El viejo, a pesar de su blanca barba y su rugosa frente, lucía fuerte y musculoso. Había dejado su caballo junto al palenque y mantenía aún puestas sus pierneras de cuero de chivo, cuando se sentó junto al fogón y encendió un cigarrillo. La dueña de casa le ofreció un mate amargo, a la usanza del gaucho argentino. ¡Mate amargo patrona!, le había dicho aquel hombre con un fuerte acento de la pampa. Dijo también que venía a saldar unas pocas deudas que tenía desde hacía años y que se iría al día siguiente. Fue entonces cuando contó la historia, la historia de un tal Alvarez. “ Iba llegando al campamento cuando los vio. Se detuvo tras unos árboles en el bosque y observó. Llovía torrencialmente y al detenerse después de esa gran caminata, sitió el frío intenso de Trapananda.
Sintió un escalofrío cuando vio que los dos hombres lanzaban el cadáver a la bodega de una lancha. Los hombres volvieron al campamento, pisando ruidosamente las tablas del malecón de madera. Entraron a los barracones de los obreros y trajeron otro cadáver. Era un hombre. Intuyó que algo no estaba bien, se atemorizó, los pelos se erizaron, contuvo el aliento, quiso llorar, se parapetó tras otro árbol para ver mejor, a la lejanía, todo el campamento. Había silencio y sólo deambulaban y daban fuertes voces los administradores del campamento y sus hombres de confianza. No vio a ninguno de sus compañeros. A ninguno de los 200 obreros contratados en Chonchi, una pequeña caleta de la isla de Chiloé, en Junio del 1903. ¿Qué habría pasado? Los hombres continuaron su tétrica tarea de trasladar cadáveres y más cadáveres hacia la lancha. Contó cuarenta y cinco antes de que las sombras de la noche empezaran a caer tempranamente sobre el campamento Pisagua en la desembocadura del Río Baker en la Provincia de Aysén. Entonces sospechó una matanza y decidió escapar, volver sobre sus pasos y avanzar a machetazos por el mismo sendero que había recorrido tan penosamente durante todo ese día, a través de la selva, húmeda y fría, con la felíz esperanza de encontrar a sus amigos queridos… pero, en cambio, la realidad ese día le dio dos cachetadas en la cara. Antes de voltear, sintió el ruido cascado de la lancha y miró hacia el embarcadero. Las siluetas de los hombres de la administración se movían pesadamente en el muelle, desatando los gruesos cordeles que fijaban la embarcación al terraplen. La lancha partió, dejándose llevar por la corriente del río. Dos luces , una verde y otra roja señalaban el rumbo de la embarcación hasta perderse en la bruma de la tarde, flotando hacia el destino de sus compañeros muertos.
Alvarez era su nombre, y mientras avanzaba por el lodoso sendero del bosque, jadeaba y maldecía. Recordaba el embarque en Chonchi, aquel invierno de hacía tres años. 200 entre hombres y mujeres. Había también algunos niños. Todos fueron enrolados por la Compañía Explotadora del Baker. Tenían autorización del Gobierno de Chile para trabajar esas tierras vírgenes por 20 años. Había que bajar el monte, convertirlo en pastizales para los vacunos y las ovejas. Mientras avanzaba cuesta arriba, tomó otro sendero menos transitado por temor a que lo vinieran siguiendo, aunque él –hombre avezado en el monte- había tomado las precauciones y no se había dejado ver ni sentir por los hombres de la Administración. De Chonchi embarcaron en el Alondra, que los llevó con sus bultos hasta la desembocadura del Baker. Allí no había nada, y fue necesario meterse al barro, hombres y mujeres, bajo la lluvia torrencial y empezar a derribar árboles con qué hacer una rancha para guarecerse del temporal. Entonces empezó el suplicio. Todo duraría tres años. El primer año pagaron lo que habían prometido. El segundo en buena parte. Habían nacido algunos niños en el campamento a pesar del frío, de la lluvia y del barro y de que las ranchas apenas si se sostenían bajo la lluvia. El tercer año no pagaron nada y había que trabajar igual, aunque las toses y las pulmonías hacían un concierto. Decían que ya llegaría el dinero desde Punta Arenas. Allá estaban los dueños de la Compañía. Y en esa idea, los chilotes seguían trabajando, cortando árboles