José Blanco Jiménez (JOBLAR)
Del Círculo de Críticos de Arte de Chile
Para saber de la biografía de Ennio Morricone (nacido el 10 de noviembre de 1928 y muerto el 06 de julio deo 2020), los invito a consultar las acostumbradas fuentes de información en Internet. Ni siquiera reproduciré su filmografía, incluso porque tiene más de 500 títulos entre películas, comentarios y series televisivas.
Me interesa, en cambio, referirme a su legado para la historia de la música y de la cinematografía.
En el cine mudo, la música era un acompañamiento necesario. Pianistas y orquestas recurrieron a “repertorios” con temas compuestos especialmente para cada tipo de película. En todo caso, surgieron también partituras para determinadas películas, como las compuestas por Camille Saint-Säens para L’assassinat du Duc de Guise, de André Calmettes (1908), por Joseph Carl Breil para The birth of a nation, de D. W. Griffith (1915), o por Arthur Honegger para Napoleon, de Abel Gance (1926).
De simple acompañamiento musical pasó a ser un elemento portante del lenguaje dramático, remarcando las diversas secuencias de misterio, de romance o de acción, por ejemplo. Ciertas melodías identifican a personajes incluso sin que éstos aparezcan en la pantalla (La pantera rosa, Tiburón, Psicosis, La guerra de las galaxias, El padrino).
Tanto la columna sonora como el color no deben intervenir para duplicar la columna visiva sino para “complicarla”. La música puede presentarse diegéticamente (ambientando la escena, por ejemplo una radio que se escucha) o extradiegéticamente (acompaña la escena de manera arbitraria y no corresponde a un sonido que se escuche dentro de la escena. Es precisamente el caso de la producción de Ennio Morricone.
De partida, con sus creaciones aportó a la formación de dos nuevos subgéneros con una marca indeleble.
El primero son los “spaghetti western”, que me comprometo a analizar en un próximo artículo. Con su estilo de ruptura maniquea de “buenos y malos”, sus muertos a granel y una perenne sonrisa cómplice sobre los labios de actor y espectadores, dejó de lado también el estilo solemne de las películas de Hollywood. El estilo épico de Dimitri Tiomkin fue reemplazado por melodías en las que se mezclaba, por ejemplo en las películas de Sergio Leone, las míticas trompetas de El Álamo con lo “scacciapensieri”, la guitarra eléctrica, silbidos y coros en Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964) y Por unos dólares más (Per qualche dollaro in più, 1965) y El bueno, el malo y el feo (Il buono, il brutto e il cattivo, 1966). Toda una novedad, como los temas que complementaban las aterradoras películas de Dario Argento, que El pájaro de las plumas de cristal (L’uccello dalle piume di cristallo, 1970), El gato de nueve colas (Il gatto a nove code, 1971) y Cuatro moscas de terciopelo gris (Quattro mosche di velluto grigio, 1972). Éstas mostraban crímenes horribles (“bellos”, según el director), pero que se anunciaban con tiernas melodías o retumbantes temas de jazz. Todo lo contrario de lo que hacía la Castle Films, que aterraba al público con los golpes musicales de improviso.
Morricone empezó en el cine con la película Il federale, de Luciano Salce (1961), en la que, por primera vez, Ugo Tognazzi dejaba de lado sus roles de bufón y hacía un papel de comedia negra como un fascista que debía entregar a sus jefes a un estudioso contrario al régimen. Planteado como un “buddy movie”, lo tragicómico de las situaciones era matizado con una simpática marcha, que recordaba a Laurel y Hardy.
El tema de la marcha será siempre recurrente. En Muerte en Roma (Rappresaglia, de George Pan Cosmatos, 1973) es aplastante y violenta, con estridentes gritos de dolor; en Mussolini, último acto (Mussolini ultimo atto, Carlo Lizzani, 1974) es una marcha triunfal con ecos dramáticos e instrumentos de viento, que interrumpen una avanzada que va hacia la muerte); en Los Intocables (The Untouchables, de Brian de Palma, 1987) es una marcha de batalla; y en Frantic (de Roman Polanski, 1988) es un ritmo marcado de marcha fúnebre con guitarra española.
Notable es también su colaboración con Pier Paolo Pasolini. En la “trilogía de la vida” – Decameron (1970), Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury, 1972), Las mil y una noches (Il fiore delle mille e una notte, 1974) – parafrasea música folklórica de los lugares y épocas escogidos; en Salò o le 120 giornate di Sodoma (Salò o las 120 jornadas de Sodoma, 1975), coloca música de baile lento y apretado de los años del “ventennio fascista” o se da el lujo de acompañar a Domenico Modugno mientras canta los créditos de apertura de Parajitos y pajarracos (Uccellacci e uccellini, 1966).
El instrumento solista, en muchos casos, se transforma en un personaje más. El violín solitario anuncia que algo no funciona en Una pura formalidad (Una pura formalità, de Giuseppe Tornatore, 1994), el clarinete es nostálgico en Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, de Sergio Leone, 1978), el oboe es un canto de esperanza entre los tambores indígenas de La misión (The Mission, de Roland Joffé,1986), el piano evoca la soledad y el tiempo que no se detiene en El desierto de los tártaros (Il deserto dei tartari, de Valerio Zurlini, 1975) y Nuovo Cinema Paradiso (de Giuseppe Tornatore, 1988).
Además, la tristeza lo lleva a mimetizarse en otros autores, sobre todo cuando los filmes asumen el tono de los grandes clásicos. Sólo dos ejemplos: Puccini en Novecento (de Bernardo Bertolucci, 1975) y Sibelius en Hamlet (de Franco Zeffirelli, 1990).
Y por último, ya que no es el caso de extenderme más, el maestro tiene la capacidad de adaptar motivos del ámbito geográfico en el que se desarrolla la acción del filme. Verbigracia: Sostiene Pereira (de Roberto Faenza, 1995) retoma la entonación del fado portugués, Investigación sobre un ciudadano por encima de toda sospecha (Indagine su un cittadino al di sopra di ogni sospetto, de Elio Petri, 1970) y Están todos bien (Stanno tutti bene, de Giuseppe Tornatore, 1990) recuerdan – cada uno en su género – ritmos sicilianos, La llave (La chiave, de Tinto Brass, 1983) es eróticamente veneziana con mucho de Antonio Vivaldi, Átame (de Pedro Almodóvar, 1990) juguetea con a la zarzuela y Manuel de Falla.
¿Debo seguir? Son seis décadas de producción musical. En suma, un genio y ya un clásico en vida, que ha logrado dejar huellas mnémicas musicales, nacidas para la grande y pequeña pantallas y que ahora forman parte del inconsciente colectivo.
Cada trozo musical nos trae un recuerdo indeleble y doy un dato. Pueden buscar en internet y encontrar los carteles de casi todas las películas, con un link que permite escuchar el tema principal de cada uno. Consulten: epdlp.com.