La periodista Sra. Rina Cárdenas, me había aconsejado que si visitaba Quemchi tenía que ir a la Isla de los Muertos, y agregó “que no podía dejar de conocer ese paraje”. A causa de la búsqueda de María Leginia, una joven adolescente fotografiada por el fotógrafo norteamericano Milton Rogovin en 1967, debí dirigirme a Choen, al sur de Quemchi y en el trayecto divisé desde el camino la pequeña isla de Aucar, llamada también la Isla de los Muertos y a la que el escritor chilote Francisco Coloane había rebautizado como “La Isla de las almas navegantes”.
En efecto, Coloane había nacido en Huite, un oscuro lugarejo situado en la costa interior de Chiloé, en el extremo norte de la boca del estero de Tubildad y desde niño escuchó las más interesantes historias de naufragios, cacerías de lobos, ballenas, chungungos, asaltos a buques extranjeros en los desolados parajes de las islas Guaitecas, historias de tesoros enterrados en cavernas, las espeluznantes correrías y asesinatos atribuidos a Pedro María Ñancúpel, todas las cuales se mezclaban con los seres mitológicos que una vez que cae la noche comienzan a poblar los territorios del archipiélago para terror de sus habitantes. Historia que habían nutrido sus escritos.
Coloane conocía todos los parajes cercanos a Quemchi porque allí vivió su infancia y parte de su juventud temprana. También conoció la isla Aucar sobre la que escribió no pocas páginas en sus innumerables escritos. Por esos motivos me interesó visitar esta misteriosa isla, recorrer sus senderos en medio de las tumbas, atisbar el interior de la iglesia que allí se eleva por sobre los matorrales y árboles nativos que la circundan y escuchar todo tipo de ruidos provocados por las aves que al atardecer suelen venir a esta isla a pernoctar completamente seguras de que las almas de los muertos que allí residen no van a venir a interrumpir sus plácidos sueños. Por esos motivos decidí caminar los tres kilómetros y medio que distan entre las últimas casas del pueblo de Quemchi y la misteriosa isla un agradable día de agosto calculando que el atardecer y la penumbra me encontrarían medio a medio en aquella isla y poder así palpar en carne propia ese extraño placer que deriva de la mezcla entre el misterio, el silencio y la penumbra o la oscuridad en medio de las tumbas del cementerio y de la silenciosa iglesia que domina la isla.
En efecto, Aucar: llamada también la Isla de los Muertos, se encuentra separada de la isla grande de Chiloé tan sólo por una estrecha playa de unos 500 metros, playa que servía de camino en años pasados para los cortejos fúnebres de los lugareños sólo en la “bajamar”, pero el camino se cortaba indefectiblemente cuando había marea alta. Por ese motivo, los deudos debían esperar que la playa se descubra para transitar por el pasadizo natural hacia la isla y llevar solemnemente en andas al difunto presidido por el sacerdote que era el único que tenía la llave de la iglesia lo cual le daba cierta superioridad entre las sencillas almas de los chilotes. El sacerdote, provisto de todos los abalorios de la liturgia, era acompañado por dos monaguillos que movían rítmicamente los receptáculos del incienso, llenando de un humo de aromas extraños al común de los mortales, cuya nube nauseabunda envolvía rápidamente a la comitiva de los dolientes y amigos del difunto. Los cánticos religiosos a los que los chilotes somos tan proclives por escucharlos y cantarlos desde pequeños en cada una de las fechas religiosas católicas, se dicen y se cantan con fervor pocas veces vistos y escuchados en los territorios de América como se le escuchaba y se le escucha hoy en día en Chiloé, desde los antiguos tiempos de los padres jesuitas.
Así, ver transitar la mencionada comitiva de personas presididos por el sacerdote, los monaguillos y el féretro adentrándose a aquella playa que dejaba el camino amplio para alcanzar la isla de Aucar en medio de cánticos y plegarias, debe haber sido una imagen sobrecogedora para esas gentes sencillas y una visión inolvidable por el sentido y contenido del sentimiento ante la muerte.
No sé si desgraciadamente o felizmente esta sacra costumbre llegó a su fin cuando uno de los alcaldes y su preclaro concejo decidió poner fin a la espera de la marea y ordenó erigir una pasarela de 500 metros que comunica ambas orillas, la de la isla de Chiloé y la de la isletilla de Aucar, por medio de la cual se alcanzaría dicha isla aunque la marea se encuentre alta.
