DIANA
“No vale nada la vida / la vida no vale nada /
comienza siempre llorando/y así llorando se acaba ...
José Alfredo Jiménez
Canturreo bajito, tratando de seguir la velocidad del disco vinilo, en esta hora en que me despido de las cosas habitadas de tanto mundo que anduve y viví.
Al amparo de la música que traspasa con suavidad la luz del mediodía, cierro los ojos para verla de nuevo. La observo como hace cincuenta años y la degusto silenciosamente bajo ese vestido de seda con el cual solía pasearse por los salones de las casas patronales, por los corredores, por las calles de la oficina camino a la pulpería. La veo como nunca he visto ni volveré a ver a otra mujer. Y todavía me duele.
Recorro su espalda, sus hombros, el inicio de sus brazos. Poso mis dedos sobre los vellos de su sexo y los últimos restos de una desnudez plagada de secretos y esquirlas dolorosas. Y aquello también me duele. “Vuelve mañana cachorrito”, escucho. “Vuelve mañana”. Y me es imposible saber si aquella frase es una solicitud urgente, un mandato, una exigencia displicente lanzada al aire por obra del azar. Por lo pronto los sonidos de la despedida no están aquí, no me pertenecen, forman parte de otro paisaje. Y aunque sé que hacer el amor con ella equivale a haber conocido el Paraíso, los elogios lanzados a su belleza han resbalado sobre su cuerpo como una gota de agua sobre el desierto. “Ahora debes irte. Mariano está a punto de llegar”- me espeta- “¿Y qué pasa cuando en lugar de Mariano llega Ernesto?”, le pregunto de soslayo. “Él es distinto. Él es todo lo que necesito”, me contesta. Y siento de nuevo el dolor agudo y sordo, como la voz de un cadáver que increpa a sus victimarios sin que éstos lo escuchen. Y he llegado a creer que esta mujer pasará colada hasta los brazos de Dios, a costa del dolor ajeno.
Por el centro de la calle de tierra apisonada y suelo salitroso que divide el sector central de las casuchas alineadas del campamento, precedido por los comentarios torpes y destemplados del obreraje, el cuerpo del muchacho se desplaza flojo y zigzagueante al compás de los tirones de la bestia de carga, al compás de su propia incapacidad para dar un paso más.
Aquella miríada de hombres y mujeres sucios, que han salido de sus viviendas para verlo concluir en esa faena que toda una vida no alcanzaría a definir, avanza detrás del joven carrilano, bajo el jarabe caliente del sol, como si se tratara del deslizamiento lento de una ola ansiosa por saber donde van a concluir los límites de una playa de bordes imprecisos.
Delante de la comitiva marcha la mula, y detrás de él, atado de manos, este joven que no supera los 22 años. Amarrado fuertemente a la bestia de tiro, tropieza y se levanta, se levanta y vuelve a tropezar. Lo único que conserva de su raída indumentaria lo constituye un sucio pantalón, parchado con restos de algún saco harinero, más un pedazo de camisa pardusca, pegada a su cuerpo por causa del sudor y de la sangre que no deja de manarle de uno de sus costados. Atrás van quedando, por enésima vez, las instalaciones donde se elabora el salitre, atrás las oficinas de administración, la pulpería, las viviendas de los jefes, la casa de ella. Muy atrás se ha quedado el Seno del Reloncaví, evacuando sus aguas y definiendo cada minuto la luz de sus fiordos. Atrás se queda el día que salió de las orillas del Lago Llanquihue, cerca de un río manso, cuando pasó el enganchador y se lo trajo con otros de la partida. Atrás los dos años que van a perderse irremediablemente.
Ante sus ojos desfilan nuevamente las últimas casas del campamento, con sus viviendas homogéneas, sin ventanas, de techo bajo y tan sólo una puerta para que entre la luz o se evacue el calor del demonio que un día pegado a otro día se deja sentir en medio de la pampa.
