Esa tarde de verano habíamos ido a jugar al viejo castaño del patio de la escuela de Niñas de calle San Martín - como era nuestra costumbre-, y mi compañero de juegos (Armandito) tuvo la idea de subirse a ese árbol añoso y retorcido, con muchas cicatrices en su tronco y otras tantas ramas desgreñadas que indicaban la largura de su edad. El árbol daba una hermosa sombra en medio del patio de la escuela, y como era Verano y estábamos de vacaciones, no se escuchaba el bullicio habitual de los niños jugando en el recreo y sólo estaba, paradita más allá, la hija del cuidador, de apellido Stiul, observando tímidamente nuestras jugarretas de niños traviesos.
Katy Stiul era una niñita muy linda, de unos 7 años en ese entonces, rubia y de vivos ojillos azules. Nosotros, Armandito y yo, tendríamos en ese entonces unos 8 ó 9 años. Usábamos pantalones cortos, quizás una polera raída y sudorosa por el correteo del día, y estaríamos a esas horas, chascones, tapados de polvo y con la piel de la cara agrietada por el sol del verano,... pero aún con ganas de jugar.
En ese momento Armandito decidió subirse al árbol, trepó por el nudoso tronco arañando las grietas ya conocidas y así alcanzó rápidamente las primeras ramas, hizo unas piruetas y dio unos gritos imitando a Tarzán para que la niñita Stiul lo celebrara y como vio que la chiquilla sonreía interesada en sus piruetas graciosas, se sintió envalentonado subiendo a una rama más alta de la que quiso balancearse. La rama seca y vieja, dio un chasquido sonoro y ¡CRACK! , se vino al suelo violentamente con Armandito prendido en ella...AAAAAAAYYYYYYYYYYY¡ ¡PAFFF!. Armandito cayó sentado, dio in tremendo grito de dolor y en medio de la polvareda que se levantó, alzó su mano izquierda como pidiendo clemencia sin comprender bien aún lo sucedido: la muñeca de su mano izquierda parecía un tenedor, tenía una fea curvatura al término del antebrazo y los dedos de esa mano se veían crispados. La niñita Stiul se llevó las manos a la cara, emitió un gritito agudo y corrió a su casa en busca de su mamá. Armandito había bajado en caída libre desde unos 4 metros de altura y había apoyado la mano izquierda extendida, fracturándose los dos huesos del antebrazo( el cubito y el radio) cerca de la muñeca.
Los gritos de Armandito llenaban el vacío patio de la escuela de Niñas, más los gritos de la niñita Stiul y tal vez los gritos míos pidiendo ayuda, trajeron a la carrera a la madre de la niña, quien aún con su delantal de dueña de casa puesto y las manos y brazos mojados – pues estaría lavando ropa a esas horas- acudió prestamente a ayudarme a levantar a mi amigo y a llevarlo caminando, casi en andas, hasta el hospital de Castro. Llorando de dolor anduvo las calles Latorre, Los Carrera, Freire y Augusto Riffart, hasta llegar al Hospital y dentro de él nos condujeron a una dependencia interior para llegar a la cual tuvimos que pasar por un pasillo donde había dos camas con sendos enfermos, uno de los cuales pedía agua a gritos desesperantes ante la absoluta indiferencia de los miembros del personal, quienes se mantenían entretenidos a la lejanía en otros menesteres. Ya en la sala de yesos, a la espera del Dr. Tapia que esa tarde estaba de turno, me di maña para sustraerle un jarro enlozado al enfermo que no gritaba y corrí a la llave llenando el jarro con agua fresca para llevarle al enfermo que la pedía a gritos. Desconozco si hice bien o hice mal pero el enfermo succionó el líquido con tal avidez que quedó exhausto y tranquilo en su modesta cama. Era un humilde hombre de campo que me agradeció el gesto.
El Doctor vino pronto con su delantal blanco desabrochado –era verano y el día estaba muy caluroso- y sin miramientos comenzó a enyesar el brazo de mi amigo con telas mojadas empapadas en yeso, que luego de secarse formarían una coraza compacta para inmovilizar la fractura y facilitar su recuperación. Armandito seguía llorando aún al llegar a su casa de calle Piloto Pardo, a pesar de haber ingerido unos analgésicos.
