Esa tarde venía de regreso a mi casa, desde Santa Juana, área rural vecina a Concepción, donde habíamos estado cosechando miel. Venía –decía- con el amigo de siempre: Don Gaspar. De pronto, él me dice sorprendido:
- ¡¿Qué es eso que se mueve allá, al borde del camino!? Y me señaló hacia delante.
Con cierta dificultad y sorpresa divisé a unos 100 metros , un par de objetos, como de zapatillas deportivas, que se movían acompasadamente de arriba abajo y viceversa, y algo como si alguien fuera acostado boca arriba sobre una bicicleta, pedaleando hacia delante (¡¡). Tras el armatoste, avanzaba un bulto sobre dos pequeñas ruedas, arrastrado por el biciclo. Yo mantuve un asombroso silencio, pero mi amigo Gaspar exclamó:
- ¡Que crestas es eso!
Al acercarnos en mi vehículo –y mientras lo adelantábamos- nos dimos cuenta que era una bicicleta bastante extraña, que tenía los pedales donde debería ir el manubrio, y una especie de cama delgada y mullida donde debería ir el asiento. El ciclista pedaleaba acostado y en el lugar correspondiente a la cabecera de la “cama-asiento” tenía un mullido tejido que permitía mantener la cabeza algo erguida y asegurara la visibilidad de la carretera.
El ciclista, avanzaba a buena velocidad rodando por la pequeña y angosta línea de la berma y arrastraba lo que parecía ser una bolsa o una mochila grande, sobre un armado con dos pequeñas ruedas.
Poco más allá, y aún sorprendidos, decidí detener mi vehículo, y estacionar al borde del camino, para esperar a ese extraño móvil. ¿Qué será? ¿Quién será?. ¿De donde vendrá? Sin duda que es extranjero, pensé, pues ese tipo de vehículos no se conocen por estos territorios. El “artefacto” llevaba una bandera amarilla al extremo de algo así como una antena.
Finalmente apareció ¡allá lejos! Al terminar una curva. Entonces pudimos verlo mejor y entender la extraña forma del vehículo y su acompañante. (Mi amigo Don Gaspar, me había dicho que a él le parecía un vehículo accionado por un minusválido, y yo le encontré razón. Eso parecía).
Cuando estaba cerca, hice señas para que el “armatoste” se detuviera. Pensé que no me haría caso y que pasaría de largo, tan rápido como iba, pero felizmente noté que frenaba suavemente y se detenía junto a nosotros. El conductor no era un minusválido, pues de un ágil salto, se bajó del armatoste y nos saludó.
-¿De donde viene Ud.?, pregunté
- De Renaico, me respondió.
- ¡No!, Le pregunto de qué país es Ud.
- ¡Ah! De Francia. Me respondió en un perfecto español.
Y agregó:
- Ahora vengo de Ushuaia, en la Isla de Tierra del Fuego, y voy pedaleando desde hace dos meses en esta “bicicleta recortada”. Relató en seguida la secuencia de las ciudades recorridas entre Temuco y la isla de Tierra del Fuego, con una facilidad y rapidez sorprendentes, hasta para un nacional. Había recorrido en ese “artefacto” más de tres mil kilómetros de caminos de todo tipo, hasta los peligrosos senderos de la Carretera Austral y los caminos de tierra de la isla de T. del Fuego. Aún sorprendido le pregunté si aceptaría un pequeño regalo. ¿De qué se trata?, preguntó.
- ¡Miel! Respondí.
- Yo sólo ingiero miel natural sin aditivos de ninguna especie. Respondió. Entonces fui a mi vehículo y traje conmigo un envase con 1 Kg. de miel recién cosechada de nuestras abejas (Mientras mi amigo Don Gaspar se quedaba conversando con el extraño visitante, en los cuatro idiomas que conoce: Inglés, Francés, Portugués y Griego, además del Español).
El francés, al ver la claridad y excelente aspecto de la miel que le ofrecía, abrió un poco los ojos, en señal de admiración, y extrajo –no sé sabe de dónde- una cucharita de mango largo, con la cual probó el dulzor de la miel. Su aprobación fue muy expresiva. ¡La encontró deliciosa! Y después de admirarla, la guardó en el armatoste que la bicicleta arrastra, suspendido sobre dos ruegas pequeñas. El envase quedó así bien sentado entre otros objetos, incluyendo una cocinilla de campaña, muy menuda, hecha para preparar alimentos en la naturaleza, sin el uso de combustibles artificiales, sino sólo maderitas del entorno, ¡Para no deteriorar la naturaleza! (Igual que en Chile…ja,ja,ja).
Nos habló que es Ingeniero Mecánico, y que ha trabajado durante unos 20 años en Francia para lograr ahorros que le permitan darse un “año sabático” y recorrer así América en la bicicleta ya descrita. Su intención es escribir un libro al final del viaje en el que cuente su experiencia en este continente, acompañado de fotografías, dibujos e imágenes alusivas. Él llevaba un mapa bastante bueno y deseaba llegar a Lota, pero no sabía bien cómo tomar el atajo que en su mapa aparecía pavimentado y que partía del camino en el que estábamos y terminaba en Coronel. Le di a conocer que le señalaríamos el camino porque nosotros íbamos en el mismo sentido. Y así lo hicimos. Lo esperamos en el punto del cruce que – por supuesto- no estaba señalizado, y nos detuvimos algo más allá para despedirnos. Dimos algunas últimas indicaciones de las referencias en el camino: de los puentes, fuentes de agua y cruces, además de las distancias aproximadas, para permitirle a él calcular hasta cuándo y dónde avanzar ese día antes de que lo sorprenda la noche y pueda acampar en un lugar seguro. Y nos fuimos, dejándolo con su cuaderno de anotaciones (bitácora de viaje) en el que anotó mi correo electrónico para no dejar de conocer su interesante derrotero. Se llama Alain y desde ahora estaremos esperando sus reportes:
- ¡Au revoir Monsier Alain! Et ¡Bon voyage!
Dejamos al fancés y mientras avanzábamos hacia Coronel, divisamos por el espejo retrovisor, el sube y baja acompasado y alterno de las zapatillas amarillas del ciclista galo, que ya hemos denominado como “el correcaminos francés” ¡Bip! ¡Bip!.