No por repetido dejaré de recordar que nuestros dos poetas y Premios Nobel de Literatura, fueron bautizados con nombres diferentes a aquellos con los que el mundo los conoce. Gabriela Mistral fue Lucila María Godoy Alcayaga, y Pablo Neruda, Ricardo Eliezer Neftalí Reyes Basoalto. Tampoco obviaré el hecho de que ambos fueron provincianos, una del norte; el otro del sur; provincianos y pueblerinos de lo que en esos años eran pequeñas y remotas aldeas, en un país donde, como siempre, casi todo ocurría o era absorbido por la capital.
Lucila María Godoy Alcayaga nació el 6 de abril de 1889 en la casa ubicada en calle Maipú 759, de la pequeña ciudad de Vicuña, en el valle de Elqui. Ricardo Eliezer Neftalí lo hizo en el pequeño pueblo de Parral, el 12 de julio de 1904. Pero allí no acaban las coincidencias de estas dos figuras ilustres de la poesía chilena e hispanoamericana. Lucila pierde muy tempranamente a su padre, Juan Jerónimo Godoy Villanueva, un maestro de escuela con una sólida formación en latín, griego, filosofía, literatura y teología, que también escribe versos (“Duérmete Lucila que el mundo está en calma,/ ni el cordero brinca, ni la oveja bala./ Duérmete, Lucila, que cuidan de vos/ en tu cuna un ángel, en el cielo Dios”. Quezada, 737).
Su madre, Petronila Alcayaga Rojas, era modista y bordadora. A los pocos días de nacer la familia se traslada al pueblo de La Unión, conocido hoy día como Pisco Elqui, pero en 1892, cuando Lucila tenía apenas tres años, el padre abandona definitivamente el hogar. De modo similar, Ricardo Eliezer, hijo de José del Carmen Reyes Morales, agricultor de viñedos, trabajador de Talcahuano y, más tarde, ferroviario en Temuco, y Rosa Neftalí Basoalto Opazo, profesora, pierde a su madre apenas un mes después de su nacimiento.
Mis padres llegaron a Parral, donde yo nací. Allí, en el centro de Chile, crecen las viñas y abunda el vino. Sin que yo lo recuerde, sin saber que la miré con mis ojos, murió mi madre, doña Rosa Basoalto. Yo nací el 12 de julio de 1904 y, un mes después, en agosto agotada por la tuberculosis, mi madre ya no existía. (Confieso, 28). El poeta confesará más tarde “me han dicho que escribía versos, pero nunca los vi.” Historias paralelas, de pérdida y olvido. En 1906, cuando el niño contaba con apenas dos años, don José del Carmen se traslada a Temuco, donde se casa con doña Trinidad Candia Marverde. El futuro poeta será llevado allá unos años después.
Lucila crece junto a su madre y su media hermana Emelina Molina Alcayaga, hija de un primer matrimonio de Petronila, y que es quince años mayor que la pequeña. Al llegar a Temuco, Ricardo Eliezer compartirá la casa de su padre y su mamadre con Laurita y Rodolfo. Con este último, nacido de una relación prematrimonial (o clandestina) con Trinidad Candia Marverde, el poeta no tuvo ninguna relación, no así con Laurita, fruto de otra aventura del padre, que Trinidad acogió en su hogar.
La etapa formativa de ambos también guarda importantes coincidencias. Lucila recibe las primeras lecciones escolares de su hermana Emelina, quien desde 1892 es Directora de la Escuela de Niñas de Montegrande y vive en la casa de la escuela junto a su madre y su hermana Lucila.
Cuanto sé y quién soy se lo debo a ella. En esa escuela sin tablas en el suelo, de puro barro reseco, barrido con un decoro japonés, allí me fui haciendo el alma, y allí acudieron los primeros ritmos. (Quezada, 738).