Con paso casi angustiado camino con rumbo ciego, doblo hacia uno de los pilones de agua del campamento y retorno a la pulpería para comprar algún dulce, un atao de cigarros, en fin. Por un momento me he olvidado que es domingo y muy pocos lugares permanecen abiertos en la oficina. Sigo caminando a la deriva. No corre ni una brisa. Algunos pequeños juegan al capote, a la camareta, corren con pequeños zunchos en las manos, otros descansan a la sombra. En la cantina encuentro lo que presumo ando buscando, un choleado barato. Salgo al sol con mi compra dentro de una bolsa e involuntariamente introduzco mi mano derecha en el bolsillo superior de la camisa, allí donde descansa la carta de la perdición, esas dos planas con letra cuidada y redondita, dirigida al gringo Ernesto, el mismo que me ha elegido como su ayudante en el ejercicio de rescatar almas para el Señor, porque dice que sé leer de corrido y escribo con una redacción clara y precisa.
Mientras me siento a la sombra de una pared, degustando un sorbo de la compra espirituosa, con estudiada pereza releo la carta acusatoria y termino por formarme un cuadro bastante detallado respecto de la remitente, a la que conozco muy bien y admiro más, pues ayudó a curarme y me tomó un cariño exageradamente especial cuando casi me aculato al mismo infierno, después de dos desalmados meses trabajando en los cachuchos.
Ernesto es un gringo que alcanza fácilmente los dos metros de altura, brazos nervudos, cabellera roja abundante, y un cierto dejo de tristeza en la mirada que a veces la vuelve fría y sin vida. Ha llegado desde una parroquia de Coquimbo como misionero de verano y con singular éxito ha convertido a cada hombre, mujer y niño de la oficina. Al parecer es muy amigo de los patrones pues suele comer con ellos, aunque prefiere compartir conmigo uno de los buques para solteros. Su forma de misionar es simple: una visita lacónica y asertiva, un par de hojas de catecismo, una pudorosa oración con todos los integrantes de la casa, y luego la citación para acudir el domingo a formalizar su nuevo trato con Dios, en la amplia sala desocupada para este efecto en una de las bodegas de la oficina.
Su andar cotidiano es una fotocopia de lo anterior: nunca una palabra de más ni un exabrupto de locuacidad. En su vida diaria es inimaginable sospechar que alguna mirada suya esté dirigida a escrutar otras zonas en el corazón de las mujeres que a diario vienen hasta la casucha donde nos arranchamos. Nunca he visto la sombra de la malicia trasladándose desde su mirada hasta el cuerpo de esas feligresas abundantes de cariño y casi abandonadas de hombres, de amor y de Dios. Es que el gringo es parco de palabra y obra.
O al menos eso creí hasta la tarde en que encontré la carta aquella, convertida en una pequeña bola envuelta en papel metálico, brillando sobre el arenal, en las afueras de la oficina.
Los pies del muchacho han perdido sus respectivos calamorros y sangran con profusión. Su pelo es una mata gris de polvo. No puede detenerse a descansar, pues cuando intenta hacerlo un golpe de látigo le estremece el cuerpo. Sus ojos grises observan el gentío. Nada mejor –piensa- que un buen espectáculo para un día domingo fofo en una oficina olvidada de Dios en medio de la inmensidad del desierto. Nada mejor que la sangre para despertar los latidos de la humanidad bajo el sol inclemente.
Sin embargo y pese a sus oscuros pensamientos, sabe que la mayoría de los obreros lo conoce y le tienen en gran estima. Todos recuerdan que ha comenzado como carretero, luego ha sido cuarteador y más tarde ha terminado como carrilano. Ni por un segundo se olvidan que una enfermedad dañosa estuvo a punto de llevárselo al infierno después de haber laborado un par de meses como desripiador, trabajo que no soportó su cuerpo vigoroso pero todavía demasiado joven para contrarrestar la brutalidad de esta faena. Saben que es un buen muchacho y que en las tardes de este último mes, con la anuencia de los patrones ayuda al gringo con la misión de cristiandad que ha venido a traer paz y sosiego a este lugar donde Dios vale tanto como una ficha y es mal visto o se habla poco de él porque no hay tiempo para hacerlo. Los obreros saben que los patrones tampoco quieren a Dios pero se han dado cuenta que la aceptación del Señor por parte de los obreros de la oficina, es la posibilidad más cierta de aplastar levantamientos sociales, revueltas ocasionales y futuras huelgas que se avizoran en lontananza.
