Al asomar el siglo XIX parecía haber muy poco en común entre chilotes y chilenos. Habían vivido escindidos los unos de los otros por más de 200 años. Primero por la ultramarina distancia y por separarlos la terca presencia de la “nación” araucana, y segundo, porque desde 1768 el Archipiélago pasó a depender del Virreinato del Perú. Aislados, casi como sitiados, diseñaron los chilotes su propio mundo lejos de todo contacto, dibujando el perfil de una existencia original que se conciliaba muy bien con una mentalidad española que parecía haberse quedado fijada en su etapa fundante del siglo XVI; así el hombre chilote ya tiene una identidad propia en el siglo XVIII. Y con esas ataduras histórico-culturales miraban los acontecimientos externos que de tarde en tarde hacían llegar sus ecos hasta las islas, como la noticia de la invasión napoleónica a España y lo que en Chiloé se consideró como sacrílego cautiverio de Fernando Séptimo. Con el mismo prisma monárquico miraron y juzgaron los sucesos posteriores protagonizados por los separatistas de América y Chile ya que se desconocían mayoritariamente las ideas de independencias. Y así también aquella frontera lejana, pobre y desatendida decidió poner a todos sus hombres en armas para defender los derechos reales, ajena, como estaba, a la novísimas e irreverentes ideas políticas revolucionarias que ya circulaban por el Nuevo Mundo y se extendían en la zona central del Reino de Chile. De esta manera, la mentalidad político-social imperante en Chiloé, era de un apoyo fervoroso al sistema monárquico y a su Rey como la única ideología vigente y conocida en el mundo isleño.
Al momento de comenzar los movimientos independentistas Chiloé era Plaza Fuerte al mando de un gobernador político-militar, como lo venía siendo desde los albores del Período Indiano. Y, aunque los mismos vecinos de Castro calificaban a Chiloé como una de las provincias “más infelices que contienen los dilatados dominios de V. Magestad”, se enorgullecían de ser los más fieles vasallos del rey. Sociedad pobre y rústica era, no obstante, al decir de Encina, una de las más militarizadas del Reino de Chile con sus dos guarniciones de infantería y caballería con asiento en Calbuco y San Carlos de Chiloé, respectivamente, y una compañía de Artillería que atendía los fuertes y baterías, sitios casi todos en el Canal de Chacao para opósito de las siempre anunciadas invasiones. Era, en jerarquía, la quinta fuerza del virreinato con 395 soldados pagados por el “situado” que se remitía desde Lima, sin contar los 2.000 milicianos que por ser “numeristas”, servían a su costa, y concentrados principalmente en la jurisdicción de Castro, divididos como aquellos en compañías de infantería y caballería.
Esta “gente de guerra” estuvo inactiva durante todo el siglo XVIII, pero atenta a los conatos de invasiones inglesas. Por lo mismo nunca se pudo probar su capacidad militar, siendo muy controvertidos los juicios sobre ella, especialmente a fines de aquel siglo, en momentos que se acentuaba la preocupación del Virrey por enviar a Chiloé ingenieros y jefes militares a ponerse bajo las órdenes del Gobernador que al mismo tiempo era Comandante General de las Fuerzas, por remitir armas y municiones, por construir o reparar fuertes, por entrenar y disciplinar a soldados y milicianos, etc., y así poner en buena situación militar a la provincia insular, como efectivamente estaba cuando la propagación de la revolución independentista de Chile se extendió hasta sus propias fronteras al capturar los insurgentes al Gobernador de Valdivia Alejandro Eagar, a imitación de lo que habían hecho con las autoridades constituidas en Santiago y Concepción. Desde entonces las acciones militares acompañaron la vida de los chilotes fuera y dentro de la isla durante los catorce años que corren entre 1812 y 1826.
Comenzó en 1812, dice el cabildo de Castro cuando “en lo más riguroso del invierno expedicionó sus soldados, que por un camino el más intricando y trabajoso lograron sorprender a Osorno en el mes de junio… y someterla a la debida subordinación de V. Majestad, y pasando de allí inmediatamente a Valdivia ocuparon igualmente esta Plaza poniendo a ambas a disposición del Exmo. Sr. Virrey del Perú”. Al año siguiente las fuerzas chilotas ascendían a 1.400 soldados, 900 de los cuales eran de línea, base de lo que será el ejército realista que el virrey Abascal encargó formar al brigadier Antonio Pareja, quien zarpó desde El Callao el 12 de diciembre de 1812 con 50 soldados, algunos oficiales y 25.000 pesos en dinero y vestuario.
