El verdor de la vegetación, el cielo azul sobre las lejanas montañas de la Cordillera de Nahuelbuta y el suave rumor del río cercano…me envuelven en medio del silencio matinal. Estoy en uno de los asientos de la plaza de Santa Juana. Es Domingo al amanecer. El aire diáfano y quieto, besa apenas las tiernas hojas de los tilos –es un día de fines del verano- …y la fresca brisa matinal me trae el tenue rumor del río y el trino lejano de los zorzales que anuncian el amanecer con sus gorjeos. Mucho más allá del relámpago del río, por el Oriente, el sol empieza a dar sus primeras claridades tras las montañas. En ese silencio, siento unos pasos presurosos y allá en una esquina de la plaza veo a una mujer que va camino a la iglesia a la primera misa del día. Por allá canta un gallo, apenas audible, tras el caserío. De pronto un lento traqueteo avanza cadenciosamente hacia la plaza y luego aparece en una de las esquinas la imagen de un campesino que precede a los bueyes y a la carreta de ruidosas ruedas de madera.
Laguna Rayenantu junto al Fuerte de Santa Juana. Botes para paseo de los enamorados.
El hombre se detiene y con él todo su conjunto de elementos campestres y atisba desde esa esquina todos los rincones de la desierta plaza como buscando un lugar adecuado donde detenerse definitivamente. Viene al pueblo a vender los productos del campo: un barril enorme, recostado entre las varas del armatoste, identifica al vendedor de chicha dulce. Bajo un sombrero negro, algo ajado, un rostro delgado y aguileño se asoma por una esquina y escudriña una vez más –indeciso- los rincones de la plaza. Lejos ladra un perro y su ladrido salta sobre las casas y los cercos de madera del pueblo, juguetea un poco con el follaje de los árboles y entra por mi oído derecho sin permiso alguno. Un murmullo suave de pasos presurosos y gente que habla bajito, se acerca al paraje…son algunos fieles con destino a la iglesia. Los primeros sonidos del día comienzan a despertar al pueblo.
Me levanto y sin apuro alguno, camino en dirección al río, doblo a la izquierda en calle Yungay y atisbo a la distancia la silueta pétrea de las ruinas del viejo Fuerte de Santa Juana de Guadalcázar y me dirijo a él. En esa atmósfera diáfana y clara del silencio matinal mis pasos retumban en la calzada y rebotan en las casas y en los cercos de madera. Un caminillo me conduce al fuerte. Sigo las sinuosidades de las murallas, y la secuencia de las grandes rocas labradas por los canteros españoles de aquellos años y dispuestas armoniosamente por la soldadesca dirigida por el Mariscal de Campo. Subo y bajo por rústicos pasadizos y escaleras admirando la superposición de los pesados bloques pétreos del muro original, unidos entre sí por una argamasa similar a la usada en la fabricación del Puente de Cal y Canto en Santiago de Chile. El fuerte sufrió los efectos de cada uno de los terremotos que se han sucedido en estas tierras desde su fundación y en algunas partes las rocas de los muros yacen esparcidas por el suelo. Marcos Sánchez, Director del Museo de Historia Natural de Concepción me había contado que la causa de este desintegro habría sido la mala idea de utilizar cemento para fijar las rocas entre sí en los muros –en la última reconstrucción del fuerte- y no la argamasa original. Se ha dicho también que en cada una de las reconstrucciones el fuerte ha ido perdiendo algunas de sus estructuras y parte de su fisonomía original.
Muros originales del Fuerte de Santa Juana, fundado por los españoles en el año 1626.
Mientras recorro el solitario y silencioso recinto imagino el escenario de las batallas libradas aquí hace 3 ó 4 siglos: allá junto al río los indios agazapados tras los matorrales con lanzas y mazas preparadas a la espera de la orden de atacar al fuerte. Aquí, tras los muros los soldados españoles con sus arcabuces, pequeños cañones, espadas, lanzas y trabucos. Sus cuerpos cubiertos de pesadas armaduras y cascos metálicos… esperan el ataque. Ellos ven llegar –sorprendidos y angustiados- piraguas cargadas de indígenas que emiten alaridos aterrorizantes desde sus embarcaciones. Una tras otra las piraguas proceden de la ribera opuesta del río. La horda de indígenas deberá ser contenida por un pelotón de no más de 50 soldados españoles que protegen a la escasa población de mujeres y niños que acaban de instalarse en la planicie para dar –espontáneamente- el inicio al poblado…(08 de Marzo de 1626)
Avanzo hasta la planicie del patio central del fuerte, donde se encontraba la casa del Capitán responsable de la administración del fuerte, junto a la pequeña iglesia con techo de paja. Me detengo en este sitio con una idea aterrorizante: cuando visité este fuerte por primera vez en 1970 existía la casa, la iglesia, el patio de tierra apisonada y en el centro del mismo había un calabozo subterráneo. Era un foso de boca circular de unos 4 metros de diámetro y de unos 5 metros de profundidad, con una gruesa reja de fierro a nivel del suelo, sin duda la reja original del foso desde el momento de su fundación. Allí se mantenía al prisionero por el tiempo necesario proporcional al delito cometido. A este foso se accedía por una escalera de piedra de disposición oblicua, que descendía desde la superficie del patio hasta la base del foso.