Un mes más tarde fuimos a retirar el yeso al mismo hospital y a la misma sala y ¡Oh.! ¡Sorpresa!... la muñeca izquierda de Armandito seguía tan chueca y recurvada como antes presentando una especie de tumor negruzco en la cara interna del antebrazo, mientras los dedos seguían crispados, sin movimiento ni sensibilidad. El yeso había sido puesto sobre la fractura sin que ésta se hubiera reducido, es decir sin que se hubieran corregido previamente las posiciones de los huesos rotos… y el resultado había sido desastroso.
Armandito anduvo con su antebrazo recurvado y torcido por algunos días y sus padres, preocupados por el estado del brazo del niño –pues no podía mover los dedos de la mano y carecía de sensibilidad- averiguaron la dirección de un brujo “amarrahuesos” para llevar al niño a reparar el daño.
Así, un día del mes de marzo, el padre de Armandito vino muy temprano a mi casa. Habló con mi madre –no sé qué cosa, pues las conversaciones de los adultos no podían ser escuchadas por los niños y a eso le teníamos gran respeto- hasta que mi madre se volvió hacia mi y me dijo: “prepárate para salir de inmediato, llevan a Armandito a un brujo de Yutuy y el niño pide que tú lo acompañes. Su padre te espera en la puerta”.
A la voz de brujo quedé atemorizado ¡¿Cómo van a llevar a mi amigo donde un brujo?! Pensé yo... ¡ y a Yutuy...Yutuy....Yutuy...¡¿Qué lugar tan extraño será ese?!.
Entonces, apresuradamente, me puse un grueso abrigo y mis botas más calentitas...y ese gorrito con orejeras de color gris que mi madre me había comprado el invierno anterior para ir a la escuela y que a esas alturas ya me quedaba chico... y salí a la calle asustado pero decidido a acompañar a mi amigo al brujo.
El papá de Armandito me tomó de la mano y de un modo pausado y suave me dijo: “Armandito le teme al brujo y él dice que saldrá hacia Yutuy siempre que tú lo acompañes”.
Pronto recogimos a mi amigo en su casa y bajamos todos la pedregosa y polvorienta calle Piloto Pardo que serpentea por la pendiente rumbo a la playa, pasando por frente a las casas de Luchín, Tulín y Moroco Olivares, Angel Oyarzún, Pepe “Tronero”, los Galindo, los Ojeda, Jorge y Moquillo Rivera, cuyas hermanas: Teresa, Ester y Sonia eran muy lindas y motivos de nuestros sueños infantiles. Más allá pasamos frente a las casas de Los Asencio, cuyos hermanos Eliva y Paulina,- permanentemente rodeados de un halo misterioso- permanecían ocultos a las miradas de los vecinos pues al parecer tenían algún defecto físico que exigía respetar la orden de los mayores de “no dejarse ver “. Y más allá la casa de la Milena, hermosa mujer que fue en su juventud Reina de Belleza del pueblo y frente a ella la casa de Don Tobías Triviño, que construía sus lanchas en el patio de su casa para llevarlas luego arrastrando sobre troncos de árboles, hasta el mar, tiradas por varias yuntas de bueyes. Él era el dueño de “La Francisquita”, hermosa lancha que hizo el cabotaje entre los puertos de Chiloé y Puerto Montt durante decenas de años y que se construyó en la calle Piloto Pardo...(fue una verdadera fiesta cuando bajaron arrastrando a la Francisquita por la empinada y polvorienta calle, hasta dejarla en la playa con mar baja, frente a “Punta de Chonos”,esperando que suba la marea para que la lancha inicie su vida “andariega”entre las islas, fiordos y canales de Chiloé)... y luego, calle abajo pasamos caminando frente a la casa de ”Chino Jopio”,joven inteligente pero solitario, de hábitos nocturnos y costumbres alejadas de las normas de la sociedad, cuya vida fue corta y su fin justificaba el dicho: “el que mal anda...mal acaba...” Y así llegamos al muelle donde esperaba un gran bote con motor fuera de borda alquilado para la ocasión y cuyo capitán era el afectuoso Señor Alvarado que años más tarde volvería a ver en la isla Talcán... y así surcamos la lengua de mar que separa Castro de Yutuy. Esta es una caleta pequeña en torno a una ensenada apacible con unas pocas casitas junto a la playa, como tiradas al azar y desde allí un sinuoso caminillo polvoriento y rudo nos llevó cuesta arriba, serpenteando entre los suaves lomajes chilotes, ente verdes pastizales, rubios trigales, pródigos manzanales, quinchos, trancas, portones y pasos, entre el grito de las gaviotas y el olor salino del mar,... finalmente a la ¡casa del brujo!