Algunos aseguran que nació en el puerto grande de Iquique, pero la verdad es que proviene de los alrededores del Lago Llanquihue y que no tiene más de 22 años. No se le conoce hembra y no es compañero de echarle el ojo a las chinas solteras del campamento, aunque las muchachas lo observan apasionadas, libidinosas, sospechando la presencia de un volcán de sexo bruto bajo los harapos de obrero que siempre usa. Tiene un cuerpo latigudo y felino cuya altura sobrepasa la media Posee una inteligencia superior al resto de los obreros y sabe leer y escribir de corrido. Él mismo ha afirmado en más de una oportunidad que “un día no muy lejano seré como el Godo González y haré mi propia ruta. Con mil carretas formaré un camino entre esta Oficina y el Lago Llanquihue, tal como lo hizo José Benito González, con las quinientas carretas que se trajo desde Caracoles a La Noria”.
Durante el descanso de los domingos, explica -a quien quiera escucharle- que en el mundo están pasando cosas muy importantes con los obreros. Mientras habla toca el acordeón granate de 80 bajos, la Hohner que un viejo de Temuco se trajo al apa durante toda la travesía del enganche, con la esperanza de poder venderla por el camino. Y una noche, mientras el muchacho le sacaba las primeras notas al instrumento viajero, el pobre viejo de murió de un infarto y él se quedó como heredero natural del acordeón a la que ya le extraía los primeros sonidos agradables, así , a pura paila, “porque al fin y al cabo el acordeón apianada es invento de los alemanes y fue lo primero que se trajeron a la zona del Llanquihue, cuando comenzó la colonización del sur de Chile, por allá por el año 1850”, afirmaba orgulloso.
Meses más tarde, aclimatado ya al calor y trabajo desérticos, sus manos extraerían las primeras piezas musicales completas como “La muchacha del Circo”, “Nieve”, “El Relicario”, tan solicitadas como aplaudidas por los obreros de la oficina.
“¿Dónde has estado?”, me pregunta Ernesto, con un tono donde se junta en partes iguales la displicencia y la inquisición. “Por ahí”, contesto, utilizando su mismo tono de voz.
Su mirada fría vuelve a hacerse patente. “Estuviste en la Cantina”, afirma con un casi imperceptible dejo de altanería. “Pasé por algo de licor”, le indico y vuelvo a mis tareas diarias. Un poco de orden en nuestro buque de hombres solos, un poco de limpieza a los trastos, un poco de todo para colocar distancia entre las preguntas y la respuesta verdaderas. “Tómate la tarde libre que yo debo salir por un par de cosas”. “Yo pude haberte traído lo que te faltaba”, le contesto. “Lo que tengo que hacer debo hacerlo yo”, me responde.
Desde un viejo armario adosado a la pared extrae su mochila de misionero y sale con rumbo a una de la casa de los jefes.
Por entre los innumerables agujeros de la camisa se dejan ver cardenales onerosos y huellas alargadas y rojizas infringidas por el látigo. Cada vez que el joven cae al suelo y tarda un par de segundos en recuperar la vertical, la mula, que no ha perdido el tranco regular, acostumbrada como está a cargar bultos, lo arrastra unos metros. Cuando la bestia se detiene brevemente debido a la molestia de carga tan movediza, un hombre de unos cuarenta años, canario de la pulpería y perro faldero de los patrones, golpea por partes iguales al animal y al muchacho.
Como en los peores pasajes de un cuento de horror el cuadro dantesco repite su pulsación una y otra vez a intervalos regulares, metro a metro. La oficina ya ha quedado atrás, el campamento también. El muchacho pide agua, solicita que lo suelten o que lo maten, pues no soportará el siguiente minuto.
