“… La penuria fue una costra que debía cubrirse de junquillos
cuando el ruido simplemente puede ser lo más cercano al silencio.
El infinito es un niño que sangra la noche con una rama de quila…”
(Bitácora del Cronista)
Los libros de viaje (y Guaitecas lo es) no representan una experiencia nueva en la literatura, en general; ni en la poesía, en particular. Es más, la literatura se ha nutrido y vigorizado con el aporte de muchos escritores que se han dedicado, y hasta hoy se dedican, al registro minucioso de sus periplos por el mundo entero (periplo físico, anímico, escritural).
Lo hizo Marco Polo, Colón lo hizo, los aedas con el gran Homero a la cabeza, se hicieron cargo del viaje; es decir, los escritores que tradicionalmente forman parte de las estaciones de lectura obligatoria en las que hay que detenerse para degustar de un buen libro de viaje, han fijado sus impresiones no solamente a través de la fotografía, sino por medio (y esto es lo interesante para nosotros) de la palabra escrita. Sin embargo, otros escritores y poetas, que no necesariamente efectuaron una travesía con propósitos geográficos o comerciales, poetas y escritores tan disímiles como Jack Kerouac, Constantino Kavafis, André Gide, Ernest Hemingway, y el mismo Jorge Velásquez, se han atrevido a efectuar semejante empresa que posee el doble movimiento de develamiento y recuperación.
Con la escritura de GUAITECAS Jorge Velásquez apuesta duro. Diez años (dice él) le costó estructurar esta expedición poética. Diez años trabajados con la lentitud y la paciencia del artesano, diez años que se traducen en un sobrio, hermoso y bien cuidado libro, de los que ya nos tiene acostumbrados Ediciones Kultrún de Ricardo Mendoza.
Un vigoroso poema denominado Bitácora del cronista, “Postrada en las infinitas fracturas de las cavernas/ Chonia era una isla disipada”…, abre el viaje de cinco estaciones las que a su vez pueden leerse como cinco descansos o puertos, como los que se suele usar para abastecerse de vituallas, agua fresca, arreglar aperos, reponerse del ejercicio continuado y extenuante de la singa.
Las cinco secciones de este libro de poemas de 90 páginas (bastante oneroso para un libro de poemas) se unen a partir de lo que podríamos denominar, arbitrariamente, “La escritura y re-escritura de lo viviente”.
Cuando usamos el concepto de lo viviente no solamente nos referimos a la realidad evidenciable que se conserva en pie, vive, se mueve, evoluciona, etc., sino a todo aquello que tiene la posibilidad de “volver a vivirse” a partir de la práctica de la memoria, de la nostalgia afectiva. En otras palabras, el concepto de “lo viviente” no representa para Jorge Velásquez la visión unívoca y rectilínea que tal concepto alcanza en la hermosa y conmovedora crónica de Gustavo Boldrini, “Raín: el último de los canoeros” en donde los vivientes son hombres solos que viven en lugares solos.
Guaitecas, soporte físico, código poético, cosmovisión, es lo viviente “…Fiordo Elefante es una ladera anclada en el viento/ el mar escurre algas para las rocas/ lentitud y frenesí/ música y torrente/ Semillas florecientes en los peñones/ Frutos tatuados en el ala de un caiquén/ Isla Benjamín, Victoria…”, pero no solamente lo es a la manera de una escenificación donde se puede filmar un documental con todos los feroces detalles de la realidad, es todo lo viviente, desde el momento en que el lenguaje se hace cargo de la realidad histórica, y se dispone a correr la misma suerte que ella (he aquí una marca que creo, aleja esta poética de la marca del lar al que algunos críticos han querido adjudicarle). El lenguaje se cohesionada con la realidad histórica antes de que esta fuera falseada o simplemente convertida en un paisaje de fondo de pantalla, destituido y despojado de sus rasgos más significativos, y convertido en cambio, en el icono sumiso de la postal turística.