Pareja desembarcó en San Carlos de Chiloé el 18 de enero de 1813 revestido de todas las facultades para organizar la tropa reglada y milicias, echar mano de los 160.000 pesos que guardaban las Cajas Reales y allegar aportes particulares que ascendieron a otros 9.000 pesos. Pudo contar con la importante colaboración de Juan Tomás de Vergara, del Gobernador Ignacio Justis, y del Padre Javier Venegas en la organización del ejército que incluía, además, 200 indios, y cuyos jefes fueron desde entonces los tenientes José Hurtado y José Rodríguez Ballesteros, ascendidos por Pareja a sargentos mayores, además del Padre Javier Venegas que, a pedido de los soldados, embarcó como capellán.
Los 1.400 soldados y milicianos, regularmente armados y vestidos formaron tres divisiones: el “Batallón Veterano de San Carlos”, el “Cuerpo de Milicianos de Castro” y la “Brigada de Artillería” con 120 artilleros y 8 cañones, con las que el brigadier zarpó a Valdivia donde elevó a 600 hombres el “Batallón de Infantería” de aquella Plaza, y otros 100 hombres de la “Brigada de Artillería” con 12 cañones de campaña completando así un ejército de 2.070 hombres entre chilotes y valdivianos divididos en los mismos tres cuerpos con 6 cañones cada uno. El objetivo era tomar la ciudad de Concepción y no otro, como se dijo al momento de zarpar, para defender los derechos reales y “redimir al pueblo chileno”, como arengaba Pareja, mientras el Cabildo de Castro se refería a las Juntas americanas como “Juntas perversas” que atentaban contra la “sagrada persona de su Majestad”, entonces cautivo por Bonaparte, a quien llamaban “sacrílego tirano”, y acusaban a Chile de haberse separado “de los más sagrados deberes negando a V. Majestad la obediencia que le había jurado”.
Así comenzaban las acciones de los chilotes en Chile. La expedición desembarcó en San Vicente el 26 de marzo de 1813 sin encontrar mucha resistencia, y luego avanzaron a Talcahuano donde los insurgente comandados por Ramón Freire y Ramón González Navia se vieron abrumados por el número de realistas. Luego González Navia se pasó al bando de Pareja con toda su gente engrosando la tropa y elevándola a 2.850 hombres que llegaron a ser 3.000 con la incorporación de algunos milicianos de Concepción. Con la toma de esta ciudad, los chilotes sintieron haber cumplido con las razones de su movilización y esperaban regresar a la Provincia.
Pero el plan era otro: avanzar sobre Chillán, ahora al mando de los nuevos jefes Juan Francisco Sánchez, Ildefonso Elorreaga, Antonio de Quintanilla y Luis Urrejola. En Chillán se incorporaron otros 2.000 milicianos que hicieron subir el ejército a 5.000 hombres en tres divisiones, una de las cuales mandaba Ballesteros. Desde Chillán avanzaron sin mucha oposición hasta Linares el 24 de abril de 1813, pero para entonces ya los chilotes se sentían traicionados en sus objetivos primeros, e incómodos en medio de un gentío de chilenos que formaban las fuerzas realistas de Pareja y a quienes miraban con desconfianza.
Más tarde vinieron las confusas acciones de Yerbas Buenas, luego de lo cual marcharon sobre el Maule. Esta última decisión de Pareja hizo meditar a los isleños que miraban con creciente recelo a sus ocasionales compañeros chilenos. Veían traiciones por todas partes, excepto de los valdivianos. Entonces el “Batallón de Voluntarios de Castro” se negó a pasar el Maule, y la misma actitud tomó el “Batallón Veterano de San Carlos de Chiloé” bajo el argumento que la razón de la campaña había sido rendir a los insurgentes de Concepción y no más que eso. Había desconfianza. Quintanilla dice en sus Memorias que en la Sorpresa de Yerbas Buenas murió Juan Tomás de Vergara y que los chilotes creyeron ver a los propios realistas chilenos detrás de este episodio, apoderándose “tal desconfianza de los soldados… y particularmente de los chilotes que ya no veían en todos lo que no eran puramente chilotes, sino enemigos; todo lo llamaban venta y traición. Creyeron que la sorpresa se había efectuado por inteligencia con los patriotas… y empezaron a manifestar sus deseos de volver a su país”. Las aprehensiones chilotes se corroboraron cuando los milicianos de Concepción y Chillán, aprovechando la circunstancia, comenzaron a huir, fugándose cuerpos enteros con sus jefes y oficiales, ante lo cual el brigadier Pareja tuvo que replegarse a Linares con sólo 2.000 hombres, todos chilotes y valdivianos.
