Mis recuerdos de Lalo Cerna

El libro “EDUARDO (LALO) CERNA. Un referente de la cultura chilota”, publicado recientemente por OKELDAN, es una hermosa síntesis de la vida y obra de Eduardo Cerna Rosales, Profesor de Educación Básica Rural (que en Chiloé se denomina Maestro). La obra elaborada por su esposa, Norma Cortés Guelet, contó con el valioso apoyo de su hija Rocío, quien gestionó ante el GORE de la X Región, el aporte del 2 % del presupuesto regional para el financiamiento de iniciativas culturales. La obra, de impecable factura y de insuperable calidad, logra salvar de la noche de los tiempos, la brillante carrera y quehacer artístico de un hombre que se entregó en cuerpo y alma a amar y a servir a Chiloé desde su impronta como maestro, cantante, guitarrista, folklorista, tallador de bellas maderas, fotógrafo, actor de alguna telenovela, tallador de hermosos retablos de iglesias chilotas, docente y guía de tantos jóvenes chilotes… dones y talentos que lograron acaparar el cariño y el reconocimiento de quienes lo conocieron en las más diversas actividades en las que participó y a las que daba vida con su contagioso entusiasmo.

La casa de la esquina había estado sin ocupación humana desde hacía ya varios meses, pero un buen día de verano –que debería haber sido inicios de 1957- , aquella vacía y silenciosa casa, se llenó de actividad. En algún vehículo que ya no recuerdo, comenzaron a llegar muebles, camas, colchones y todo tipo de menajes, junto a un buen número de personas de variada edad, hombres mujeres y niños; idas y venidas durante gran parte del día, ante el interés y la sorpresa del barrio de la Piloto Pardo, cuyos integrantes solían atisbar al vecindario tras las cortinas, en busca de alguna novedad que comentar. ¿Quiénes serían los que llegaban?

La casa era utilizada, arrendada? , o destinada? por Carabineros para la familia de alguno de sus miembros, en este caso la familia de Don Jacinto Cerna Luna, su esposa la Sra. Generarda Rosales Riquelme y un número no despreciable de niños y niñas. La humilde calle Piloto Pardo se vistió rápidamente de la alegría infantil con los gritos y risas propias de los niños de esa edad. Con la llegada de Eduardo, Mario, Félix, Jacinto Segundo, Omar y Ruperto, tendríamos nuevos integrantes para las pichangas de fútbol justo al medio de la calle o para el juego de “tirar con la mano” o el más bullicioso juego de “la chueca” en el que usábamos como “pelota” tarros de Nescafé. Eduardo (Lalo) era el mayor de todos.

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El accidente

Un día Lalo apareció en la calle con el brazo izquierdo vendado y flectado sobre su pecho. Más tarde supimos que se había quemado el brazo posiblemente al derramarse agua hirviente. Siguieron las curaciones y todo lo que eso conlleva. Cuando se retiraron todas las vendas y las cicatrices se habían consolidado, los niños del barrio nos dimos cuenta que el brazo de Lalo no podía estirarse pues quedaba retenido con una membrana de piel que unía el brazo con el antebrazo del niño, el que fue gradualmente cediendo en el curso de los años, hasta que finalmente fue intervenido quirúrgicamente por el Dr. Tapia, uno de los pocos médicos del pueblo.

Las papas de dalias

En ese tiempo yo tendría unos 9 años y Eduardo unos 13. Poco a poco nos fuimos haciendo amigos, más bien por nuestra natural afición a las maderas, a la fabricación de trompos, a la fascinación que Lalo y su hermano menor Mario, tenían por las dalias que mi padre (Don Carlitos Urbina Blanco) cultivaba en el antejardín de nuestra casa. En el tiempo de marzo y abril yo servía de intermediario para que Lalo consiguiera que mi padre le regalara “papas” de dalia de diversos colores, que él y su entusiasta hermano Mario intentaban cultivar en el patio interior de su casa.

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El maravilloso mundo de los zargazos

