El gran cineasta español Luis Buñuel dice en su libro de memorias “Mi último suspiro” que todas las ceremonias conmemorativas son falaces y peligrosas. Sin embargo, unas páginas más adelante reconoce que había pasado toda su vida entre múltiples contradicciones, sin intentar reducirlas. “Forman parte de mí mismo, de mi ambigüedad natural y adquirida”, señala.
Cuando el doctor Medardo Urbina Burgos propuso a mi familia la realización de un acto en recuerdo de mi padre, lo primero que recordé fueron esas líneas de Buñuel, el director de cine que mi papá más admiró en vida. Al interior del seno familiar surgieron diversas opiniones, y en ese contexto me pregunté si él hubiera estado de acuerdo con la actividad que se realizó el martes pasado en la Sala de Conferencias de la UCSC. Todavía no tengo la respuesta, porque como cualquier ser humano, mi padre era un hombre con dudas y contradicciones.
Sin embargo, hay algunos elementos que inclinan un tanto la balanza. La gestación del reconocimiento nació desde el cariño de un amigo, y alrededor de su producción y factura fue creciendo una corriente de simpatía, afecto y respeto de parte de mucha gente que lo conoció y lo quiso. Por otro lado, mi padre, en su labor periodística y profesional, intentó siempre rescatar a personajes que corrían el riesgo de caer en el olvido o que eran marginados por las contingencias políticas y sociales.
También evocó en un libro la figura y memoria del novelista Daniel Belmar y en su texto “Un siglo de historia: Preservación y cambios en la provincia penquista” intentó rescatar “paisajes y edificios emblemáticos, personajes anónimos y seres cotidianos, como asimismo recoger, en lo posible, aspectos que las miradas oficiales no consideran o desdeñan”. Al momento de su muerte preparaba un libro sobre Alfonso Alcalde y pretendía escribir un estudio sobre Erich Rosenrauch, narrador vienés avecindado en Concepción, quien ha caído, como tantos intelectuales que vinieron antes y vendrán después, en el más absoluto olvido.
Desde esta tribuna doy las gracias a quienes gestionaron y a todos los que se sumaron a este hermoso reconocimiento a mi padre, principalmente al doctor Medardo Urbina Burgos, a la Dirección de Extensión de la Universidad Católica de la Santísima Concepción, y al periodista Adolfo Garrido Contreras, por elaborar un bello video documental sobre mi papá.
De todas maneras, en el íntimo entramado personal, y más allá de cualquier formalidad, creo en la conjuración del olvido, pues lo pasado, de alguna misteriosa forma, sigue viviendo y respirando su propia vida. Por eso estoy seguro de que en algún pliegue del espacio y del tiempo recorro junto a mi padre cuadras y cuadras en un taxi en el verano de 2009, mientras nos dirigimos al Hipódromo de San Isidro, en Buenos Aires. Desde la ventana se ven las verdes y hermosas pistas de entrenamiento y horas más tarde, cuando cae la noche, nos perdemos entre pesebreras fantasmales mientras mis hermanos y mi madre nos buscan. Ahí estamos para siempre y nada, ni mucho menos la muerte, nos puede barrer de ese lugar y arrebatar ese momento.