Sin embargo, como conozco a Jorge Velásquez desde hace muchos años, como poeta y corrector incansable de sus proyectos escriturales, sé muy bien que este paisaje que cruza con su inmensa humanidad el corpus de GUAITECAS, ha sido recuperado no solamente como una excusa para instalar el lenguaje poético, su lenguaje poético. En modo alguno, el poeta se permitiría esa liviana tentación, pues la convocatoria final de esta urdimbre surcada por las huellas escogidas de una historia oficial que apenas da la cara, y por otra historia menos formal que sí da cuenta de la realidad despojada (incluso de la esperanza más elemental) tiene como propósito la desnudez de la verdad, la palabra en su osamenta “No nos subestimen/ Las condiciones no han cambiado/ aquí la pobreza es un nido apacible/ y la memoria hija predilecta de esta casa./ nadie puede negociar el futuro de sus crías…” O, dicho de otra manera, la presencia de la palabra que se hace paisaje en tanto, dentro de su propio significante entra a defender y sufrir las inclemencias de las trizaduras del paisaje y la historia modernista que lo obvía “…Encallar es una coincidencia en alguna parte de la palabra/ El rumbo se traza con reglas / y ya no existen mitos que prevalezcan sobre la autoridad…”
Por último, Velásquez convoca la raíz de las cenizas de donde es oriundo y acreedor, el mundo de los afectos que se relacionan con su Quenac natal. “…la casa de todos nosotros es nuestra/ -dice Tío Humberto-/ detrás del fogón/ revolviendo la olla con chicha caliente/ para el otro sobrino que no llega…” En suma, el producto de estas convocatorias es lo que los especialistas denominan “el rescate de lo patrimonial”.
Al respecto, alguno de los comentarios que se han efectuado del libro, de manera sesgada y artificial sacan a colación el pretendido hecho de que, tal vez el único mérito de la escritura de GUAITECAS, reside justamente en ello, en el rescate de lo patrimonial, con recursos poéticos sobradamente usados y probadamente conocidos. En otras palabras, un “lenguaje no vanguardista”, “una propuesta poco novedosa”. Esta afirmación que pretende denunciar un supuesto pecado cometido por el poeta respecto del material trabajado, se convierte, dentro del libro, en un gran acierto, pues si es verdad que el libro está escrito con recursos aparentemente sencillos y clásicos, aquello carece de importancia en términos de la profundidad que se le imprime al tema central que estructura este hermoso libro. Debe ser que la poesía escrita en “términos tradicionales” todavía sigue constituyendo un vigoroso instrumento para dar cuenta de lo que realmente se debe dar cuenta, el decir lo que poéticamente debe decirse, sobre todo cuando el poeta se ha embarcado en el periplo de recolectar noticias y fotos de la realidad, sobre lo que se ha tenido (y perdido). Y en literatura tal vez esto es un signo sólido de vanguardia, un icono de lo que significa el largo trabajo de acoger el patrimonio a partir de la palabra, la vez que a su vez tiende los puentes necesarios para acceder a eso que ya no es tangible, pero no por eso menos humano.
GUAITECAS vuelve a fundar el concepto de lo isleño, con sus queridos seres nacidos, por nacer, muertos, desesperanzados, como un documental con escenificación gris, con la piel azulosa de los chono y los veliche, la piel del mestizaje, el paisaje que viaja en las palabras que lo nombran “....porque el sentido del viaje está en el viaje/ en el eterno retorno con el viento a favor/ y no importa desde donde se inicie…”
(*) Profesor de Lenguaje y Filosofía, Diplomado en Sicología de la Adolescencia, Diplomado en Evaluación de Aprendizaje, Postitulado en Orientación Educacional. Escritor (Poesía y Narrativa) ha ganado numerosos premios literarios. Actualmente ejerce como docente en el Liceo de Fresia. X Región.