Tengo el honor y el placer de presentar a ustedes este último libro del investigador de Chiloé Felipe Rodolfo Montiel Vera. En él busca, levanta, recoge, escribe y con ello fija una cantidad importante de información oral sobre procesos poco estudiados en la Historia de Chiloé.
Este es un libro de gran tamaño, de excelente edición, de elegante papel y tipografía en sus 580 páginas, de imprenta Máster Print, editado a mediados de este año 2010.
Es un libro hecho con el corazón. Felipe Montiel Vera, castreño, del Liceo Galvarino Riveros Cárdenas, es profesor de Historia y Geografía por la Universidad de Concepción, título que recibió en 1985. Desde entonces su actividad ha estado centrada en el conocimiento y la difusión de la cultura y la Historia de Chiloé. Es, desde hace más de una década, el director del Museo Municipal de Castro. Pero además de sus actividades en el Museo y como asesor del Consejo de Monumentos Nacionales en sus intereses en Chiloé, se ha dedicado a la investigación, cuyos frutos se pueden ver en dos libros de su autoría, además de la obra en comento. Estos son Los últimos constructores de artilugios de madera en Chiloé, publicado en el año 2003, y De la carpintería de ribera a los artilugios de la muerte, del año 2006, al que se suma el presente, Chiloé, Historias de viajeros, de este año 2010. Entre sus méritos destacan el haber recibido el premio provincial Defensa del Patrimonio Cultural, entregado por la Gobernación de Chiloé.
En este libro demuestra su sensibilidad histórica y su criterio en el cultivo de la disciplina.
Lo que se aborda aquí es el proceso migratorio de los chilotes hacia Magallanes y Patagonia argentina, desde las últimas décadas del siglo XIX y durante la primera mitad del XX, migración que hizo del confín del continente un mundo de contenido chilote. Ni esas tierras australes receptoras, ni el archipiélago de Chiloé, fueron los mismos a raíz de ese proceso de movilidad geográfica. La emigración definitiva o temporal de miles de chilotes, con o sin sus familias, modificaron culturalmente el vasto ámbito patagónico, definido más que por sus nacientes ciudades, por sus numerosas estancias ganaderas, y fueron éstas las tocadas por la impronta isleña, con la esquila, con el lenguaje arcaico que dio sonido a las estancias, con los mitos y la afición a lo sobrenatural.
El territorio de Magallanes y el meridión trasandino necesitaron gente joven, apta para el trabajo duro y sostenido a cambio de un salario que no era posible en Chiloé. El medio rural chilote estaba muy deprimido, sobre todo en la década del cincuenta, a causa del tizón de la papa y, como consecuencia, la ruina de la agricultura insular. Este es el período del mayor derrame de población rural y el más acusado descenso de la población total, De los 101.706 habitantes que había en 1940, descendió a 100.687 en 1952 y a 99.211 en 1960. La emigración afectó significativamente la vida en los archipiélagos del Mar Interior, pero, eso sí, no detuvo el crecimiento de las ciudades de Ancud y Castro, beneficiadas por la migración interna. Castro, por ejemplo, se incrementó en un 42% entre1940 y 1952 y en un 11% entre 1952 y 1960, a pesar de las escasas posibilidades de trabajo por inexistencia de industrias.
El período está marcado, además, por una notoria desproporción de sexos, con más mujeres que hombres. Estos abandonaban la provincia entre los 18 y 40 años de edad, cuando eran laboralmente más productivos. Con ellos se beneficiaba la economía del extremo sur de Chile y Argentina. Así, Magallanes, la provincia de Aysén y Santa Cruz, en Argentina, tuvieron efectos negativos en el devenir demográfico de Chiloé. El gobierno fue indiferente a la diáspora chilota y a la isla de Chiloé, como si fueran realidades inexistentes.
La historiografía nacional no se ha ocupado suficientemente de la migración constante de los chilotes en tierras patagónicas, y mucho menos de la migración llamada “golondrina” o temporal, a pesar de ser un episodio fundamental para el conocimiento de la Historia no sólo de Chiloé, sino de Magallanes y de Aysén. Esas regiones australes fueron horizontes de expansión rodeados de un imaginario positivo que en la práctica ayudaron a sostener desde temprano la débil economía del archipiélago.