Atravesamos unos rojos cercos tejidos con ramas de arrayán; cruzamos unas tranqueras estrechas y pasamos junto a una arboleda de manzanos, cuyas ramas cargadas de frutos rojos, verdes, amarillos o pintados, pesaban tanto que sus extremos llegaban a tocar el suelo. Algunos árboles se habían desganchado y sus frutos yacían desparramados en el pastizal: manzanas de libra, manzanas camuesas, manzanas de limón, manzanas de enero -¡las más amarillas y tempraneras!- manzanas “dulce-amargas”, manzanas de ají, pequeñas, del tamaño del pulpejo de un dedo, de un color rojo intenso ¡a rabiar!...y las enormes “cabezas de guagua,” tan grandes que una sola de ellas podría saciar el hambre de cuatro personas.
Todos íbamos avanzando hacia la casa del brujo, un poco asustados: el padre de Armandito marchaba adelante con un grueso palo en la mano como precaución por la repentina eventual aparición de un perro bravo en medio de la arboleda, Armandito ... triste y espantado porque tendría que vérselas con ¡un brujo! Y porque su papá le había dicho que había que quebrarle el hueso del brazo nuevamente para poder corregir la mala consolidación de la fractura... ¡quebrarle de nuevo el hueso!...¡qué barbaridad! ... Yo...-pensaba- me habría quedado con el brazo chueco toda la vida... pero quebrarme el hueso de nuevo... eso ¡jamás!.
Por momentos me sentía algo tranquilo porque ...¿qué podría hacerme el brujo a mi si yo no tenía nada que corregir? Pero el terror me invadía cuando me imaginaba al brujo como un hombre viejo, con barba, bigote largo, nariz puntiaguda, pecas, arrugas y cutumas en la nariz y una mirada muy malévola y misteriosa... ¡Ah! Y desde luego un poco jorobado y con un largo palo nudoso como bastón.... Pero ¡nada de eso!: al llegar a un gran portalón del huerto que antecede a la casa, salió a recibirnos con una amplia sonrisa un hombre cincuentón, algo calvo, con ojos profundos y amables. Llevaba arremangadas las mangas de su camisa escocesa con líneas de color rojo y negro y una gruesa faja de vivo color carmín, daba varias vueltas a su cintura para sujetar en su sitio un gastado pantalón de “huiñiporra”. Ese señor amable, de aspecto reposado...era el brujo en persona.
Después de ingresar al salón de la casa y de los saludos de rigor, mi amigo Armandito fue llevado a una habitación contigua. Mirando asustado hacia cada rincón de la casa, accedió – con los ojos desorbitados- a sentarse en una silla que el señor brujo le ofreció. El brujo, sentado en otra silla frente a él, acercó una pequeña mesita baja, sobre la cual había varios elementos adecuados para la operación: gasas, tijeras, un frasco con un líquido de aspecto aceitoso, alcohol, cajas metálicas con algunas cremas de diversos colores que el “pelapechos” fue abriendo lentamente una por una dejándolas suavemente en la mesita, algunos paños blancos inmaculados, doblados sobre si mismos en un extremo de la mesita y más allá un atado de parches porosos. El brujo aplicó una especie de aceite en el antebrazo y mano izquierdos de mi amigo y comenzó un masaje suave y pausado –“para que entre en calor”- indicó. Más tarde la esposa del brujo, trajo por orden de él, un lavatorio blanco enlozado con agua caliente y entonces los masajes se fueron alternando entre el de agua caliente y el de aceite.
Algo aburrido por el largo procedimiento pedí permiso para salir al patio de las manzanas, a lo que la señora y el señor brujo accedieron con una amabilidad notable y sendas amplias sonrisas. Me comí dos hermosas y deliciosas manzanas sentado placidamente en la hierba fresca, a la sombra de los árboles, disfrutando el trino de los pajarillos, el grito lejano de las gaviotas y el olor salido del mar mezclado con el aroma emanado de hierba fresca y el delicioso olor a manzanas maduras. Y en esas cavilaciones estaba, observado unos pajarillos que jugueteaban entre las ramas allá en la altura, persiguiéndose y piando en alegre jugarreta pajaril, cuando sentí un ruido seco y feo ¡CRACK! Que llegó nítido a mis oídos saltando por la ventana abierta de la habitación. El ruido fue seguido de un lastimero ¡AYAYAAAAAAAYYYYY!...a Armandito le acababan de quebrar de nuevo el brazo.