De pronto ocurre algo inusitado: el verdugo ocasional, en un acto de aparente bondad deja de golpear y ofrece el látigo a quien quiera participar de este juicio dedicado a la muerte. A su vez aprovecha de apostrofar a sus anchas al que se está convirtiendo en un guiñapo humano.
- ¡Desgraciado, mal parido!, ¿Qué pensaría tu madre, tu padre, toda tu familia, si estuviera aquí contigo?, ¿Te viniste de tan lejos solamente para cometer esta muerte, hijo de perra? Gracias a Dios que tu familia no te está viendo para no ser testigo de esta inmensa iniquidad. ¿Dónde se ha visto que un cristiano bien nacido y crecido bajo el temor a Dios desee los cariños de quien no debe?, ¿Dónde se ha visto que ante la negativa de una mujer decente a tus impulsos demenciales, le contestaras con la muerte? ¡Y más encima has acompañado al Misionero en la búsqueda de almas para el señor!, ¡Y el muy maldito tocando el acordeón para cubrir sus bajos instintos y hacerse pasar por santo!
Han llegado a los pies del carril, donde la línea férrea se disputa el dominio del desierto habitado y del desierto solo. Entonces la mula es obligada a voltear su marcha, camino al campamento. Y todo comienza de nuevo, golpes, insultos, lloro de algunas muchachas. Pero nadie ha querido tomar el látigo. Nadie ha osado alzar la huasca contra el desvalido muchacho.
Diana es una diosa de cuarenta años que distribuye su tiempo entre los cuidados de su casa, las visitas sociales y la atención al marido que cada vez que puede escapa a Iquique, a los juegos y burdeles de moda que han proliferado desde los arrabales, alcanzando el centro de la ciudad. Diana es una señora sin tacha. Tal vez por eso se desencaja, se sonroja, trasluce una vergüenza conmovedora, se sorprende casi hasta el desmayo cuando le muestro aquella carta que he encontrado en el desierto.
Es la carta plagada de amor prohibido, de descripciones pecaminosas, de palabras libidinosas dirigidas al misionero al cual he acompañado durante unas semanas por los caminos del Señor.
Diana es una diosa callando, cubriéndose el rostro, caminando silenciosa, sacando la voz. “Me quieres chantajear, cachorro”. Has venido a sacarme en cara mi falta. No comprendes que todavía mi cuerpo es joven y que Mariano no siempre está aquí para encenderlo”. “Señora Diana, yo solamente vengo a devolverle la carta”. “Si es así te lo agradezco, pero puedes quedarte con ella, y romperla si quieres”. Entonces dejo la carta encima de una mesilla de pared y hago el ademán de salir.
Diana es una diosa cerrándome el paso, posando un par de dedos sobre mi pecho, bajando sus manos hasta mi bragueta. Diana es una diosa cuando me desnuda y usa de mi cuerpo y le da cuerda a la mañana, al sol, a todo el desierto, mientras se arrodilla temblorosa y ayeante y de pronto comienza a elevar una conmovedora oración al altísimo: “Gracias Dios mío por esta pasión que has colocado en mi cuerpo y has permitido que la comparta con este cuerpo joven, Gracias mi Dios porque todavía me permites amar con tanto furor, gracias por este instante que es infinito”.
Ernesto regresa cuando ya es de noche. En sus ojos veo parte del brillo de los ojos de Diana.
Sorbemos en silencio un café barroso, un café oscuro con olor a costrones de tierra seca, a pedruscos cortantes a punto de pulverizarse. Luego nos quedamos mirando, decrépitos. De pronto ese otro yo que me posee a veces, lanza la pregunta: “¿Hace cuánto que te acuestas con la señora Diana?”. Me contesta un silencio espeso y embarazoso que puede cortarse en dos, multiplicarse. Pasa un cigarrillo, dos. Pasa otro resto de silencio. Y de improviso la confesión: “Cachorro, yo no quería acostarme con ella. Todo sucedió rápido, sin quererlo, casi sin imaginarlo. Lo malo de todo es que yo soy casado y ella misma lo es”. “¿Y le has dicho a ella que eres casado?”. “No”. ¿Y se lo vas a decir?” “No. No me atrevo. Simplemente voy a dejarle una carta”. “Pero las misiones terminan el lunes. Aún tienes tiempo para hablar con ella”. “No tengo tiempo. Pienso marcharme el domingo, a primera hora, sin despedirme de nadie”. “Pero esa mujer te ama y merece saber la verdad”. “Lo sé, cachorro. Pero hay cosas que es mejor dejar en el olvido. Aparte de esto, quiero que sepas una cosa.