En términos de población, territorio, economía y cultura estas tres regiones de Chiloé, Aysén y Magallanes deben entenderse como un todo por constituir la frontera austral de Chile, cuyo punto de partida del proceso colonizador está fijado en la fundación del fuerte Bulnes, en 1843. Antes, en el período colonial, la corona española se había proyectado desde Chiloé a la Trapananda o Aysén y al Estrecho, siendo éstas fronteras naturales por ser barreras geográficas, pero de valor geopolítico por su importancia estratégica, aunque aún sin población colonizadora permanente, como una “frontera móvil”, sin presencia continua pero sí patrullajes con fines misionales, defensivos, estratégicos y exploratorios.
Móvil ha sido también la presencia más reciente, de la primera mitad del siglo XX, de los chilotes patagones que cuentan sus vivencias personales en este, tan rico en información, libro de Montiel.
Chilotes migrantes los hubo, y los hay en todas partes de Chile y en el extranjero. Este libro se ocupa preferentemente del chilote patagón permanente o temporal, tema que ha sido estudiado por Mateo Martinic para el caso de Magallanes, y por Lelio Mármora para Comodoro Rivadavia, entre otros, pero también del chilote salitrero y del chilote guaitequero, donde destacan las faenas de cipresero; lobero de las Guaitecas y del archipiélago de los Chonos; tripulante, piloto o patrón, o comerciante en embarcaciones que abastecían a la naciente Aysén; minero de oro en Cucao y otras playas, o del carbón en Río Turbio; rozador del bosque en Llanquihue, todo lo cual - creo yo - reclama estudios específicos.
Este libro tiene una particularidad que lo hace diferente de cuanto se ha escrito sobre el tema: son testimonios orales de hombres que en distintos tiempos han estado trabajando fuera de Chiloé, o en “el interior” del archipiélago, como peones, pero principalmente en las estancias. Se trata de, según las entrevistas de Montiel, hombres en su mayoría rurales, de pueblos, aldeas y lugares, y pocos son los urbanos de Ancud o Castro. Fueron una generación campesina de los años cuarenta y cincuenta que salió tras un salario: aquí se ofrece el testimonio de 59 de ellos.
Con los relatos de sus mismos protagonistas, este libro pone de manifiesto las posibilidades que ofrece el estudio de la historia social y cultural de Chiloé y de Magallanes. La emigración chilota habla de un Chiloé deprimido y de una región magallánica - pampa plana en contraste con las onduladas y boscosas islas - esperando recibir inmigrantes permanentes o “golondrinas”. La estancia ganadera, rica en ocupaciones, ofrecía una amplia gama de trabajos menores, como esquilador, cocinero de esquila, puestero de estancia, ovejero, domador, zepelinero o playero, ocupaciones vívidamente descritas por sus propios protagonistas.
El impulso por salir al sur era como un atavismo que seguía los pasos de sus mayores. Unos iban en comparsa, como se decía, otros sin más compañía que Dios. José del Carmen Gómez, de 73 años, oriundo de Rahue, en Chonchi, dice que fue aventurero. Salió de Castro “a buscar la vida”, porque “en ese tiempo había pobreza”. Recuerda que “se fue con unas cuantas pilchas en una bolsa de caña, de esas de quintal, tipo saco harinero”. Se fue hasta Puerto Aysén en la cubierta de un barco, sin nada que comer y mirando lo que comían los otros, porque esos que se iban a la esquila [en comparsa] llevaban de todo para comer” (p. 284). José del Carmen Gómez no iba en comparsa, era de los que llamaban “sueltos”, es decir, buscadores de vida y sin parientes en el sur, o “ambulantes en la pampa abierta”, como recuerda también Alfonso Pérez, chonchino de Tara (p. 297).
