Escrito para la Revista Proa
Fue un día de lluvia. Lo recuerdo muy bien. Debe haber sido uno de esos días Domingo, porque estábamos en casa sólo mi madre y yo. Mi padre había salido a sus quehaceres. Solía visitar “la obra” también los fines de semana, porque era Ingeniero de Vialidad y siempre había un camino que reparar o un puente en construcción en algún lugar del archipiélago. Mis hermanos y hermanas mayores estaban fuera de casa por motivos –tal vez- de sus tareas escolares. Yo tenía sólo 8 años ese día, y viene a mi memoria un día triste, ¡muy triste! Había silencio en mi casa de Piloto Pardo, llovía torrencialmente y hacía frío. En aquellos días solía pegar la frente a una de las ventanas de nuestra cocina -aquella ventana que mira al mar- y me entretenía mirando el devenir de las olas o el vuelo de las gaviotas, el lento deslizar de las lanchas veleras en la bahía o el juego de las nubes bajas que solían ocultar los verdes campos del otro lado del estero, en el mismo momento del aguacero; luego las nubes se esfumaban y solía alumbrar un poco el sol…, ese tibio sol chilote que no calienta, pero que encendía por unos instantes los verdes tonos de las empastadas de Tongoy, Quento, Ten-Ten y Yutuy, al otro lado del brazo de mar.
El día era particularmente triste, pues mi madre estaba enferma y mi compañía en nuestra casa era la frustración misma, porque nada podía yo hacer por ella para mitigar sus dolores, sino sólo acudir de vez en cuando a su pieza, acercarme a su lecho y preguntar:
-- ¿Cómo estás mamita?... ¿Te sientes ya mejor?... ¿Qué puedo hacer por ti?
Mi madre fue siempre muy estoica y era muy rara la ocasión en que solicitaba alguna ayuda, como un vaso de agua o una infusión de hinojo o ruda, ajenjo o natri, en agua caliente, plantas de las cuales había algunas matas que crecían en nuestro patio.
Ese día de silencio, soledad y tristeza, llegaron hasta mis oídos los nítidos sonidos de un sollozo, un sollozo contenido, casi silencioso, ahogado entre las ropas de la cama. Seguía lloviendo con ferocidad y las gotas tronaban sobre las tejuelas de alerce que formaban el techo de nuestra casa. Por momentos nuestra casa de madera se estremecía con la furia del temporal. El viento empujaba las ventanas y gruesos goterones amenazaban con romper alguno de los vidrios. Abajo, en el barrio de Punta de Chonos, el mar arremetía contra los palafitos de los pescadores chilotes, la lluvia baldeaba las calles y retenía forzosamente a los habitantes dentro de sus viviendas. El agua fluía en las calles solitarias.
-- ¡Mi madre llora! Dije para mis adentros, y agregué: ¡Debe ser la enfermedad!
Abandoné el marco de la ventana donde solía apoyar mi frente de niño y caminé sigilosamente hasta la pieza de mi madre. Temía molestarla…, sólo quería ayudarla. Le pregunté:
-- ¿Por qué lloras mamita? ¿Es mucho el dolor?... ¿Qué puedo hacer por ti?
Su respuesta me sorprendió. Desde su rincón en el que ocultaba la cara entre las ropas me respondió:
-- ¡No me duele tanto el cuerpo como el alma, “mijito”! Es algo que tú no comprendes por ser muy niño, pero cuando seas mayor lo entenderás… ¡Acaba de morir Gabriela Mistral!
Mi madre solía escuchar la radio RCA Victor que teníamos en nuestra casa de Piloto Pardo 260 en Castro, Chiloé. Prefería escuchar en un tono bajísimo que sólo ella oía pegando el oído al receptor. Y lo hacía así para no molestar o interrumpir los quehaceres de los demás. La radio le había traído la triste noticia a través de las ondas de Cooperativa Vitalicia, una emisora de Santiago de Chile que en ese tiempo se escuchaba en Chiloé en forma casi intermitente, pues el sonido –por momentos- parecía extinguirse.
Mi madre me explicó entre sollozos, que hacía varios días se esperaba el deceso de la poetisa chilena, la que enorgullecía a las letras nacionales por haber logrado el premio Nobel de Literatura en 1945. Gabriela se encontraba en un hospital de Nueva York aquejada de un cáncer de páncreas y su estado era irrecuperable. Mi madre, que había sido profesora desde los 17 años en una escuelita que ella misma inventó en el lugarejo de Santo Domingo, en las inmediaciones de la estación ferroviaria de San Rosendo, se identificaba con esta mujer chilena tan sensible como talentosa en el manejo de las letras, que –como ella- había sido también una “maestra”, como se llamaba en ese tiempo a los profesores básicos o primarios.
Desde su lecho de enferma, me contó algunas pocas cosas de Gabriela Mistral y entre llantos contenidos me recitó algunas estrofas de sus más conocidas poesías:
Piececitos de niño
Azulosos de frío
¿Cómo os ven
Y no os cubren?
¡Dios mío!
Me habló de sus difíciles comienzos en Vicuña, en los áridos territorios del norte de Chile y de sus derroteros como maestra por la larga geografía de la Patria, hasta del momento en que recibió el Premio Nobel de Literatura, de manos del rey de Suecia…, sin que ella dejara de ser la misma mujer a la vez talentosa y humilde que siempre fue, condiciones que mi madre valoraba por sobre otras características humanas.
Los trabajos de Jaime Quezada, publicados en PROA y en otras prestigiosas revistas, como también los escritos de otros autores, me han refrescado la memoria sobre ese día. Fue el 10 de enero, yo aún no cumplía los 9 años y conservo vívido el recuerdo de la muerte de Gabriela Mistral, por el dolor y llanto desconsolados de mi madre -una profesora primaria-, por su lamentable pérdida. Llanto que resuena aún en mi memoria en uno de los últimos rincones del mundo aquel lluvioso día del verano chilote de 1957…
Concepción, Chile, Invierno 2012