Mientras tanto la vida en Chiloé giraba en función de la guerra. Millar y medio de insulares en las campañas de Chile significaba que la mitad de las tres mil familias que había en la Provincia tenían esposos o hijos combatiendo. Rezos y plegarias. La vida como en suspenso a la espera de noticias, y al trabajo, para sostener al ejército. Se reunía dinero; también en Valdivia. El bergantín “Potrillo” zarpó de El Callao a Chiloé desde donde retornó a Arauco en noviembre de 1813 con 8.000 pesos recaudados en la empobrecida Provincia que pudo formar, además, un nuevo batallón de 600 hombres organizado en la Isla por el coronel Manuel Montoya y Ramón Jiménez Navia y embarcado en los buques “Trinidad” y “Dolores” el 14 de enero de 1814. Montoya iba de Comandante. Lo secundaban el capitán Manuel Martínez, los oficiales Manuel Cárdenas, Elías Andrés Guerrero, José Marchan, Federico Vera, Lorenzo Reyes, Basilio Andrade, Manuel Vargas y el cirujano Antonio León, para incrementar el número de “defensores del rey” que ya habían sobrepasado la línea del Maule el 1º de agosto con el “Batallón Chiloé” con 2 cañones, y con 60 hombres de caballería del “Valdivia” con 4 cañones, ambos al mando de Ildefonso Elorreaga.
El brigadier Pareja había fallecido de neumonía en Chillán; los chilotes se habían endurecido y obtenían experiencia bélica con el uso de las armas en los reiterados combates y encuentros en la región del Maule, y el sitio de Chillán había dado ocasión a no pocas heroicidades chilotas. Se sucedían los elogios de los jefes y se acababan los temores primeros de estar en tierra extraña, al tiempo que se alentaban con la llegada del nuevo batallón isleño y se estimulaban con palabras y juicios que la opinión pública de Chiloé emitía sobre ellos.
El sitio de Chillán significó también la exteriorización del mayor encono de los chilenos hacia los chilotes. En una proclama contra los isleños o “soldados del enemigo”, se dice: “¡Hasta cuando, oh fraticidas, provocareis nuestra tolerancia! Cuáles serán los límites de vuestras sanguinarias intenciones que no os mueven a desistir de tantos crímenes la espada de la justicia que amenaza vuestros cuellos, no la inocente sangre chilena derramada con sediento furor, ni la triste desolación del patrio suelo saqueado por vuestra desenfrenada codicia. ¿Cómo os habéis olvidado que sois chilenos hermanos nuestros de una misma patria y religión y que debéis ser libres a pesar de los tiranos que os engañan?… Ea, pues, ya la patria no puede ni debe tolerar tanta malidicencia. Seis mil valientes guerreros se acercan a las murallas del rebelde Chillán… ¡Chilotes!. Ya confesáis vuestro alucinamiento y que fuisteis conducidos a Chile a destruir la religión santa de vuestros padres y a verter la sangre de hombres libres y cristianos. Cada uno de vosotros que con armas se pase a las banderas de la patria, para aliviar vuestras miserias tendréis 50 pesos y seréis conducido a vuestros hogares, o si queréis gozar de nuestra suspirada libertad, elegiréis otro destino”.
Pero, mucho más justa era para la Provincia la causa realista, y cada chilote daba prueba de ello en los campos de batalla. Precisamente por su fidelidad al rey fue que Abascal solicitó a Mariano Osorio, el nuevo jefe de las fuerzas reales después de Gabino Gainza, remitir al Perú la tropa más granada refiriéndose a “Talaveres” y chilotes para reforzar el ejército peruano que se veía sobrepasado por los insurgentes en Alto Perú. Allí concurrieron los soldados y milicianos chilotes a defender las fuerzas realistas, en una muestra de lealtad extraordinaria, alejados absolutamente de su entorno vital geográfico, social y cultural.