Me levanté de un salto y corrí a la habitación y ví con sorpresa que el brazo de mi amigo estaba recto y sin cutumas: los huesos habían vuelto a ser puestos en sus lugares correctos. Los dedos, que antes tenían un color violáceo, se iban poniendo gradualmente más rosados a medida que el brujo masajeaba sin cesar la zona de la muñeca.
Entonces, cuando parecía que todo estaba listo, el brujo pidió a su esposa: ¡Ahora tráigame por favor el “Cacho de Camahueto”.
¡Cacho de Camahueto!...pensé yo ... y me quedé en vilo.
El Camahueto -según los relatos que había escuchado- es un animal que según la mitología chilota, es del tamaño de un torito mediano que en las noches de tormenta nace de algún arroyuelo en medio del bosque y se dirige hacia el mar bajando desde el cerro, arrastrando y derribando la vegetación que encuentra a su paso, llevando además consigo la tierra sobre la que estos árboles se sustentan, hasta llegar al mar. El camahueto lleva en su frente un solo cuerno macizo y fuerte, provisto de propiedades medicinales insospechadas por lo que goza de gran aprecio entre los brujos. Según cuenta la leyenda, los brujos se hacen a la mar montando el “caballo marino” y persiguen al camahueto al que sólo pueden capturar laceándolo con un lazo fabricado con sargazo (nombre que los chilotes dan al huiro: Macrocystis pyrifera), para arrancarle el apetecido cuerno.
La señora del brujo, trajo con sumo cuidado, una caja de madera de la que extrajo algo envuelto en un paño blanco. El brujo depositó el envoltorio sobre la mesita aledaña y extendió con delicadeza y solemnidad las puntas del paño, apareciendo en el centro un enorme cuerno de color ocre, grueso como el cuerno de un vacuno pero más corto y macizo, terminando en una punta roma algo recurvada: era un ¡Cacho de Camahueto!
El brujo tomó el cuerno con delicadeza y comenzó a rasparlo con un simple trozo de vidrio, dejando caer las raspaduras sobre el antebrazo izquierdo de Armandito y sobre la cara adhesiva de un parche poroso extendido sobre la mesita. Cuando el brujo consideró que estaba todo listo, cerró el parche poroso sobre la muñeca de mi amigo y vendó con suavidad la extremidad con una larga venda elástica, exclamando son alegría: ¡El cacho de Camahueto es lo mejor que hay para las quebraduras de hueso! ¡Y eso es todo mi amigo!...¡Ud. se ha portado como un valiente!
Cuando aún no se secaban en su rostro las últimas lágrimas vertidas por los llorosos ojos de mi amigo, el padre de Armandito canceló al brujo por el impecable procedimiento y después de despedirnos de los amables dueños de casa, atravesamos el patio de los manzanos multicolores y en pocos minutos estábamos ya desandando en bajada el caminillo polvoriento que serpentea entre los suaves lomajes verdes y amarillos de los campos de Yutuy, para morir suavemente junto al mar. Los verdes pastizales me parecieron más vivos con el sol de la tarde y los trigales más rubios y lozanos, meciéndose al viento en oleadas cadenciosas ¡Qué hermoso el trino de los pajarillos!...¡qué bellos los paisajes!...¡qué fresco y diáfano el aire de esos campos!...¡qué aromas deliciosos proceden de la floresta!...y esas campanillas interiores comenzaron a tintinear de felicidad y no pude sujetarme: salí corriendo cuesta abajo por el caminillo polvoriento y aleteando como un pajarillo, con mi gorrito gris con orejeras en mi mano derecha, sentí la brisa fresca del mar, salobre y buena, golpearme la cara y juguetear con mis cabellos ... y corrí...corrí....corrí, cuesta abajo sin detenerme, hasta terminar exhausto rodando alegremente por la arena de la playita de Yutuy.... Cuando abrí los ojos, mi amigo Armandito se reía a carcajadas...estrepitosamente.