuscrita sino también porque contenían hermosos dibujos de los temas que trataba. Lito, en cambio debe haber desarrollado esa otra forma de expresión –el dibujo- ya que no podía con la expresión oral. Un buen día, Lito supo que se abriría un concurso para dibujantes en el Ministerio de Obras Públicas en Puerto Montt. Acudió a la oficina llevando consigo un rollo de dibujos. La cola de postulantes era larga y si se agregaba como uno más, la demora sería extrema y perdería el bus de regreso a Chiloé. Decidió ingresar directamente a hablar con el jefe. Decididamente “se saltó la cola” y se dirigió a la secretaria del jefe. Le explicó –de alguna manera con mímicas y señales de manos- su situación y la posibilidad de perder el bus que lo llevaría de regreso a Chiloé –si hacía la cola- , tanto como la imposibilidad de permanecer en Puerto Montt hasta el día siguiente. Podrá parecer extraordinario pero Lito consiguió el trabajo y desde ese momento hasta el fin de sus días fue un eficiente funcionario del MOP. Empezó como dibujante, pero terminó como Inspector de Obras.
Durante los últimos años de su vida, sufrió de Insuficiencia Respiratoria, agravada seguramente por sobrepeso. Un informante menciona que Lito producía un ruido estertoroso al respirar y como vivía solo (nunca se casó) y se cuidaba poco es posible que haya tomado alguna Neumonía, patología frecuente en las personas de mayor edad en un ambiente frío y húmedo como Chiloé. Tal vez eso haya ocasionado su deceso. Un mal día mi hermano supo que su querido amigo Lito Pérez, había fallecido, pero del hecho había pasado ya hacía unas dos semanas. Había dejado de existir a la edad de 60 años.
Lito Pérez y su hermana Irma., cuando adolescente.
En Chiloé, especialmente en Castro, donde vivió, a Lito Pérez se le recuerda no solamente como un excelente dibujante sino también como un hombre muy dedicado a su trabajo, eficiente como funcionario, honesto, correcto, bondadoso, servicial y sobre todo cariñoso.
Mi hermano Rodolfo solía venir a Castro durante el verano, como era su inveterada costumbre. Después del fallecimiento de su amigo Lito, acudía -como primera medida- a visitarlo al Camposanto. Salía de nuestra casa de Piloto Pardo a eso de las tres de la tarde y avanzaba lentamente por las calles San Martín, doblaba hacia Gabriela Mistral y ascendía la cuesta de los Chaparro, traspasaba Los Carrera y Freire para bordear los límites del Hospital Viejo y tranqueando por la calle Augusto Riffart, accedía al Cementerio en el más absoluto silencio. Sereno, tranquilo y cargado de sentimientos, acudía solo y se sentaba a un costado de la tumba de Lito Pérez para rezar una oración por el alma del amigo, para conversar en silencio con su espíritu, para pensar, reflexionar, recordar aquellos lejanos tiempos y filosofar sobre lo efímero de la vida y la inexorable proximidad de lo inevitable: cada día estamos más cercanos a irnos de este mundo…y en ese entonces se encontrarán ambos amigos en el “más allá” y no dudamos que ambos saldrán a caminar por los caminos del Cielo, hablando alegremente en aquella melodiosa e incomprensible “jerigonza” que los unió desde niños, por la que lo conocían los vecinos del pueblo, por la que les permitían ingresar gratis al estadio, jerigonza tan familiar y tan característica de…”los muditos de Castro”.