Para entonces, era 1814, y ya se estaba a la vista de Rancagua aprestándose para el asalto, lo que se verificó con todas las fuerzas y entre ellas el “Batallón Chiloé” con cuatro cañones al mando de Manuel Montoya, y los batallones de Castro y Concepción al mando del ahora coronel José de Ballesteros. La victoria realista -”Desastre de Rancagua” lo llamaron los patriotas-, significó que de los 1.750 insurgentes hubo 600 muertos, 400 heridos y 350 prisioneros, según Barros Arana, mientras que Encina precisa que se salvaron sólo 400 patriotas con pérdida de todos los cañones y casi todos los fusiles. En el bando realista no fueron menos las pérdidas, pues hubo 700 bajas entre muertos y heridos. Y así se llegó a Santiago y se tomó control del país poniendo al Reino bajo la obediencia nuevamente de la Corona española, cuando los pocos patriotas buscaban refugio en Mendoza mientras Quintanilla y Elorreaga se acantonaban en Los Andes para enviar piquetes de soldados a los pasos cordilleranos por donde se temía que Carrera se aventurara a hostilizar desde el Este. En una escaramusa, Quintanilla al mando de 400 fusileros batió a 200 patriotas causándoles 36 bajas.
Los chilotes en Santiago se sentían vencedores y no lo ocultaban, como no podía ocultarlo el Cabildo de Castro. Oficiales y soldados del Batallón Chiloé formaron parte de la guardia del Gobernador, como reconocimiento a su fidelidad y a su comportamiento militar. En 1815 el “Batallón Veterano” estaba lleno de gloria, como lo estaban sus oficiales que entonces eran el teniente Manuel Gómez, el oficial Pedro Antonio Borgoño, el capitán presbítero Nicolás Acuña, el coronel Carlos Oresqui, el oficial Manuel Velásquez, el teniente Ramón Mansilla, los subtenientes Francisco Garrido y Juan Ignacio Pérez, el coronel Juan Huidobro; los oficiales Fermín Pérez y Alejo Vilches, el capitán presbítero José Plaza de los Reyes, el oficial Pedro Téllez, el capitán Manuel Cumplido, el oficial Judas Tadeo Amaral, el capitán Juan de Dios Barrera, en fin, Antonio Joaquín Fernández, Antonio Valverde, Eusebio Téllez, José Alvarado.
Al año siguiente se mencionan entre los oficiales veteranos del Chiloé a Francisco Estela, ayudante mayor, el teniente Juan Marchena, el coronel y sargento mayor José de Ballesteros, el teniente coronel José García Miralles, los oficiales Nicolás Estela, Juan de Dios Gómez, Felipe Abrén, Tomás Gallardo, Buenaventura Bórquez, Francisco Montalva, el coronel Santiago Silva, el capitán Gilberto Díaz, José Ramón Vargas, Nicolás López, el capitán Antonio Parquel y el subteniente Juan Chávez.
La oficialidad recibía los reconocimientos; la prensa los llenaba de elogios; la tropa y el soldado común eran la gente anónima. Con éstos se ganaba o se perdía marcando hitos en la azarosa campaña de Chile. En Chiloé todos podían decir de memoria estos hitos: el ataque y toma de Talcahuano el 27 de marzo de 1813, la batalla de Yerbas Buenas el 28 de abril; la batalla del campo de San Carlos el 15 de mayo, el sitio de Chillán el 3 de agosto, el sitio de Rancagua el 1 y 2 de octubre de 1814, fuente de méritos todos, como lo fue para el subteniente Gerónimo Gómez y, el ingreso a Santiago en formación, en medio de tontas alabanzas, participando así en la restauración de la autoridad española en el Reino de Chile o reconquista.
A ellos se refería la proclama escrita por un soldado chilote del Cuerpo de Artillería de Lima después de restablecidos los derechos reales en Chile. A los militares de Chiloé los llama “reconquistadores del Reino de Chile”, “Patriotas: -dice- el sonoro eco de la vociglera fama, efecto de vuestras leales hazañas, ha penetrado lo más recóndito de mi fiel corazón; poseído del mayor regocijo veo florecer vuestro nombre y eternizarse vuestras acciones en defensa de la justa y santa causa. Este dulce entusiasmo me arrebata a hacer conocer a las naciones el jamás bien loado patriotismo de los valientes chilotes que para mayor gloria se reconocen y nominan vasallos de la brilllante nación española; vosotros, nuevos martes, que la provincia de Chiloé del fértil reino peruano dio para los reparos de los extraviados de Chile, vosotros ocupáis ya el lugar de vuestro mérito en el dosel del heroísmo, pues si paramos un momento a hacer un breve diseño de vuestros trabajos hallaremos con realidad que vuestro patriotismo alcanzó el laurel de reconquistadores a impulso de vuestra fidelidad, el odio que los habitantes de Chile os profesan, lo fragoso de los caminos, la interperie del clima, el corto sueldo, la desnudez y necesidades que habéis pasado son los más fieles garantes que en la historia de los siglos, dando eterno testimonio, dirá cuando casi toda la América deliraba en su soñada independencia, los fieles hijos de la Provincia de Chiloé del pensil peruano, militando bajo la bandera del rey, defendieron la causa de la nación y sujetaron a la española metrópoli a todo el reino de Chile, que dejando las bases del juicio de la lealtad se precipitaba en un horroroso exterminio de si y de sus hijos”. El orgulloso artillero de Lima no omite mencionar a “las heroínas chilotas -que- desposeyéndose de las halajas de su feminil adorno, reduciéndolas a dinero, socorrieron con tres mil pesos fuertes a estos valientes defensores de la española corona”. Termina diciendo que “el segado reino de Chile se llena de terror al oír nombrar a los chilotes”.
Elogios para los vencedores. Siempre ha sido así. “No puedo menos que exponer -dice el virrey del Perú en 1816 en carta al Secretario de Estado Joaquín de Pezuela- que estos isleños… han dado la más completa prueba de su fidelidad al soberano, no sólo conservándose en sus deberes, sino prestándose gustosos para formar la mayor parte del ejército pacificador del Reino de Chile y reforzar el del Alto Perú”. No hubo pueblo, aldea o isla que no contribuyera con sus jóvenes. Refiriéndose a los de Achao, el gobernador Ignacio Justis escribe al virrey destacando “el notorio mérito de aquellos pobladores en estos críticos tiempos con sus acedrada fidelidad y guerras que han sostenido contra los rebeldes de la corona en la vecinas provincia de Valdivia, Osorno y Reino de Chile, que han sojuzgado a fuerza de armas y de heroicidades”.
n 1816 eran ya muchos los caídos en los campos de batalla y los jefes realistas seguían pidiendo refuerzos a Chiloé. Pero la Isla estaba exhausta y necesitaba sus hombres para asegurar una buena defensa ante la posible extensión de la guerra hasta el archipiélago. Por su parte “La Gaceta del Gobierno” destacaba que el ejército realista de Chile era el mejor de la América Española, y así lo reconocen también los historiadores. En 1817 contaba con 4.317 hombres: 2.884 de infantería y 1.233 de caballería, compuesto por 800 efectivos del Batallón de Concepción, 700 del Batallón de Chillán, 420 hombres del Batallón Veterano de Chiloé; 320 del Valdivia, 444 del Talavera y otros 200 valdivianos. Por entonces el Batallón de Voluntarios de Castro se hallaba combatiendo en Alto Perú junto con una parte del Talavera.
Cuando el “Ejército Libertador” formado por patriotas argentinos y chilenos cruzó Los Andes, había 900 soldados realistas en Aconcagua pertenecientes al Talavera, al Veterano de Chiloé, al de Valdivia, una compañía de Húsares y los “carabineros” de Abarcal, todos a las órdenes de Rafael Maroto y Antonio de Quintanilla. Luego se agregaron otros 200 hombres del Batallón Chiloé y 200 del Talavera para dirigirse a Chacabuco donde se concentraron 1.327 realistas. Maroto enfrentó a los patriotas con el Talavera y el “Chiloé” que eran las mejores fuerzas, formando columnas cerradas a izquierda y derecha del cerro Guanaco. A retaguardia puso la caballería. O’Higgins ordenó a Zapiola cargar y con tal ímpetu sobre el “Chiloé” que fue sobrepasado y los realistas vencidos.
Apresuradamente se organizó un nuevo batallón en la Isla para reforzar la disminuida y maltrecha tropa realista. Zarparon 133 hombres, pero sin armas, pues en la Provincia ya no las había. Para entonces el curso de la guerra tomaba otra dirección. Este último y exiguo batallón era sólo un inútil, pero elocuente testimonio del descomunal esfuerzo de los chilotes por la causa del rey. La definitiva derrota realista en Maipú obligó a muchos civiles partidarios del rey a abandonar Santiago para dirigirse a Lima, Valdivia y Chiloé. A estos dos últimos puntos se embarcaron 1.100 personas, un importante número de mujeres entre ellos, para lo cual se habilitó la fragata “Mariana”.