La pasarela es una maravilla estética. En efecto, está fabricada con maderas nativas de rojizo color y erigida sobre postes de luma, madera que ha demostrado poseer una gran resistencia a la acción de las aguas y a la putrefacción como también al ataque de la broma. Y ésta maravilla ha permitido llevar en andas a numerosos difuntos de las inmediaciones hasta su última morada en esta Tierra. Pero no todo puede ser perfecto. A poco andar por este recorrido me encontré con otro caminante del lugar quien al saber que me dirigía a la Isla de los Muertos me contó lo siguiente:
“Cuando enfrente a la pasarela, usted encontrará que hay un aviso así de enorme (y me hace un ademán con las manos) en el que se menciona todo lo que costó hacer de nuevo esta pasarela, porque precisamente el último de los difuntos que debía ingresar a esta isla, tuvo su percance…
Verá usted Señor, que cuando la comitiva del muerto iba pasando por la pasarela presidida por el sacerdote y flanqueada por los monaguillos, en medio de los cánticos a plena voz, desgraciadamente había marea alta y cuando eso ocurre se produce una buena corriente en el lugar, tanto en la “subiente” como en la “vaciante”. Así las cosas, cuando el féretro iba en medio de la pasarela, llevado por unos 6 portadores, se sintió un chasquido feo y rudo como de listones cuando se parten y al mismo tiempo una parte de la pasarela se vino abajo con un estrépito notable en medio de la gritería de las mujeres especialmente y frente al estupor del cura y los hombres allí presentes quienes impotentes vieron caer desde la pasarela a varios de los “llevadores” junto con el féretro. ¡Claro! Los que cayeron al agua trataron de agarrarse de cuanto palo había en el mar, hasta lograr abrazarse de los postes que aún estaban de pie y desde allí los que no habían caído al agua trataban de alcanzarles la mano a aquellos que se habían dado un buen chapuzón en el canal, mientras, todos se habían olvidado un poco del muerto. Una señora que estaba en la cola de la comitiva fue la primera que gritó
--- ¡Se va el muerto! ¡Se va el muerto!
Efectivamente al caer al agua el féretro y los llevadores, el cajón de madera bien cerrado con su necrótico contenido se zambulló un poco con la caída pero luego se fue flotando por el canal llevado por la corriente de subiente. Fue entonces cuando las mujeres comenzaron a gritar y a llorar un llanto chilío y lastimero, mientras sorprendidas decían:
--- ¡Se va el muerto! ¡Se va el muerto!
Sin saber a qué atinar, qué hacer para detener la inexorable navegación del difunto que parecía llevar velas “a todo trapo” por la velocidad que adquiría arremolinado por la corriente. El cura, que había quedado en el otro lado de la pasarela tenía una cara de cadáver y unos ojos de huevo frito por el susto que adquirió de repente porque una cosa así de sorpresiva no sabía cómo resolver. Hasta que uno de los hombres que había quedado en la parte de atrás de la comitiva, gritó fuerte:
--- Vayan cabros donde Don Chindo Chiguay o donde Don Belarmino Tureuna Nauto y le piden que echen sus lanchas al mar con la subiente y se vayan a perseguir al difunto …¡Donde lo encuentren!...¡Donde lo encuentren! ¡Vayan rápido mis muchachos! ¡Vayan ligerito! ¡Por favor!
Entonces salieron unos jóvenes a la carrera murmurando ¡Se va el muerto! ¡Se va el muerto! Y así lo hicieron: fueron donde unos lugareños que tenían lanchas y uno de ellos se compadeció del muerto y echó su lancha al mar y salió en busca del cajón flotante hasta que lo encontraron ya “bien el medio” casi llegando al canal que separa Quemchi de la isla Caucahué.
Trajeron al difunto nuevamente y lo llevaron a la isla pero no por la pasarela sino directo a la playa donde lo recogieron unos hombres de buena voluntad y lo llevaron donde estaba ya el cura con todo preparado para iniciar la misa de difunto. Los restantes integrantes de la comitiva pasaron por la parte de la pasarela que no se había venido abajo y finalmente sepultaron al muerto como Dios manda. Eso fue lo que pasó.
El informante se despidió de mí y tomó un atajo hacia su casa. Era ya bien entrada la tarde cuando tomé el caminillo que se desprende del camino principal para conectar con la pasarela. Este caminillo atraviesa un hermoso bosquecillo de arrayanes y otras especies arbóreas nativas y está flanqueado por un riachuelo de unos tres a cuatro metros de anchura que conduce un buen flujo de agua hacia el mar.
Recorro la pasarela y tomo algunas fotografías de la isla, ingreso a ella leyendo todos los avisos. Hay un parque nativo, una iglesia y un cementerio –dicen los avisos-. Impreso sobre madera nativa está el nombre que Coloane le dio a esta isletilla: “La isla de las Almas Navegantes” que es precisamente lo que hizo el último de los difuntos depositados en este brev.e cementerio.