Quiero que sepas que por sobre mi amor a Diana, mi amor a Dios y mis enseñanzas sobre la fe, son sinceros. No lo olvides nunca”.
Recuerdo que es de noche y sólo nos queda dormir para alivianar el peso de la culpa. Recuerdo también la pregunta del gringo antes de dormirse, la pregunta y la respuesta. “¿Cómo supiste lo nuestro?”. “A través de una carta arrugada lanzada al desierto”. “Ya me imaginaba que ella iba a cometer una tontería así. Debió dolerte mucho. Tú también la amas cachorrito”.
Viernes y sábado la misión se efectúa a matacaballo, en los mismos lugares de trabajo, entre las maldiciones y el silencio violento de los obreros, que ya están aprendiendo a ver debajo del agua. El domingo a media mañana, al amparo del calor y el ocio que mantiene a todo el mundo dentro de sus viviendas, alcanzo la entrada de la casa de Diana. Con paso apurado me introduzco al recibidor y luego camino hacia la trastienda. Ambos nos miramos como si por primera vez fuera. Diana sonríe. Yo también sonrío y no alcanzo a imaginar la mueca que cruza mi rostro. “Mariano bajó a Iquique y volverá hasta la próxima semana, tenemos todo el tiempo para nosotros”
Pese a la afirmación que sirve como prólogo al sexo, la desnudez se efectúa con apuro. Nos acariciamos aprisa. Hacemos el amor aprisa. Acabamos aprisa. Sólo me demoro un poco en observarla espléndida, exuberante, grandiosa. Luego lloro por ella y por mí mismo. “¿Qué te pasa, cachorrito?, ¿Por qué lloras?”. “Porque mañana lunes no habrá misa de despedida. Ernesto se ha marchado. Esta madrugada abandonó la oficina. Dejó esta carta para ti”.
Es llevado hasta los pies de un travesaño clavado cerca de un pilón de agua, y allí, el mismo canario que ha estado a cargo de la golpiza le grita la verdadera condena: “Porque no vas a negar que dos o tres vecinos probos de esta oficina te han visto salir de la casa de la señora Diana, justo después de escuchar el disparo. Porque no negarás que la occisa estaba medio desnuda, después de haber sido violada y asesinada por vos. Porque no negarás que varias veces te vimos merodear y tal vez ingresar furtivamente en la casa de don Mariano estando éste ausente, lo que demuestra que no contento con ver la belleza de la señora, querías mancharla y gozar de ella. ¿Qué le queda entonces a la gente decente de esta oficina? Pues lincharte para que pagues con tu sucia vida la vida ultrajada de ella”.
Entonces agacha la cabeza porque sabe con certeza que la suerte está echada. “Lincharme, van a lincharme. Lincharme. Esta ficha no es intercambiable por nada, no tiene valor”, se repite a sí mismo un par de veces y en voz baja. Porque sabe que en esa oficina olvidada por la mano de Dios han decidido tomarse la justicia por mano propia. Aquí van a concluir abruptamente sus 22 años. Posiblemente elijan el macho para tumbarlo de un solo y certero golpe. Quizás sean piadosos con él y le coloquen una carga de dinamita amarrada al cuerpo para que un barretero cualquiera encienda una mecha y sus restos rieguen algunos cientos de metros de ese desierto que lo fue a traer al sur y ahora quiere devorarlo. Tal vez lo ahorquen y lo dejen colgando varios días al sol en la plazoleta de la oficina. O en una de esas utilizan un cuchillo para despostar, le cercenan el cuello y vierten su cabeza dentro de una batea, para luego exhibida como escarmiento.
La palabra linchar es canallesca por lo generalizadora.