Pero una de las principales materias de su interés eran las salidas a Ten-Ten en bote a remos en búsqueda de “bichos raros” que solían vivir en medio de las frondes y talos de las algas que en Chiloé llamábamos “zargazos”, pero que en realidad se trataba de “huiros”, que crecían en gran profusión al otro lado de la punta Ten-Ten, en dirección al estero de Putemún. Eduardo Cerna disfrutaba entusiastamente de cada una de esas salidas y le fascinaba mirar y admirar el paisaje y llenarse los pulmones del olor salino del mar. En efecto, existía en ese lugar una pradera de huiros que se extendía a cierta distancia de la costa formando una semiluna de unos 200 metros, pradera que cuando niños nos gustaba visitar con cierta frecuencia. Arrendábamos un bote a remos en Puntechonos y nos dirigíamos al lugar mencionado preferentemente durante nuestras vacaciones de verano. Ya en el lugar fijábamos los remos en las cuadernas contralaterales, uno a cada lado y procedíamos a levantar lentamente sendas “matas” de huiros, una mata por cada lado, que afirmábamos una en cada remo para ejercer contrapeso. Así, mientras subíamos lentamente los huiros, íbamos descubriendo todo tipo de bichos marinos que pululaban, nadaban o reptaban entre las frondes y talos de las enormes algas. Así surgían pequeños cangrejos similares a las centollas, moluscos gasterópodos, nudibranquios de hermosos y vivos colores provistos de branquias dorsales vibrátiles (amarillos, rosados, azules y rojos), pepinos de mar que nosotros llamábamos “cohombros”, una que otra “araña de mar” (Picnogónidos), blancas incrustaciones calcáreas circulares sobre las superficies del alga, que posteriormente identificaríamos como Briozoos. Ocasionalmente lográbamos ver pequeños pececillos provistos de ventosas ventrales, y una sola vez logramos capturar un “caballito de mar”.

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El caballito de mar

Uno de esos días logramos rescatar entre las curiosidades, un hermoso caballito de mar que venía enredado entre los talos del huiro. Era un ejemplar hermoso, sin duda, que a Eduardo le fascinó y se dio maña para encerrarlo en una botella que había en el mismo bote. El caballito de mar tenía unos 15 cm de longitud, era de color azul oscuro en la zona de la cola pero se iba haciendo cada vez más claro a medida que se acercaba a la cabeza. Tenía unos puntitos de colores más claros –amarillos y verdes- que parecían brillar con la luz del sol. Lo llevamos a mi casa porque allí -en la bodega subterránea- había una damajuana que llamábamos “sin chaleco” porque ya se había desintegrado el tejido de mimbre que antaño la había protegido; y en ella dejamos al pobre pez después de haberla llenado con agua de mar, en la equivocada esperanza de que allí viviría al menos un tiempo. Eduardo venía todos los días a mi casa a mirar al caballito de mar, pero al cabo de pocos días -cuando nos dimos cuenta que el pobre pececillo estaba exánime- decidimos llevar la damajuana al bordemarino para cambiarle el agua. Con sumo cuidado fuimos vertiendo el agua de la damajuana teniendo precaución de no dejar escapar al pez –uno por un lado y el otro por el otro lado- con la vana intención de que el pez quedara adentro y luego rellenar la damajuana con agua de mar viva; pero como la damajuana era de un color verde oscuro, no logramos ver el momento en que el pececillo se aproximó a la boca del envase y de pronto ¡zas! escapó al mar.

---¡El caballito!, ¡El caballito!, gritaba Lalo, mientras se metía al agua intentando capturarlo nuevamente con la mano.

Eduardo dio algunos manotazos en el agua como intentando atraparlo mientras el pez estaba a la vista…pero todo fue en vano. El pececillo se movía poco a medias aguas, pero al reconocer su nicho ecológico, parece haber cobrado nuevas energías y lentamente se fue a las profundidades, ondulando la cola, hasta que ya no lo vimos más. Y nos quedamos ambos mirando desolados, ora el mar, ora la triste damajuana que yacía vacía en la orilla de la playa como mudo testigo de nuestra frustración infantil.

Las hondas

Otra de nuestras aficiones comunes era la fabricación de “ondas”. Preferíamos aquellas de elásticos rojos, pues eran más blandas y potentes. Elegíamos en el bosque palitos en forma de “Y” preferentemente de ramas de arrayán, que eran más regulares y simétricas. Acordábamos con Eduardo el día en que saldríamos a cazar zorzales a las pampas y arboledas de “La Chacra”; elegíamos los días domingo preferentemente en invierno cuando el viento sur congela los pastos con una gruesa capa de escarcha.

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El encanto de caminar sobre la escarcha

Nos gustaba sentir el crujido de las duras y rígidas hojas del pasto congelado bajo las gruesas suelas de nuestros bototos, mientras avanzábamos sigilosamente sobre las blancas pampas de lomas redondeadas en pos de las arboledas. Despuntaba el alba cuando ya estábamos caminando hacia “La Chacra” con los bolsillos llenos de piedras redondeadas y las ondas listas para disparar. Sigilosamente nos internábamos en las arboledas y sorprendíamos a los zorzales entre el ramaje sin hojas de los árboles de manzana. Cuando llegaba el mediodía habíamos ya recorrido todas las arboledas y todos los potreros del sector. Era nuestra costumbre que dejáramos sobre el pasto el “quimpe” de zorzales que cada uno había cazado, nos sentáramos junto a unas matas de chupones que quedaban en la parte baja de los campos de Don Nano Bórquez y entonces sacábamos de nuestros morrales los sándwiches de pan con mantequilla que habíamos preparado la noche anterior, que ahora disfrutábamos en amena conversa y en medio de los bellos paisajes de Chiloé. Eduardo me decía siempre que cuando preparaba el cocaví, rellenaba con mantequilla chilota todos los hoyitos que tenía el pan, pues la mantequilla le encantaba…y se reía estrepitosamente.