Llama la atención la importancia de los parentescos y las amistades, la solidaridad regional y la identidad chilota en el proceso migratorio. Los que hallaban trabajo estable llamaban a sus hermanos, hijos y parientes. Los que se iban a la aventura llevaban una dirección, como primer contacto y orientación en Punta Arenas. Recoge el libro las percepciones o imágenes que los propios entrevistados conservan de los lugares adonde llegaban, así como el cruce del golfo de Penas, ¿qué impresiones se tenía de Punta Arenas o Ushuaia?, ¿cómo era el viaje al sur a bordo de esos barcos con nombres tan familiares para los chilotes? Desde Punta Arenas se iba a Porvenir, o a Puerto Natales, donde había un importante número de chilotes. Desde allí a Río Turbio a trabajar en la minas de carbón o a las estancias ganaderas donde había parientes o coterráneos que lo ayudaban a incorporarse al trabajo. Cuando se viajaba en comparsa, se unía gente con experiencia, con algunos viajes anteriores: esquiladores, prenseros, velloneros, escoberos, cocineros, playeros, meseros. Cada uno llevaba sus pilchas: frazadas, a veces un colchón, sabanillas y la bolsa con la comida para el viaje: carne de cerdo ahumada, gallina cocida, chicha, y por supuesto, harina tostada
Pasar del campo a la ciudad era un cambio abismal. José Ojeda de 70 años, nacido en Curaco de Vélez, recuerda que se fue a Punta Arenas en el vapor “Puyehue” en 1954, dice: cuando uno llega por primera vez se sorprende, porque Punta Arenas era “una tremenda ciudad con movimiento de vehículos, luz eléctrica y todo el pueblo iluminado, uno como que se encontraba raro, pero como uno llegaba siempre donde familiares allá, le iban conversando y uno se iba orientando y al final se acostumbraba” (p. 437).
En los relatos no están ausentes los detalles de la vida en las estancias argentinas: cómo se hacía jinete, el conocimiento de los caballos y sus aperos, tema que sorprendería a los especialistas en la vida del gauchaje meridional: el arte de enseñar a los perros a rodear piños; la caza del ñandú, del zorro, del chingue. Están contenidas las referencias a la jornada de trabajo, las comidas, el descanso y los pasatiempos, la cama a la intemperie con pellejos de oveja; las bajadas al pueblo y las cantinas; los salarios, los ahorros, y los envíos de dinero a la familia. Si algo se destaca es la solidaridad entre los chilotes y las relaciones con los patrones gringos; y, a pesar de la humildad del isleño, los chilotes sobresalían por el cumplimiento, el esfuerzo descomunal y la honradez.
El autor ha querido formar un corpus documental del viajero chilote, de modo que sirva de fuente para futuros estudios que lleven a una mejor comprensión de lo que se ha llamado “la diáspora chilota”. Por la naturaleza de la información y por la forma en que está presentada, lo aquí recogido es del más alto interés para el historiador. La microhistoria puede encontrar en esta obra una valiosa cantera, lo mismo que para el conocimiento de la cultura material en las estancias ganaderas, que es otra veta interesante. Así, cobran importancia las herramientas para el trabajo en las estancias de la oveja, así como en las salitreras del norte del país, la vestimenta y las formas para protegerse del viento, la lluvia, el sol o la nieve, la manera de movilizarse montado, de comer, de dormir, de relacionarse, todo lo cual da cuenta de la enorme riqueza relativa a cultura material desarrollada o incorporada por los chilotes migrantes, y la cultura inmaterial asociada a ella. En este punto, cabe destacar el gran acierto del autor al incluir un glosario de términos, tal como lo hizo en otro de sus libros de la misma naturaleza: Los últimos constructores de artilugios de madera en Chiloé, publicado el 2006.
De los 59 testimonios de que se compone este libro, muchos de los viajeros se desplazaron por distintas regiones de Chile: estuvieron en el Norte Grande, en la ballenera de Quintay, de obrero portuario en Valparaíso, en las faenas del lino en Osorno; o en las Guaitecas, o en Aysén y Coyhaique, aunque lo que más se recuerda son las estancias australes. Todos los entrevistados sabían leer y escribir cuando salieron de Chiloé. Habían cursado las preparatorias hasta 4º año o hasta 6º. Terminada la escuela, recuerda Braulio Hernández, de Queilen, 93 años “de acá uno salía triste y tímido” y al cabo de unos años “volvía hecho un hombre de plata que traía su billete” (p. 123).
