El Enganche (En Santa Juana) 1879

-¡BOM – BOROBOM…BOROBOM …BOM…BOM!

 Aquella tarde, algo pasado el mediodía, los humildes campesinos de los alrededores del pueblo, escucharon, asombrados primero y alegres después, los sones de una banda. Nunca antes habían oído sonidos más hermosos y melodiosos en toda su vida de labriegos. Era 1879, el mes de marzo, y en aquellas tierras del Valle de Huallerehue, a orillas del río Bio-Bío, nunca sucedía nada interesante, sino sólo el trabajo de la tierra, las siembras y las cosechas, la cría de algunos animales y unas pocas gallinas, pavos y patos con qué entretenerse en los inviernos.

Los sones maravillosos procedían desde la orilla del río, y gradualmente se iban acercando al valle en clara señal de aproximación. ¿Qué sería? ¿De qué se tratará esta música celestial? La música, que en rítmicos compases, traía sonidos de trompetas, tambores, bombos y platillos, guaripola, pitos y cajas, fue volando por los cielos del valle acaparando la atención de los humildes labriegos, quienes –muy sorprendidos por esta extraña aparición- se fueron visitando unos a otros y dándose ánimos decidieron ir al pueblo a “noticiarse” del acontecimiento. En efecto, los sones no cesaron en toda la tarde y procedían de la plaza del pueblo, lugarejo insignificante, provisto de sólo unas cuantas manzanas con casas aisladas y grandes sitios eriazos, dispuestos alrededor de la iglesia, construida con bloques de adobe y techos de tejas de barro, como la mayoría de las casas de los alrededores. A media tarde había en el pueblo decenas de carretas y centenares de lugareños montados sobre sus cabalgaduras, que –curiosos- habían traído a sus familias completas. Un número cuantioso y cada vez mayor de hombres, mujeres y niños venían al pueblo a escuchar y a ver con sus propios ojos esta maravilla de una música jamás escuchada. Los hombres, en su ingenuidad y pureza de pensamientos, nunca pensaron que se trataba de una trampa.

Sin que nadie supiera, se estaba desarrollando en el Norte de Chile, en los límites con el territorio en ese entonces perteneciente a Bolivia y a Perú, el motivo mismo de la guerra de l879, y estando nuestro país, en deplorables condiciones de organización y prácticamente sin ejército alguno, se ordenó que los pocos miembros de la Guardia Nacional partieran en todas direcciones a enrolar a cuanto chileno encuentren en edad de portar armas. No importaba el método utilizado, pero debían traer a la capital al máximo número de reclutas para su entrenamiento en el uso y manejo de las armas. Así, unos decidieron rodear las haciendas durante la noche y apresar a punta de bayoneta y culatazos a cuanto inquilino, gañán, labriego, apir o hacendado que estuviera al alcance de la bala de un fusil. Muchos usaron el método violento y traídos como animales o prisioneros a pan y agua, fueron subidos a los barcos anclados en la rada de Talcahuano. No fue infrecuente que en los pueblos menores, algún capitán inventara una suerte de fiesta con abundante vino de la uva recién cosechada, atrayendo así a los incautos y una vez que todos estuvieran sumamente ebrios, los arrearan como a animales hasta los barcos. Los ebrios iban felices, cantando alegremente sin saber qué era lo que estaba sucediendo. La sorpresa venía al día siguiente, al despuntar el alba, cuando se daban cuenta que iban navegando hacia el norte de Chile o hacia Perú convertidos en un abrir y cerrar de ojos en “soldados del Ejército de Chile”. Sus familias, hijos y esposa, sus amores, sus queridas, sus pololas, sus novias, pertenecían ya al pasado y ahora debían entregar sus vidas por los nobles destinos de “la patria”, aquella patrona que nunca habían visto, pero que sonaba lindo pronunciar: “¡La Patria!”.

En efecto, mientras todos escuchaban a esta hermosa banda, boquiabiertos y embelezados, aplaudiendo unos, gritando a rabiar otros, tal vez agitando banderitas tricolores y saltando por la alegría desbordante del momento; unos señores desconocidos se acercaban a cada hombre en edad de portar armas, lo transportaban amablemente hacia un recinto cercano, en el que se les comunicaba que desde ese momento él –el campesino- tenía el honor de pertenecer al Ejército de Chile y que desde ese mismo instante pasaría a reclusión para entrenamiento. La ley era clara: a todo el que se resistiera al enganche, se le fusilaría en el acto. Ninguna explicación, súplica o argumento sirvió de cosa alguna para evitar que cada hombre cambiara tan radicalmente el destino de sus respectivas vidas. Ni ser el único sustento de la familia, ni estar recién casado, ni tener una enfermedad incurable, ni ser cojo o ciego de un ojo, o sufrir de ataques de epilepsia o del Baile de San Vito, “mal de lipiria”, “escozor del tungo”, enfermedad del “viruto”, “revoltura del menú”, “trancamiento de gallofa” o cosa que se le parezca. ¡NO!. Nada servía. ¡Todos a formar! ¡Todos sin excepción alguna! Había dicho el capitán.

La banda continuó tocando marchas, cuecas y todo tipo de ritmos populares acaparando el interés de las mujeres que eran –a estas alturas del día- las únicas presentes en torno a la orquesta de bellos sones. Tras ellas, por calles y senderos ocultos, los hombres eran conducidos a los botes que a punta de remos atravesaron el río hasta alcanzar el tren que corría en la ribera opuesta. Se llenaron los carros y el tren partió, dando un pitazo prolongado de despedida. Partió rumbo a Talcahuano, donde esperaban los buques de la naciente Armada de Chile. Los últimos en subir al tren fueron los músicos de la banda. En el otro lado del río, las mujeres y los niños acaso se dieron cuenta de la ausencia del padre y del hermano mayor, embelezados aún por los bellos sones de la agrupación…

¡BOM…BOM…BOM! ¡BOM BOROBOM BOM…BOM ¡(*)

(*) La historia dice “No todos los enganches eran tan crueles. En Santa Juana arribaron con una banda cuya dulce música atraería a los rotos a la plaza, donde esperaban cosecharlos”. “En Santa Juana, el subdelegado y el Jefe de la Guardia Cívica, se pusieron de acuerdo para avisarles a los hombres del pueblo, cuando llegaran enganchadores, mientras que en Coronel, se cuenta la hazaña de un tal señor Apolonio que fue de casa en casa urgiendo a los hombres a escapar a las montañas. Así, cuando los reclutadores llegaron, descubrieron que en todo el pueblo había sólo cinco varones, y a todos les faltaba un miembro, un brazo, una pierna o un ojo

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