Antonio de Quintanilla también zarpó a Chiloé en la fragata “Palafox”, con el nombramiento de Gobernador y Comandante General de la Provincia. Dice que la encontró “sumamente pobre por la falta de gentes que en diferentes ocasiones habían sido remitidas al Ejército de Chile, y había una porción de viudas y huérfanos de los muchos que habían muerto en la guerra, que quedaban en Chile y servían en el Perú”. La Isla estaba defendida por milicianos que se relevaban periódicamente, al armamento tan escaso que no llegaban a 200 fusiles y casi inútiles, sin dinero en las arcas fiscales y privada de los 60.000 pesos anuales del Situado que por los sucesos de la guerra habían dejado de remitirse.
Quintanilla reorganizó la defensa y formó un batallón; recibió de Lima 200 fusiles, y en un postrer e inusitado esfuerzo remitió a Talcahuano dos compañías para ponerse a las órdenes de Ordoñez que todavía defendía aquel puerto. Mientras tanto ordenaba la construcción de lanchas cañoneras en cada partido de los seis en que se dividía el Archipiélago, y armó la goleta “General Quintanilla” con 4 cañones para practicar el corso con la que obtuvo 296.057 pesos, 7 reales de botín para las arcas fiscales, recursos con los que pagó a los soldados y los vistió. Lo mismo hizo con el bergantín inglés “Lapuy” al que habilitó con bandera y patente de corso con el nombre de “General Valdés”. Este barco apresó a la fragata “Mackenna” con 300 soldados patriotas derrotados en Santa Cruz y que condujo a Chiloé donde fueron distribuidos por el interior para que vivan como pudieran de la hospitalidad de los isleños, aunque causaron más mal que bien hasta que algunos fueron incorporados al ejército y otros pasaron a Valdivia. Hasta entonces la pobre y lejana Chiloé había hecho el mayor esfuerzo en proporción a su población y a sus escasos recursos. En 1819 el Cabildo de Castro expresaba que “esta provincia goza y tiene la singular complacencia de haber sacrificado dos mil hijos suyos para sujetar a la obediencia de Vuestra Majestad un vasto reino que comprende cerca de un millón de habitantes y de haberlo conseguido en sólo veinte meses”. Según el Cabildo hasta entonces habían caído más de 800 chilotes en los campos de batalla, y en defensa de “los sagrados derechos de la persona de Vuestra Majestad”, privándose la Provincia de “más de dos mil hombres útiles”. Y a pesar de la derrota final en Maipú, el orgullo de los vecinos estaba muy en alto por haberse “acreditado -dicen- que cuando se trata de defender los derechos del monarca las tropas de Chiloé son como las mejores del mundo y dignas de los aplausos que les han dado los papeles públicos y de los elogios que hicieron de ellas los cuatro generales que consecutivamente las mandaron”.
Dos mil hombres era un sacrificio desproporcionado en una provincia que contaba con poco más de tres mil familias españolas. Las regiones más populosas del Perú movilizaban menos gente en los años más álgidos, como era 1820. Pisco tenía 900 hombres en armas, Cuzco 500, La Paz 900 y Guayaquil que movilizaba 1.000. Ese mismo año los chilotes del Batallón de Castro seguían combatiendo en Alto Perú, mientras en la Isla había otros 1.000 hombres en armas, de modo que todos los que estaban en edad de pelear, participaron en las guerras entre 1812 y 1826.
Unos chilotes en las sierras andinas, otros en El Callao, cuando la Isla Grande comenzaba a sufrir en su propio suelo los ataques patriotas que inaugurara Cochrane, sin éxito, gracias a la defensa que hizo Quintanilla en la Boca del Canal que protegía el Castillo de Agüi. Luego, la primera campaña de Ramón Freire en 1824 con la victoria de los insulares en el Combate de Mocopulli, lugar cercano a Castro.