Algunos era itinerantes: iban a la esquila en octubre-noviembre y regresaban en marzo-abril para volver a salir al año siguiente. Otros se quedaban en el sur, se hacían gauchos y sólo regresaron en la vejez. Se dice que el chilote siempre regresa al terruño. Volvían con algunas costumbres patagónicas: el mate amargo, el juego del truco, pantalones bombachos, boina, botas acordonadas, pañuelo al cuello, campera y hablando che. Este era un modo de presentarse en Chiloé y ostentar “ser andado”. Cuando Felipe Montiel los entrevistó recordaban con nostalgia sus años de juventud, de pobreza y de esfuerzo. Comparan sus tiempos con los tiempos actuales (las entrevistas se hicieron cuando la industria salmonera estaba pujante, antes del virus) y reconocen que hoy los niños van a la escuela con zapatos, reciben el almuerzo que les da el Estado y que cuando llega el momento de ganarse la vida, tienen el trabajo en el mismo Chiloé sin necesidad de abandonar la isla.
Es justo subrayar el esfuerzo del autor al realizar personalmente semejante número de entrevistas, recorriendo todos los rincones de Chiloé para tener largas horas de conversación y grabación, y otras tantas de transcripción. Todo esto está consignado en este libro que recoge íntegramente y sin modificación lo relatado por 59 viajeros chilotes de mediados del siglo XX. Es un mérito de Felipe Montiel, historiador “en terreno”, que se haya empeñado en ofrecer al público interesado textualmente los recuerdos, con el mismo vocabulario propio de la cultura insular, ofreciendo los relatos puros de tal manera que puedan ser utilizados por futuros investigadores. El autor quiso que los documentos hablen por sí mismos sin someterlos a la crítica histórica. La idea era exponer los recuerdos tal cual son. Por eso decimos que esta publicación permite conocer un enorme cúmulo de información oral, ahora escrita, y muy valiosa, como lo son los recuerdos del hombre que en el ocaso de su vida da testimonios de cómo se hizo “viajero” en la Patagonia continental e insular, y con ello abre la puerta a aspectos inéditos de un período histórico en que cobra importancia la “pequeña historia”.
El contenido de este libro incluye, además de las entrevistas, noticias de cinco periódicos y extractos de la correspondencia entre la gobernación de Chiloé y la de Magallanes en los temas de Demografía y Colonización, Transporte y Comunicación, Economía y desarrollo local. No están ausentes las noticias sobre la Huelga de 1921 en Patagonia, así como organizaciones y movimiento sindical. Consta, además, de una introducción fundada en bibliografía y fuentes sobre las motivaciones y circunstancias de la emigración de los chilotes a Magallanes y los movimientos estacionales dentro del mismo archipiélago, a Llanquihue, a Guaitecas, por razones de trabajo. A esto siguen las 59 entrevistas a chilotes, todos varones, de una edad promedio de 80 años. El libro concluye con una Reflexión Final seguida de un Apéndice Documental, Glosario y Bibliografía, todo lo cual hace de éste un libro interesante, escrito con honestidad, que creemos servirá de ejemplo a otros historiadores de Chiloé y de otras regiones del país para que se animen a apreciar el valor del relato oral.
Gracias a Felipe Montiel podemos contar con este libro testimonial de una generación de chilotes que tiene entre 70 y 90 años. Es un conjunto de relatos sencillos, de gente de vidas mínimas de hasta ahora anónimas. Este libro saca a la luz nombres y apellidos, lugares, afectos y sensibilidades. Las historias de vida están relatadas tal como suena el habla regional con sus viejos términos que el autor no ha querido alterar.
Con fuentes como éstas ya se puede revisar la Historia austral. El jornalero adquiere protagonismo porque Felipe Montiel se ha empeñado en “rescatar la palabra del viajero” y el ambiente de mediados del siglo XX en la “América Destemplada”, como la ha llamado José Zorilla.
María Ximena Urbina Carrasco
Dra. en Historia, Instituto de Historia.
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso