“…y es por eso que nunca este ferrocarril sería una potencia.
No era éste aquel coloso negro, brillante, que corajudo pasaría dragoneando hasta la locura los puentes a la eternidad.
No cometió embestidas fatales, no derribó niños ni nocturnos suicidas.
Era éste un tren lluvioso, lento, un delgado hongo húmedo que reptaba por la montaña, la babosa gigante que camuflada de coihue se detenía a oler los arrayanes del riel.
Débil fierrecillo apercancado, oxidado, y en donde los líquenes brotaban a cada parada. Y aunque las sanguijuelas de La Piruquina, trataron de succionar algo de aquella tristeza que emanaba de sus fierros…fue en vano, lo digo porque su vapor era como la sangre del carrilano huilliche, de los ámbitos del cielo…"
Pablo Neruda.
La carta de Pablo Neruda -reproducida en el párrafo precedente- está fechada en Ancud en Septiembre de 1925 y está dirigina a Rubén Azócar, gran amigo de Neruda, quien trabajaba en ese entonces en Ancud, como profesor del Liceo. Azócar tenía una hernana: Albertina, de la cual Pablo quedó profundamente enamorado y escribió para ella los "Veinte Poemas de Amor y una Canción Desesperada". De esa época pervive esa carta, en la que el vate chileno rememora algún viaje que efectuó en el trencito de trocha angosta entre Ancud y Castro y visceversa, armatoste lento y "apercancado", herrumbroso y oxidado, húmedo y mohoso, cuyos rieles, cubiertos de musgos y hongos no se atrevió a succionar la sanguijuela de " La Piruquina".
