Hoy dejó de existir Don José Andrónico Fonerón Diaz. Recibí la noticia por un llamado telefónico. Tenía 90 años o algo más. Abandonó este mundo el padre, el abuelo querido, el amigo, el suegro, el hombre ejemplar, el muy conocido y buscado Maestro Andrónico el brillante mecánico de Caterpillar y otras maquinarias pesadas de la firma Gildemeister de Valdivia. Su recuerdo viene hoy a mi como el hombre sencillo, humilde, silencioso, cuidadoso y correcto, eficiente y estudioso, esforzado, criterioso y respetuoso de los demás. Tal vez demasiado sencillo para la envergadura real que este hombre tuvo en vida. Fue quizás el mejor y más buscado mecánico de Catterpillar que tuvo Gildemeister en Valdivia a mediados del siglo XX.
Pero lograr ese éxito profesional no fue simple. En las largas tardes lluviosas de Valdivia, donde lo conocí primero en el Pasaje Canelos Nº 225 y luego en su casa de Huachocopihue, solía contarme algunos capítulos de su larga y azarosa vida. Decía que a corta edad ( a los seis años probablemente) fue dejado por su madre en una Escuela Hogar que había en Gorbea, donde permaneció hasta cumplidos los 14 años. Con tristeza me contaba que cada fin de semana llegaban al Hogar los padres y familiares de cada niño a buscar a su pupilo para llevarlo a casa durante los días sábados y domingos. Él veía cómo cada niño se preparaba para la feliz circunstancia de ver a sus padres y hermanos después de una semana de estudio, trabajo y espera. Él miraba la entrada al colegio, hacia ese portón grande de madera que marcaba el inicio del establecimiento con la esperanza llorosa de ver aparecer la figura de su madre en la amplia oquedad del portalón... pero ella nunca apareció: ni esa semana ni la otra, ni el primer mes ni el primer año. ¡Ella nunca apareció! Ni nadie de su familia apareció jamás a preguntar por él. Los fines de semana fueron para él sólo de soledad y silencio, de tristeza y melancolía.
La vida en ese Hogar fue de algunas dulzuras y muchas amarguras. Debió adaptarse a la convivencia con niños de diverso origen y de diversas costumbres y procederes: unos honrados y amigos…otros ladrones, otros abusadores, y otros peleadores y buscapleitos. Tuvo que aprender a sobrevivir en ese ambiente hostil. El hambre era la compañera de todo el día y de todos los días. Para conseguir algo más de pan había que hacer cosas a veces increíbles. Había un profesor -o un inspector tal vez- que conociendo la necesidad de los niños y la ansiedad de comer un pan, hacía competencias de box entre los niños y el que ganaba el combate recibía un pan de premio. Los niños se desempeñaban en diversos oficios en las horas libres, de acuerdo a sus habilidades: unos eran hortelanos, otros se dedicaban a la crianza de aves, otros debían alimentar a los cerdos, otros al cuidado de los vacunos, otros al cuidado de las jaulas de conejos o a oficios tan perdidos como empastar libros y revistas, diarios y enciclopedias, o al manejo, injerto y cuidado de los árboles frutales.
El niño descubrió que los “panaderos” del Hogar, debían levantarse muy temprano para amasar y hornear el pan para el desayuno de cada día y tenían la posibilidad de esconder algún pan debajo de sus respectivas camas, mientras los otros niños dormían. El niño Andrónico se inscribió como “panadero” y tuvo así ese acceso al pan adicional que le permitió sobrevivir de mejor modo en ese ambiente. También se dio cuenta que los niños que estaban en la banda musical tenían oportunidad de ir a otras ciudades vecinas a dar recitales. Se inscribió en la banda del colegio y aprendió a tocar el “requinto”. Así conoció Temuco, Valdivia y Osorno. Era para él una alegría salir a conocer otros lugares…andar en tren o en las llamadas “góndolas” en ese tiempo, que era el nombre que les daban a los pocos buses que había y que transitaban caminos de tierra llenos de hoyos y pedruzcos, barro en invierno y polvo en verano.