Con toda seguridad, el niño Ricardo debe haber aprendido sus primeras letras de la mano de Trinidad Candia Marverde, para quien creó el nombre de “mamadre” por no poder llamarla madrastra por la, a menudo, perversa connotación que se la ha dado a esa palabra. Su recuerdo de esta mujer dulce y bondadosa queda plasmado en su poema “La Mamadre,” en el cuál dice: “Oh dulce mamadre/ —nunca pude/ decir madrastra—,/ ahora/ mi boca tiembla para definirte,/ porque apenas/ abrí el entendimiento/ vi la bondad vestida de pobre trapo oscuro,/ la santidad más útil…” Asimismo, años más tarde, Gabriela reconocerá la importancia de su hermana en su aprendizaje de las letras en su hermoso poema “La maestra rural.”
Lucila pasó los años de su infancia en el valle de Elqui, rodeada por las enormes montañas de la Cordillera de los Andes. Ese paisaje la marcó con tanta fuerza que, toda su vida, y adondequiera que fuera, esa tierra, con sus rocas, sus montañas y sus valles seguirán siendo su verdadera patria, el lugar sagrado y maravilloso que una y otra vez volverá a sus poemas y a sus prosas: “Un río suena siempre cerca. / Ha cuarenta años que lo siento. / Es canturía de mi sangre, / o bien un ritmo que me dieron. / O el río de Elqui de mi infancia / que me repecho y me vadeo. / Nunca lo pierdo; pecho a pecho / como dos niños nos tenemos.” (“Cosas”). “Hay dos puntos en la Tierra/ Montegrande y el Mayab./ Como sus brocales arden/ se les tiene que encontrar.” (“Patrias”). “Vuélvete pues, huemulillo,/ y no te hagas compañero/ de esta mujer que de loca/ trueca y yerra los senderos,/ porque todo lo ha olvidado,/ menos un valle y un pueblo./ El valle lo mientan “Elqui”/ y “Montegrande” mi dueño.” (“Hallazgo”).
Neruda, también vivirá su niñez en una zona apartada de las grandes ciudades ruidosas, repletas de gente y movimiento. Pero, al contrario de la Mistral, su patria de la infancia no será la áspera y rocosa sequedad del norte chileno sino los verdes y extensos bosques del sur lluvioso. Con una descripción de ese mundo, abre, precisamente, su libro de memorias titulado Confieso que he vivido:
“Comenzaré por decir, sobre los días y años de mi infancia, que mi único personaje inolvidable fue la lluvia. La gran lluvia austral que cae como una catarata del Polo, desde los cielos del Cabo de Hornos hasta la frontera. En esta frontera, o Far West de mi patria, nací a la vida, a la tierra, a la poesía y a la lluvia.
“Por mucho que he caminado me parece que se ha perdido ese arte de llover que se ejercía como un poder terrible y sutil en mi Araucanía natal. Llovía meses enteros, años enteros. La lluvia caía en hilos como largas agujas de vidrio que se rompían en los techos, o llegaban en olas transparentes contra las ventanas, y cada casa era una nave que difícilmente llegaba a puerto en aquel océano de invierno.” (Confieso, 24)
Para uno y otro, el espacio geográfico que habitaron durante la infancia será siempre memoria viva, ya hermana, amiga, madre o compañera de juegos y secretos. Para una, la sequedad y luminosidad de las montañas y lo roqueríos; para el otro, la incesante y primorosa lluvia del sur que lo enverdece todo. Del mismo modo, ambos encontrarán sus mejores juguetes en los objetos que les ofrece la naturaleza. Lucila de María encontrará entretención y solaz con los árboles, las semillas de frutas, las piedras de formas extrañas.
