Huasca Loca

---La historia de Don Leandro…¡Esa si que es buena historia!

Los hombres, al escuchar la voz pausada de Don Pedro Cuevas quedaron inmóviles por unos segundos. Don Berto Cisterna, que estaba con la pala, detuvo en el acto su herramienta y la clavó en el barro pestilente. Se echó hacia atrás el gorro y apoyó ambos brazos en la empuñadura. Don Elías Cisterna y Don Peyo Vergara se sentaron en el padrón, y Don Gabriel Fonseca, que en ese momento desmalezaba unas zarzas con el podón, se acercó –cojeando- al grupo.

Todos prestaron atención a las palabras, cuando Don Pedro Cuevas inició su relato con voz pausada y serena. Los hombres de una u otra manera habían escuchado algunos comentarios, partes inconclusas de esa historia o cuchicheos dichos a media voz al oído, porque la materia era escabrosa –se sabía- y los simples y humildes labriegos de Santa Juana no querían verse implicados en conocer detalles de tales rumores. Por eso se acercaron al hablante formando un ruedo. Cinco pares de orejas escucharon ese día el relato.

- Ya saben Uds. cómo le cortó las bolas a su cuñado. Eso lo habrán escuchado tal vez, pero…deben saber que…¡Fue con los dientes! Eso se supo aquí en Santa Juana y en todos los campos circundantes.

Don Pedro retuvo un momento su relato y alzó la vista como para tomar inspiración. Estaba a la sombra de las pataguas en el campo de “Don Vito”. Los vacunos pastaban despreocupadamente en el llano, aquel pasto maduro algo amarillento por ser en ese tiempo ya finales del verano. La tarde teñía de azules los montes hacia el Oeste y mostraba el gran lomo dentado del lagarto de la Cordillera de Nahuelbuta. Más cercanos, se recortaban contra la claridad del cielo, las figuras polimorfas e inmóviles de los álamos blancos y los acacios cuyas hojas habían empezado a “amarillar”. No había viento ese día y las pelusas de los álamos jugaban a perseguirse, perezosamente en el aire quieto de la tarde.

- Le llamaban “Huasca Loca” y gustaba frecuentar las carreras de caballos. Siempre llegaba solo…¡Bien montado! En una hermosa yegua que tenía o en un alazán brioso. Usaba aperos de lujo, con los que pretendía dar a conocer su estatura económica. El sombrero negro y las espuelas; la montura nueva, reluciente sobre el alazán, gruesas pierneras y chaleco huaso. Usaba un buen lazo enrollado tras la montura y un rebenque con empuñadura de luma. Legaba a paso lento…¡desafiante! Y sin saludar, lograba que todos se hicieran a un lado cuando él pasaba. Su mirada dura, el ceño fruncido y unos ojos negros bajo unas cejas muy pobladas, causaban temor entre los huasos y gañanes reunidos. Temor…porque todos sabían que era un “buscapleitos”. Sabían también que usaba una argolla de fierro al extremo de una cincha que ocultaba siempre al ágil alcance de su mano derecha. La llamaban “rompecráneos” pues con ella había hecho sucumbir a varios huasos osados, que se atrevieron a enfrentarlo. Era más bravo con unos grados de alcohol…¡Y más decidido! Solía piropear a las mujeres más hermosas del pueblo y …¡Pobre del que se le encachara! ¡Ahí mismo no más lo desafiaba! Aunque fuera el novio o el esposo de la dama.

--“Huasca loca” andaba siempre con el revólver oculto bajo la chaqueta huasa. Lo usaba para amedrentar y disparaba al aire, sin remilgos cuando no estaba de acuerdo con el fallo en la carrera o cuando notaba que había habido “un arreglo” entre los jinetes, para hacer ganar al caballo más lento. Vociferaba con una grito potente y ronco, insultaba a quien se le opusiera y al final de las carreras solía subirse a su pingo y salir a “remoler” a todo galope especialmente en las ramadas del 18 de septiembre o cuando el resultado de sus apuestas no le había sido muy favorable. En estas circunstancias era mejor no estar en su camino pues arremetía sin consideración contra jinetes o transeúntes.