a golpes de hacha, día a día de luz a luz. Entonces fue que uno de los patrones eligió a Alvarez para que fuera a Argentina en busca de algunas “faltas”. Él –Alvarez- era el mejor montañero del grupo y manejaba el machete y el hacha con gran velocidad y certeza. Resistente y fiero, era seguro que llegaría solo a Argentina y regresaría con el encargo. Un día partió con sus tamangos para el barro, hechos de cuero de vacuno, y llegó a Argentina, y cumplió con el encargo del patrón y emprendió el regreso. Habían pasado dos meses cuando regresó al campamento por la misma huella que había trazado, por los mismos barros, por los mismos ríos, por los mismos ventisqueros, por los mismos pantanos… por ahí regresó. Era pasado el mediodía cuando llegó al campamento y ese silencio sepulcral le llamó la atención – los chilotes siempre hablan en torno al fuego- pero había silencio entre los árboles y no estaban las nubes de humo azulado de las fogatas. Eso fue lo que lo hizo detenerse y observar el movimiento de los hombres a cierta distancia. Y allí fue que vio el traslado de los cadáveres. ¿Porqué sería eso Señor?, ¿Porqué?... ¿ Qué habrá sucedido Señor en el Campamento? Se preguntaba a cada paso ese tal Alvarez. En un descanso, junto a un grueso árbol, recordó a Flaminio, su amigo, a la Lita, su pareja, a Rubén Remolcoy, a Velásquez, a Rudesindo Cárdenas y a Liborio Nauto. Pensó que todos estarían muertos…y ante la incertidumbre o la terrible sospecha, lloró, lloró y lloró, la triste realidad de su desdicha.
Al cabo de tres semanas de subir y subir cerros, traspuso la Cordillera de los Andes y alcanzó Río Turbio, y dicen que allí escuchó de labios de unos cuatreros, que había sido cianuro. ¡Sí! ¡Cianuro! Los hombres le comentaban, en torno a una fogata, que la administración de la firma, no quiso pagar los sueldos, que hacía poco más de un año, adeudaban a los hombres. Entonces fue que acordaron, armar una comilona invitando a todo el mundo que había en el campamento, con la mentira piadosa de que había llegado la plata, para pagarles a todos los meses que se adeudaban. Vinieron todos contentos a celebrar la noticia y hasta a las guaguas trajeron al ruido de las vajillas. Fue una mano la que hizo encalamitarse la harina y el polvillo de cianuro mezclaron con la blanca harina. No hay chilote que no quiera, comerse un buen milcao, o chapalele si quiere, o tortillas al rescoldo, o guaheme o un buen guiqueme, de todo les fue entregado. Y luego de la comilona, de a poco fueron muriendo, el cianuro fue matando primero a los más pequeños y luego fueron muriendo las mujeres y los hombres, dicen que la Compañía, cometió este horrendo crimen para no pagar a los hombres el año que les adeudaba. Terminando la matanza mandaron a unos rufianes, a enterrar a los muertos a una isla cercana, situada en la desembocadura del mismo Rio Baker, Entonces se le llamó la isla de Los Muertos y cerca dicen que queda la Caleta de Tortel. Los dueños de aquella firma se fueron a sus recintos y guardaron la mataza bajo el más firme secreto. El Gobierno de ese tiempo, no sancionó a los autores pues casi nadie lo supo, sino sólo aquel chilote al que llamaban Alvarez, Volvió con el tiempo al lugar, con el odio ya domado, no para hacer la justicia, sino sólo p”a rezar, por toda esa gente humilde que vino de Chiloé, a morir en estas tierras, que llaman de Trapananda.
Terminado su relato, el viejo se despidió, pero subiendo a su pingo, con las pierneras bien puestas, un niño le preguntó ¿cuál es su nombre Señor? A lo que el hombre volteó, a lo que el niño agregó A Ud. el de barba blanca ¿Cuál es su nombre señor? Y el viejo le contestó, sin despegar el pitillo: “ De Chiloé soy nacido, muy cerca del puerto de Chonchi. Soy de Terao chiquillo. Soy Alvarez por mi padre, y por mi madre Castillo”. Y volteando su caballo, dio las grupas al grupo y andando a tranco lento, tras las matas se perdió. Todos guardamos silencio mientras su caballo andaba y sacamos los sombreros como respeto a aquel hombre y a las almas que en recuerdo, por tierras de Trapananda, lleva sobre su silla, el único sobreviviente de aquella feróz matanza.