Yo era una niña triste, una niña huraña. Y mi madre sufría de que su niña no jugara como las otras. Y solía decir que tenía fiebre, cuando en la viña de la casa me encontraba conversando sola con las cepas retorcidas y con un almendro esbelto y fino, (Quezada, 738) Ricardo Eliecer, por su parte, hallará también en la naturaleza una maravilla gloriosa e inusitada:
“La naturaleza allí me daba una especie de embriaguez. Me atraían los pájaros, los escarabajos, los huevos de perdiz. Era milagroso encontrarlos en las quebradas, empavonados, oscuros y relucientes, con un color parecido al cañón de una escopeta. Me asombraba la perfección de los insectos. Recogía las “madres de la culebra.” Con este nombre extravagante se designaba al mayor coleóptero, negro, bruñido y fuerte, el titán de los insectos de Chile.” (Confieso, 26-27)
Sin embargo, los años escolares, serán muy disímiles para ambos niños. En 1900, Lucila ingresa a la Escuela Superior de Niñas de Vicuña para terminar su último curso de preparatoria. Según Jaime Quezada, “Gabriela deja de ser feliz apenas sale de su valle de Elqui. Nadie podrá devolverle la alegría que le robaron”. Y ella misma, lo cuenta con sus propias palabras:
“La directora de la escuela (Adelaida Olivares) era mi madrina y tenía una reputación de santa. Estaba casi ciega y por ello me hacía que yo la acompañara al colegio para no tropezar en la calle. Mi madrina me había puesto para que yo repartiera el papel a las demás alumnas. Yo era tímida y las otras muchachas, audaces, y con un manotón me quitaban siempre más cuadernillos. Resultado, el papel se acabó antes de la mitad del año. Cuando esto ocurrió, me acusaron a mí de habérmelo robado. La directora sabía que mi hermana era profesora y me daba todo el papel que yo quería. ¿Para qué iba yo, entonces, a robarme el papel? Yo que era una niña puro oídos y sin conversación no dije nada, Las otras muchachas me esperaban con los delantales llenos de piedras, que lanzaban contra mí. Aquellos hechos nunca pudieron borrarse de mi mente. Después me quedé un tiempo de vaga en la casa. Me pasaba las horas en el huerto con los árboles, que eran mis amigos.” (Quezada, 740)
Ricardo Eliezer, por su parte, es llevado a Temuco antes de cumplir seis años de edad, para reunirse con su padre, su nueva madre y sus hermanastros. Él mismo recuerda ese hecho de la siguiente manera:
“A la ciudad de Temuco llegué el año 1910. En este año memorable entré al liceo, un vasto caserón con salas destartaladas y subterráneos sombríos. Desde la altura del liceo, en primavera, se divisaba el ondulante y delicioso río Cautín, con sus márgenes pobladas de manzanos silvestres. Nos escapábamos de las clases para meter los pies en el agua fría que corría sobre las piedras blancas.
“Pero el liceo era un terreno de inmensas perspectivas para mis seis años de edad. Todo tenía posibilidad de misterio. Todo tenía posibilidad de misterio. El laboratorio de física, al que no me dejaban entrar, lleno de instrumentos deslumbrantes, de retortas y cubetas. La biblioteca, eternamente cerrada. Los hijos de los pioneros no gustaban de la sabiduría…” (Confieso, 29-30)
Lucila crece en una zona tradicional y conservadora en la que todo parece haber sido igual desde siempre, como las montañas y las rocas. Y de ese modo, al llegar a la escuela de Vicuña no hace amigas. Ricardo Eliezer, por su parte, llega a una zona que recién empieza a poblarse (o a repoblarse), llena de pioneros e hijos de pioneros venidos de los más diversos lugares del mundo. Todo le resulta nuevo y asombroso, y, además, tendrá un compañero de curso llamado Gilberto Concha Riffo, que más tarde adoptará el poético nombre de Juvencio Valle, con quien iniciará una amistad que los acompañará por toda la vida.
Diez años más tarde, en el año 1920, ocurrirá el primer encuentro de la ya conocida poetisa y educadora Gabriela Mistral con el adolescente Ricardo Eliezer Neftalí Reyes Basoalto, cuando en el mes de abril, es designada Directora y Profesora de Castellano del Liceo de Niñas de Temuco. Ricardo Eliezer, que ya escribe versos y los publica en el diario local, es alumno del Liceo de Hombres de esa misma ciudad, se entera de la llegada de la poetisa y comienza a visitarla para mostrarle sus primeros poemas. Gabriela le prestará libros, estimulará su trabajo creativo, y le dará a conocer la obra de los novelistas rusos. Ésa será la primera vez que se encuentran, pero la vida los volverá a reunir y conectar numerosas veces en el resto de sus vidas.