Este verano llevé a Chopin a veranear a Chiloé. Estuvo en silencio un poco más de mil kilómetros desde la partida hasta que embarqué mi auto en el trasbordador en Pargua. Recobró vida cuando escuchó a un joven exclamar:”Puchas que es linda mi tierra”.
Entendí que Chopin no podía con su infinita sensibilidad permanecer indiferente a esa voz enronquecida por la emoción y por esa mirada ansiosa que parecía querer atrapar el paisaje para no dejarlo ir jamás. Once años de ausencia, me confidenció. No sé qué le respondí, pero comprendí sus sentimientos.
Chopin pareció entender mejor que yo y no paró de interpretar su música mientras yo acortaba distancias entre Chacao y Castro. Sentí que comenzó a enmudecer a medida que el entorno adquiría una fuerza especial transmitida por los poderosos coihues y los álamos distantes semejando faros de tierra, advirtiendo que alrededor de ellos hay familia en torno del fogón, siempre encendido, cobijando la nostalgia pero también los sueños.
Calló Chopin. No quise faltarle el respeto, pero mi CD de Bordemar pedía a gritos la oportunidad de acompañar mis pensamientos. Hasta mi fiel automóvil pareció agradecerme el gesto. Comenzó a valsear la ruta, yo, a tararear la canción. Tengo que confesar que el paso de Chopin a la música chilota autóctona para alguien que no es de Chiloé como yo, debe pasar por Bordemar. Es como cuando uno se enamora del amor, que es universal, que es bueno, generoso, limpio y no hace daño.
Guardé a Chopin por unos días y le fui infiel porque tuve un affair musical en el Centro Cultural de Castro que, como mi primer amor, jamás olvidaré: Bordemar y Trifulka interpretando juntos piezas musicales que son como himnos de la identidad chilota. Confieso que como no nativa de las islas sentí un poco de envidia. De donde yo vengo no hay nada que una los corazones con la fuerza que sentí esa noche.
Chopin no supo de mi affair. Tampoco se enteró de que mientras recorría la geografía chilota el recuerdo del romance me siguió a través de caminos que se retuercen y ascienden y descienden, siempre con la promesa de descubrir algo mágico un poquito más allá.
Desenterré a Chopin una noche de lluvia. Pensé que debía inspirarse en el sonido de la alta mar a punto de perder todo su poderío y en las gotas generosas sobre el techo de zinc del palafito que me guareció. Chopin no estaba despierto cuando la baja mar desplegó todas sus riquezas. El canto de las aves marinas de Chiloé es ajeno a Chopin; allí son otros los que poseen la fuerza inspiradora para recoger las voces de las olas, las aves y los álamos azotados por el viento del oeste y convertirlas en canción.
Este verano llevé a Chopin a Chiloé. Parte de él y de mí quedaron allá. Volver parece ser el anhelo de todo chilote que se aleja de su tierra. Ahora, es el mío también.
(*) Srta. Andrée Froese Kirch