La memoria vuelta palabra poética
Por Medardo Urbina Burgos
¡Chueco!...¡Chueco!...¡Chueco!
Le grita nuestro loro
Disimulado entre las hojas…
al Padre Ángel, que va de madrugada …”
A buen tranco en pos de la iglesita de madera que mantenían en ese tiempo las Madres Hijas de la Misericordia. El padre va a celebrar la misa de las 7,30 de la mañana y se sorprende -¡sin duda!- del misterioso pícaro que le grita ¡Chueco! y no se deja ver, camuflado entre el verdor de los manzanos del patio, colindante con el Pasaje de las Monjitas, que obligatoriamente debía transitar el Padre Ángel cada madrugada para cumplir su cometido. El cura no logra ver al gracioso que le grita, -pues imagina que es un ser humano- y sigue su camino tan malhumorado como sorprendido. Tal vez nunca habría de descubrir que el gracioso no era un ser humano, sino el travieso loro del autor de este libro.
La iglesia de madera construida por los Padres Alemanes antes de 1948, |
De este modo, Trujillo va pintando, en una hermosa expresión poética, los recuerdos de su infancia en el pequeño pueblo chilote, silencioso y gris a veces, luminoso y cálido en otras, donde le tocó en suerte nacer y vivir hasta bien avanzada adolescencia. Surgen así, ágiles, las palabras que danzan para contar las más diversas historias protagonizadas por varios personajes de ese tiempo; historias que por su particularidad quedaron grabadas en la mente del entonces infante. Se va así desmadejando gradualmente el color, el sabor, el olor, los cielos, soles y ventiscas, las lluvias torrenciales…, en fin, las vivencias cotidianas del pequeño pueblito de Castro, la esquina frente a su casa en la calle San Martín, el puerto, la estación de ferrocarriles, y el lector transita con él, mira con sus ojos de niño, huele los aromas del pequeño negocito de Don Custodio, o el de Panchito Corbet, con un penetrante aroma a café en grano recién molido en el pequeño molinillo… o el aroma intenso de la yerba mate o de la levadura Collico o Lefersa, y así nos embarcamos con él en su aventura, recorremos el pueblo y nos asombramos o nos reímos de buena gana como cuando cuenta las travesuras de “Julle”, aquel simpático vecino de Putemún que –impecablemente vestido- solía visitar el pueblo de vez en cuando, con su bastón nacarado y su perfume inglés, imitando bramidos, cantos de gallos, mugidos, chillidos de los más diversos animales y hasta furiosas peleas de perros. Trujillo lo muestra así: “…Alborotada/ La gente del barrio sale a sus puertas/ Por el bullicio descomunal/ De una pelea de perros/ Pero no hay perros/ Ni hay pelea…// …la gente se mira una a otra/ Desde sus puertas/ Y sonríe por la travesura/ Del candoroso diablillo/ Que reparte sus gracias por el pueblo/ Como si fueran caramelos/ De la “Confitería Para Ti”
Las madres Hijas de la Misericordia. |
…y van así surgiendo uno a uno los recuerdos de personas, gente común, personajes populares, como Juan Pompeo y Anibita Gallardo, calles, esquinas, pequeños negocitos de barrio, con sus conocidísimos dueños: don Panchito Corbett, don Custodio Trujillo, don Antonio Estefó… que eran los hombres simples que daban vida al Castro de esa década. En ese tranquear por la memoria no quedan ajenos al recuerdo ni el tiempo atmosférico ni el tiempo cronológico, en una época en la que en esa pequeña villa de pocos habitantes, bajo los cielos grises y el silencio y la soledad de sus calles, llegábamos a pensar que el tiempo se había detenido.