Justamente piensa en aquella palabra, piensa en el lago Llanquihue vaciándose y llenándose de a poquito, piensa en la punta del Osorno en el transcurso de un día claro, piensa en el Puntiagudo, en las montañas azules donde pueden perderse los ojos, de tanto ver. Con esas imágenes completa un racconto sobrio cuando escucha una voz conocida y angustiante que lo sorprende y hace que levante el rostro. “El no la mató. Fui yo el del disparo” confiesa aquella voz que de pronto se traga todo el sol la tarde, el silencio, el miedo. “Fui yo, el mismo que anduvo casi un mes entero hablándoles de Dios en este lugar. Yo me enamoré de la Sra. Diana y al rechazarme la maté. Suelten al muchacho, él no tiene nada que ver”, termina de decir Ernesto desde sus dos metros de altura, con su mochila de viajante misionero en ristre, con la Biblia asida en una mano, y la palidez del que acaba de firmar su sentencia de muerte, en el rostro. Luego ve como extrae un pequeño revólver de entre sus ropas y les explica que aunque se ande por el desierto pregonando el nombre de Dios, los salteadores de caminos no respetan cruces ni abalorios, no conocen el rostro amable de una Biblia ni una palabra que trae la buena nueva. Eso y el pequeño revólver que dispara contra la sien de ese cuerpo que cae pesadamente sobre la arena apisonada, y proyecta su estruendo que no concluye nunca.
Después de leer la carta, y alargármela, como quien intenta zafarse de la muerte, se ha quedado pálida, desnuda e inerte sobre la cama. Entonces limpio los restos del amor sobre su cuerpo, cubro parte de su desnudez espléndida, peino sus cabellos y la siento envejecer de golpe, azotada por un relámpago. “Por favor, no sufras. Yo te ayudaré a olvidarlo”, le digo sin convicción. Pero ella me aparta las manos. “¡Tú no significas nada para mí, nada! ¡Mírate, eres demasiado joven. Apenas alcanzas la edad del menor de mis hijos!” Me responde. “Pero qué importa. Algún día usted me amará. La edad no interesa. Yo la amo, la amo más que su esposo que jamás está con usted”, arguyo. “¡Vete, cierra esa puerta y no vuelvas nunca más! No te olvides por ningún motivo que soy una mujer casada, una señora. Además, eres un pobre obrero”, me grita.
Salgo hacia la calle con los ojos llorosos y el corazón de náufrago. No he caminado diez pasos cuando escucho el disparo que remece la oficina, hasta el último de sus rincones.
Continúo caminando y en nada me sorprende lo que ha ocurrido, ni el gentío que de pronto corre en todas las direcciones posibles, ni el par de mozos que me cogen de los brazos, me amarran fuertemente las manos y luego atan el lazo a los arneses de una mula, para que dé vueltas alrededor del campamento, una y otra vez, en un periplo demente e inútil. Tampoco me sorprende la aparición de Ernesto y esta vida que me sobrevivió más de la cuenta.
“No vale nada la vida / la vida no vale nada”, reza la canción que Diana, mi hija menor, ha colocado en la casetera. Es la letra del corrido “Caminos de Guanajuato”, de José Alfredo Jiménez y creo que no hay mejor letra que sintetice este último momento.
Y si bien no tengo la memoria entrenada para recordar su verdadero nombre, una especie de sentido común y romanticismo a ultranza me dicen que tal vez el verdadero nombre que quise colgarle a su cuerpo después de haberla amado como la amé, tenía que ser éste. Fueron sólo un par de encuentros y aquello bastó. Y aunque escribo a cincuenta años de aquel momento, es lícito decir que fue la mujer a la que más amé en toda mi vida.
“No vale nada la vida/ la vida no vale nada”. Tantas veces la he tocado en el acordeón.
Por otro lado, nada más importa. A tan sólo unas horas de mi despedida final, cerca del lago donde nací, nada más necesito recordar, nada más necesito que me perturbe. Ya ni siquiera necesito los dos disparos que he seguido escuchando durante toda mi vida. Los disparos que escucho a la hora de escribir estas líneas