Reina de una festividad tradicional campestre ( La Fiesta del Camarón).
Ante esta evidencia histórica no pude dejar de recordar la horca. Cada uno de los fuertes españoles contaba con una horca situada junto al calabozo del patio central, sostenida por un armado de postes robustos plantados en el suelo, dejada allí como una forma de amedrentamiento y advertencia atemorizante para recordar a los residentes que ese destino sería para quienes cometieran el delito de no obedecer las normas contenidas en los reglamentos que regían el comportamiento de los súbditos del Rey de España en aquellos tiempos.
El calabozo ya había desaparecido al poco tiempo de mi primera visita al lugar: un “ingenioso” e irreverente alcalde convirtió la casa del Capitán en una discoteca de ruidoso, delictual y alcohólico destino, y se ordenó cubrir con tierra el calabozo porque “los asistentes a la discoteca usaban a tal foso como un baño”. Hoy los vientos de la modernidad no han dejado ningún vestigio de estos impactantes elementos propios de los fuertes erigidos en la ribera norte del Bío-Bío para contener los ataques, asedios o escaramuzas de los nativos contra los asentamientos, poblados, sembradíos y cosechas de los descendientes de españoles: ya no hay vestigios ni de la Casa, ni de la Iglesia ni de la atemorizante horca ni del degradante calabozo. Se espera que la nueva reconstrucción de este fuerte sea seria y respetuosa de la Historia y restituya al lugar los elementos que fueron tan propios de este fuerte en el período de la llamada Guerra de Arauco.
Huasos de Tanahuillín. En primer plano el famoso "Coché- Pino".
En medio de estas cavilaciones me acerco a la esquina sur del fuerte y la bucólica imagen azulada de la laguna Rayenantu situada a apenas 40 metros del fuerte, borra de una plumada mis funestos recuerdos de la horca y el calabozo. El azul espejo lacustre, bordeado de sauces, juncos y totoras se abre como un anfiteatro en la quietud y el silencio matinal. Allá unas taguas (Fulica sp.) juguetean y se persiguen junto a las totoras y en el otro extremo, en el embarcadero del Cendyr los jóvenes Valencia y Abaroa, ambos campeones de canotaje, preparan sus embarcaciones para iniciar el entrenamiento diario y pronto cada uno de ellos –entre paletada y paletada- romperá el espejo azul de la laguna con líneas filiformes y albas, dibujadas por las estelas de sus respectivas canoas sobre la tersa superficie del agua. Más allá, en el otro remanso hídrico yacen junto a la orilla, dos pequeños botes de madera, livianos, que los paseantes y los enamorados suelen arrendar para navegar en medio de ese idílico paisaje.
Regreso a la plaza del pueblo y escucho una voz altisonante: es un predicador solitario, que ha tomado para si el anfiteatro del pueblo y lanza sus mensajes bíblicos con gran fervor y profunda convicción a una audiencia multitudinaria que existe sólo en su imaginación pues soy el único asistente. “Es un pájaro sin bandada” me dijo alguien alguna vez, para diferenciarlo del grupo de “hermanos” que recorrerán las calles del pueblo al caer la tarde, deteniéndose en algunas esquinas para pregonar sus sermones. El anfiteatro sirve para los actos del Municipio y para acoger a grupos musicales tan variados como coros, orquestas de cámara y sinfónicas sin descartar a grupos folklóricos y músicos de raigambre campestre como “Los Charros de Lumaco”, que de tarde en tarde convocan a los habitantes del pueblo y aportan su cuota de alegría a los asistentes.
Pronto desaparece el silencio matinal y la plaza se cubre de puestos, carpas, mesones, parrillas y otros enseres… y de una algarabía contagiosa. Los puestos se levantan en “un santiamén” pues hoy es la “Fiesta de la Miel”, como puede ser también “La Fiesta del Camarón” o la de la “Tortilla” o la de ”La Frutilla”, o de la muy famosa y concurrida “Fiesta de San Juan”, celebraciones campestres que ya son características de la ciudad y atraen a numerosos turistas y vecinos de las ciudades cercanas por la calidad y autenticidad campestre de las comidas que preparan.
Monumento al campesino de Santa Juana
Ya es mediodía y en medio del ajetreo y el bullicio de la muchedumbre que ha invadido la plaza, se escucha el crepitar de las parrillas, el chisporroteo de las carnes y las longanizas al calor de las brasas encendidas, y el aroma inconfundible de los asados, de las cazuelas campestres, de los costillares de cerdo ahumados dorándose sobre las parrillas… invade todos los rincones de la plaza del pueblo. El delicioso aroma campestre, junto a tenues volutas de humo azulado, vuela jugueteando entre el follaje de los árboles. Se escucha la risa y las voces agudas de los niños que corretean por allí en medio del bullicio, persiguiendo un globo… Hay un ambiente de alegría que atrae a familias completas venidas de todas partes, que toman ubicación en torno a las mesas instaladas. Todo ese alegre conjunto nos llama a almorzar y a degustar esos deliciosos platos con sabor a campo. En el anfiteatro el “pájaro sin bandada” ya no se escucha y en la iglesia católica el cura da las últimas campanadas de despedida a los feligreses que emergen lentamente del portalón después de la última misa de la mañana.
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