Vista parcial de la Plaza de Armas de Castro antes de 1946, desde la esquina de Blanco con San Martín. |
El Che Navarro, llegado al pueblo después de pasar mucho tiempo en Argentina, Chiquitín, un enanito que vivía en calle El Tejar, protagonista de sabrosas historias, Hilario, un hombre común, solitario y triste, que a pesar de su ceguera, solía asistir a los actos conmemorativos para recitar –siempre fuera de libreto- largas y hermosas poesías aplaudidas por el público asistente. Hilario fue quizás, el más sensible, el más soñador, el menos reconocido, el más olvidado y tal vez el único y el mejor poeta del pueblo. Pero Carlos Trujillo lo saca a la luz cuando Hilario predijo que Castro y Dalcahue se unirían con un camino por tierra (¿?) algo imposible de imaginar en un territorio donde todo se comunicaba por el mar. Hilario tenía razón: tiempo después transitaría a duras penas, un armatoste hechizo (más bien una especie de “injerto” de fierros) , conocido como “la góndola”, manejada por Legüe, y posteriormente un armatoste similar fabricado por don Manuel Muñoz Nahuerneri. Ambos “bólidos” de ese tiempo tenían serias dificultades para subir “La cuesta de Chiveo”, situada poco más allá de Llau-llao y no era infrecuente que el público tuviera que bajarse a empujarlos hasta lograr trasponer la cuesta. Aquellos “engendros” trasladaban a los campesinos con los más diversos productos: gallinas vivas, cabras, ovejas, chanchos, cochayuyo, luche, sartas de cholgas secas…, todo aquello mezclado con los más diversos olores y aromas, conversaciones a viva voz de uno a otro extremo del extraño vehículo y en medio de un endiablado rechinar de fierros, entre saltos y brincos por los muchos baches, hoyos, barrizales y piedras presentes en el exiguo camino. Todos querían viajar en “la góndola”, que era en sí un punto de reunión de vecinos que vivían distantes y que no se veían hacía ya mucho tiempo. Ese pintoresco cuadro medieval es rescatado por Trujillo cuando habla de Hilario.
La plaza de Castro, yerma y desolada después de que el Municipio decidió cortar los coigües y venderlos |
…”Abrirán un camino de Castro a Dalcahue/ Y no será necesario tomar una lancha/ Pa· ir pallá… dicen que dijo.// Pasarían los años/ Igual que las nubes y los pájaros por el cielo/ Y nadie recordaría el sueño de Hilario/ Cuando Legüe comenzó/ A recorrer el camino imaginado/ En su góndola destartalada.”
En este libro también hay espacio para las bandurrias, aquellas grandes aves ibiformes, de graznido metálico, que suelen romper el silencio crepuscular cuando regresaban desde las pampas vecinas, a dormir sobre los grandes árboles de coigüe chilote que había en la plaza en ese tiempo: ”Cae la tarde y llegan las bandurrias/ A su lugar de siempre.// Los altos árboles de la Plaza de Armas/ Son hotel cinco estrellas/ Para estas aves bulliciosas…// Su habitación, esos árboles magnánimos/ Que las acogen y protegen/ Hasta que un alcalde los tira al suelo/ Con una repentina ilusión de modernidad”.
El puerto, la bahía hermosa y abrigada, los barcos del cabotaje de ese tiempo: el Taitao, el Trinidad, el Tenglo, el Villarrica, el Osorno y el Navarino, también son revividos con sus pitazos roncos cuando anunciaban su ingreso al puerto, trasponiendo la ensenada de Rauco o la Punta de Peuque. La estación de ferrocarriles y el tren de trocha angosta cuando corre culebreando a su ingreso a Castro por el barrio Puntechonos: ”…Arrastrándose/ Por la línea de trocha angosta/ Que va de Ancud a Castro/ Llega el tren carguero/ Bufando de trecho en trecho/ Y azotando la cola en cada curva/ Como un buey fastidiado/ Por los tábanos.”
El Tenglo, anclado en el puerto de Castro, uno de los barcos de cabotaje más conocido y |
Leer este libro es volar a un pasado melodioso, lleno de gritos de niños, de juegos infantiles, de vivencias con la pelota de “blari” en la Pampa de las Monjas. Es volver poéticamente a un pasado que algunos de nosotros vivimos, pero que se ha esfumado de nuestras vidas por los coletazos de la modernidad, pero que Trujillo nos obliga –graciosamente- a rescatarlos del modo más hermoso de la expresión humana: la palabra poética. La grata sorpresa temática y la hermosa expresión poética, su dinámica y su espíritu hacen que este libro se lea con alegría, emoción y entusiasmo.
(Todas las fotografías son de la colección Gilberto Provoste. Gentileza de Don Ricardo Mendoza Rademacher, Director del Museo de Niebla. Valdivia, lugar donde se conservan los negativos y las fotografías originales de esta colección)