Llegó finalmente la edad y el día de dejar la Escuela-Hogar: había ya cumplido los 14 años…¿A dónde ir? Había conocido Valdivia y le pareció una ciudad muy hermosa, con el río, el tren y los barcos en el puerto fluvial. Y decidió ir a Valdivia. Contaba él que caminando sin rumbo fijo por la calle General Lagos, apareció ante él el taller de Gildemeister, con grandes maquinarias en el antejardín. Decidió probar suerte. Le dieron trabajo como aseador del taller; más tarde ascendió a ayudante del maestro, que era en realidad un pasador de herramientas. Su interés por las maquinarias y la mecánica le hicieron aprender rápidamente los elementos básicos de la mecánica y en poco tiempo sabía cómo resolver las pannes más frecuentes de las maquinarias. Fue entonces cuando comenzó a estudiar los manuales de cada máquina por propia iniciativa. Llevaba a su pensión cada manual e intentaba comprenderlos observando los dibujos. Y así pudo comprender la mecánica de cada una de las maquinarias Caterpillar y Jonh Deer especialmente a pesar de que los manuales venían en inglés, idioma que él no conocía. La inteligencia innata de este joven le permitió tener una imagen completa de cada una de las maquinarias y pronto sus jefes se dieron cuenta de sus capacidades y habilidades para la mecánica. Así ascendió a Mecánico y luego a Maestro Mecánico de Maquinaria Pesada.
Él me contaba sobre los trabajos que debió efectuar en esos años. Sus viajes a los complejos madereros, como el de Panguipulli por ejemplo. Debía transitar en tren, hasta llegar a la orilla de un lago. Atravesar el lago en barcaza o en el Enco, un barquito que recorría los puertos del Lago Pirehueico, dormir en una casa de campo, donde le dieran alojamiento, y continuar el camino al día siguiente, ya sea en carreta o a lomo de cabalgadura. Llevaba una pesada maleta de madera conteniendo las herramientas y repuestos considerados necesarios para cumplir la misión. Llegar al paraje donde se desarrollaba la explotación maderera era una alegría, un logro, la culminación de un esfuerzo de varios días. El complejo maderero tal o cual estaba en el límite de la ocupación humana: eran bosques milenarios de raulí principalmente. Troncos de extraordinario peso debían ser movidos y transportados por enormes máquinas y conducidos a los aserraderos, instalados sobre una planicie cualquiera y rodeados de bosques nativos impenetrables y vírgenes, en los que se desarrollaba una actividad febril. Allí estaba la máquina averiada con una falla que había que resolver cuanto antes, bajo lluvia, frío, escarcha o nieve en invierno, o bajo un sol abrazador en el verano.
Y fue en esa época cuando sufrió un grave accidente.
El accidente.
En ese tiempo el Cuerpo de Bomberos de Valdivia tenía una Bomba Fluvial cuya misión era atacar los incendios situados en las vecindades del río. Una falla en sus motores determinó que llamaran a Don Andrónico a reparar la avería. Por algún motivo se produjo una explosión y la bomba con su mecánico en el interior, fueron afectados por el incendio. Las quemaduras fueron muy graves y Don Andrónico debió ser trasladado a Santiago, donde permaneció en tratamiento durante mucho tiempo hasta lograr la recuperación de sus quemaduras por medio de numerosos y dolorosos trasplantes de piel. En varias ocasiones estuvo a punto de perder la vida como consecuencia de las graves quemaduras. En ese tiempo el matrimonio tenía solamente a su hija mayor: Luisa Orfelina, quien debió quedarse con la abuelita materna mientras su madre acudió a apoyar y acompañar a su esposo en Santiago.
El feliz regreso a Valdivia ocurrió después de casi un año de tratamientos. El matrimonio y el hogar siguieron su curso y llegaron dos bebés más en forma sucesiva: Andrónico y Cecilia. Los tres hijos dieron a Don Andrónico la alegría de 5 nietos, uno de los cuales heredó también el nombre de su abuelo.
La vida de Don Andrónico fue esforzada y dura en la niñez, estricta durante su vida laboral y tranquila y apacible después de su jubilación y durante su vejez. Se lamenta su partida de este mundo y el triste hecho de que nunca más escucharemos su voz y su sonrisa frente a las cosas agradables de la vida. No tendremos su apoyo ni su comprensión, ni su palabra de aliento ni su consejo sabio, pero para ser ecuánimes y equilibrados, debemos recordar su imagen, su persona, su espíritu y agradecer por todo lo que significó para él vivir esta vida y para su familia la bondad de compartirla con él mientras se pudo. Entonces, recordando los logros de su existencia, sus tristezas y alegrías, vienen a nuestra memoria las palabras de la canción: “Gracias a la vida que me ha dado tanto”.