El colibrí

A esas matas de chupones llegaban los colibríes a libar el néctar de las flores. Eduardo me decía que para cazar un colibrí no había que rozar el pajarillo con la piedra sino que había que hacer pasar la piedra unos 5 cm frente al pico del avecilla y él decía que el pajarito se mareaba con el hecho de ver pasar la piedra tan rápido frente a él y caía al suelo confundido, pero sin daño alguno en su pequeño cuerpo. De este modo capturaba él uno que otro colibrí que observábamos en nuestras manos, maravillándonos de la pequeñez de la avecilla y de la belleza y gran variedad de colores de sus plumas. Finalmente el colibrí se recuperaba y emprendía el vuelo con un grito agudo, en medio del zumbido provocado por el rápido movimiento de sus pequeñas alas.

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El incendio del Convento de las Monjas de la Misericordia

La sirena de los bomberos comenzó a ulular a eso de las 4 de la tarde, al tiempo que se sentía el sordo crepitar de las maderas junto al horrible siseo de las llamas. Al grito de ¡incendio! ¡incendio! …salimos corriendo del colegio olvidándonos de que estábamos en clases y nos dirigimos al Convento situado en el interior de la calle San Martín. Mario Cerna y Eduardo corrieron a su casa en la Piloto Pardo, preocupados porque las bodegas posteriores de su casa daban al patio del Convento y dada la proximidad, podrían estar en peligro. Efectivamente el calor era tan intenso que Eduardo temía que una chispa ardiente pudiera quemar la bodega en la que él tenía un pequeño taller de mueblería. Eduardo decía en medio de una sonora carcajada, cada vez que se acordaba del hecho, que mandó a su hermano Mario a pedir a mi padre un rollo de mangueras largas con las que solía regar sus dalias, -mangueras con las que efectivamente regó las paredes externas de la bodega- y le causaba gracia recordar que Mario llegó corriendo donde mi padre y le dijo:

---¡Don Carlitos!, ¿Podría usted prestarme su manguera?

El zorzal que era como “La Voladora”

Conviene recordar que entre los seres mitológicos que pueblan las oscuridades de los páramos y los bosques de Chiloé, está “La Voladora”, que se dice que es una bauda que deja en la noche sus tripas guardadas bajo un quilanto y llega al amanecer a ponérselas todas en su sitio. Pues bien, uno de esos días de cacería de zorzales, Eduardo logró acertar a un zorzal, que sin embargo voló unos 100 metros por sobre una pampa y logró alcanzar a posarse en la rama de un árbol. Corrimos ambos pues el tirador aseguraba que había dado en el blanco con su “hondazo” y al llegar al árbol constatamos que el zorzal colgaba de la rama boca abajo, muerto, pero el golpe de la piedra le había volado limpiamente todas las tripas. ¿Cómo logró volar tantos metros esa pobre ave sin sus intestinos? Eduardo se quedó pensativo unos instantes y finalmente dijo:

---Este zorzal es como “La Voladora”.

Bajo la sombra de la virgen del cerro Millantui

Después de recorrer los campos de “La Chacra”, o las inmediaciones del río Gamboa, en busca de zorzales, volvíamos a media tarde al pueblo y solíamos quedarnos a descansar a los pies de la virgen que domina el paisaje desde la altura del cerro Millantui. Nos gustaba admirar –desde esa altura- el hermoso paisaje que rodea al puente Gamboa, la Punta del Piojo, Yutuy al frente de Castro, y la ciudad dormida de esos años cuando el pueblo llegaba sólo hasta el hospital y el cementerio, y desde allí hacia el Oeste, eran sólo pampas y arboledas dispersas. Cansados ya de tanto andar, bajábamos finalmente al pueblo portando cada uno un “quimpe” de al menos una decena de zorzales, que nuestras respectivas madres nos habrían de preparar para la once.

Epílogo

Mi querido amigo Eduardo Cerna Rosales falleció el 03 de Marzo de 2003 a la edad de 58 años, aquejado de un cáncer pulmonar, pero su bondad, su inteligencia, su abnegada labor como Maestro (profesor), su sensibilidad de artista como músico, folclorista, cantante, guitarrero, dibujante, tallador de finas maderas y fotógrafo; y el entusiasmo que ponía en todo lo que hacía, como su risa y esa alegría infantil que afloraba fácilmente en él; como también el recuerdo de su espíritu inquieto e investigador que de alguna manera aprendí de él en ese lejano tiempo de nuestra infancia… quiero que se conserven en nuestras memorias.

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