Don Pedro Cuevas se sacó la boina e hizo un ademán al aire como si espantara unas moscas, pero todos sabíamos que era una manera de expresar un cierto temor y tal vez algo de arrepentimiento, como si quisiera expresar: -¡quien me mandó a meterme en este lío! Se acomodó en el áspero suelo, tomó aire y continuó:

--Vivía en el sector de Quillaytahue cuando lo conocí. Tenía una casa…-o más bien una rancha- en medio de los montes. Allí se había formado un vallecito que estaba contorneado por el río, y formaba una explanada verde que no cubría más de dos hectáreas. Vivía con su mujer y sus chiquillos. –hizo otra larga pausa-… A la mujer no la vi nunca, pero se sabía en el pueblo que tenía unos tres o cuatro “pergenios” en ese tiempo.

Interesado en el curso que estaba tomando el relato e intuyendo que la cosa sería para largo, Don Berto Cisterna decidió sentarse en un tronco de patagua ya medio podrido que yacía blanquecino en el paraje. Don Pedro Cuevas continuó:

-- Allí vivía “Huasca Loca” cuando lo conocí. Yo iba con mi hermano Ambrosio, en busca de los animales una tarde ventosa de invierno, cuando llegamos a ese vallecito siguiendo las huellas de los brutos junto al río. Él vino a nuestro encuentro cuando sintió las pisadas de nuestros caballos taconear entre los pedruscos. Lo vimos desde lejos y nos detuvimos, bestias y hombres…esperándolo. Iba con poncho negro y sombrero alón.

--¡Qué andan buscando por aquí…Mierdas!

--Buscamos un buey “condro” y un “clavel” que se vinieron por el río. Dijo mi hermano Ambrosio, con una voz melancólica y temblorosa.

Y sin responder nos miró de arriba abajo con una mirada de acero, bajo esas cejas pobladas, y nos preguntó.

--¿Conocen a Don Leandro Jara?

--¡No Señor! Dijimos al unísono mi hermano y yo.

--Pero…¿Habrán escuchado hablar de él?

Nosotros sabíamos que él preguntaba siempre lo mismo a los extraños, y conocedor de su mala fama, gustaba saber cómo lo calificaba la gente.

--Sí Señor, Dijo mi hermano Ambrosio, Hemos escuchado hablar de él.

--¿Y qué han dicho de Leandro Jara?

(También sabíamos lo que debíamos responder)

--Dicen que es un buen hombre y un hombre de mucha plata.

(Sabíamos también que los incautos que habían dicho la verdad y habían hablado mal de él, habían tenido que probar el acero de la argolla, el fuego de su rebenque y la furia desatada de aquel animal incorregible que llamaban “Huasca Loca”).

--¡Muy bien! …Pueden seguir buscando sus bueyes pero…¡Sin salirse mucho del río!

Cuando nos alejamos un poco de aquel hombre …¡Sudábamos! –mi hermano y yo…¡copiosamente! Y era ¡de puro miedo! Porque al pasar junto a su cabalgadura vimos de reojo la argolla de acero que asomaba bajo el borde derecho de la montura y la empuñadura del revólver que siempre llevaba al cinto.

Poco más allá nos detuvimos y dejamos que las bestias tomaran agua en el río. Los árboles de ambas riberas formaban un oscuro túnel por el que se deslizaban las aguas, silenciosas y negras, llevando un suave rumor entre las piedras y los árboles caídos. Sin decirnos nada, mi hermano Ambrosio y yo, nos miramos. Ambos estábamos asustados y deseosos de abandonar ese maldito paraje. Apuramos el paso de las cabalgaduras para escapar de allí, antes que la noche caiga sobre los hombres y las bestias.

(*) Este escrito es un fragmento del libro en preparación “EL POZO” que recoge las leyendas y relatos orales que conservan los campesinos de las áreas rurales que rodean el pueblito de Santa Juana, VIII Región.

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