Aludiendo a los ataques patriotas a Chiloé, el último jefe español defensor de El Callao, en Perú. José Ramón Rodil en carta al Ministro de Guerra, decía el mismo año 1824: “siempre aquel archipiélago se conservó fiel por nosotros cubriéndose de gloria sus habitantes cuantas veces los atacaron los enemigos”. Pero la suerte de la causa del rey tuvo su definitivo revés, en Ayacucho, al ser derrotados las fuerzas realistas por los patriotas en la postrer batalla de la Independencia en el continente americano. Sin embargo, Chiloé se mantuvo leal a la corona española, resultando su condición de ser el último reducto español. En 1826 un nuevo intento de Freire, tratando de adelantarse a las pretenciones de Simón Bolívar, terminó con la resistencia de la sufrida, empobrecida y agotada provincia de Chiloé, el mismo día que capitulaba el brigadier Rodil en El Callao. Freire atacó con 2.500 hombres cuando los ánimos chilotes estaban abatidos después del descalabro de las fuerzas realistas en todas partes. Quintanilla intentó defender la Isla con el “Batallón Veterano”, la “Compañía de Artillería” con cuatro cañones y 400 milicianos granaderos y lanceros. Sin embargo, las derrotas bélicas de Pudeto y Bellavista provocan la capitulación, pese a la resistencia y esfuerzo de los chilotes. Con el Tratado de Tantauco se puso fin al Período Hispánico en Chiloé, pasando a ser desde entonces, provincia chilena y bajo soberanía del territorio de Chile.
Este justo y digno Tratado, firmado el 19 de enero de 1826, consideraba el respeto y garantías al ejército y pueblo chilote: “sus habitantes gozarán de la igualdad de derechos como ciudadanos chilenos” y “serán respetados inviolablemente los bienes y propiedades de todos los vecinos y habitantes que se hayan actualmente en esta provincia”; entre algunos de sus acápites.
La provincia de Chiloé, tuvo su origen en la ley del 30 de agosto de 1826 integrando así una de las 8 provincias en que se dividía la República; fijándole como Capital la ciudad de Castro. La provincia contó, entonces, con los Departamentos de Ancud, Chacao, Dalcahue, Castro, Chonchi, Carelmapu, Calbuco, Quinchao, Quenac y Lemuy.
No fue poco lo que hicieron los chilotes por la causa de la monarquía. Esta “fidelidad al Rey” convirtió a Chiloé en el bastión más destacado, entregando hombres y recursos para combatir a los patriotas chilenos, peruanos, argentinos en el continente. Barros Arana dice: “Aquella provincia, mal poblada, sustraída al calor y a las pasiones del movimiento revolucionario de la época, hizo entonces mucho más de los que se podía esperar de ella. Presentó más de $ 200.000 para preparar la reconquista de Chile, y en menos de un año puso sobre las armas la vigésima parte de su población… sólo la Francia republicana, en medio del entusiasmo febril de 1792-1793, cuando cubrió sus fronteras con 14 ejércitos, ha hecho un esfuerzo igual…”. Y Mariano Torrente en su “Historia de la Revolución Hispanoamericana” refiriéndose a la defensa de la Isla después de Ayacucho, dice: “Así sucumbió esa famosa llave del Pacífico, en la que fue sostenida la autoridad real hasta mediados de enero de 1826, es decir, trece meses y once días después de la batalla de Ayacucho y hasta el mismo día en que capitularon las fortalezas del Callao. Los servicios que prestaron a la causa española Quintanilla… y los demás jefes, oficiales y soldados, y aún los chilotes en general, no podrán borrarse de la memoria. Nueve años de una guerra penosa y activa, nueve años de continuas privaciones y duros padecimientos, nueve años, en fin, durante los cuales ha quedado bien acrisolada la decisión, bizarría y heroísmo de los jefes peninsulares y la lealtad, constancia y sufrimiento de dichos chilotes, forman el mejor panegírico de todos los individuos que han tenido una parte activa en tan gloriosa defensa”.
El gobierno chileno designó como Intendente de Chiloé al militar José Santiago Aldunate y Toro, quien estuvo a cargo de la administración desde 1826 a 1829. Iniciándose desde entonces un fuerte proceso de “chilenización” de la cultura chilota, dirigida especialmente por intendentes militares durante casi todo el siglo XIX, ordenando y aplicando políticas centralistas, sin comprender la realidad histórica, cultural, política, económica y admistrativa insular.
RODOLFO URBINA BURGOS
Doctor en Historia Profesor de Estado Historia y Geografía
Bachiller en Cs. Sociales. c/m. Historia
Miembro. Sociedad Chilena Historia y Geografía
Miembro. Instituto Histórico de Chile