Sent: Sunday, February 1, 2009 9:29:20 PM
Subject: De trenes, barcos y choritos voladores
Querido Medardo:
El año pasado por estos mismos días estaba recién llegado o devuelto por encomienda a este país tras unos jugosos días veraniegos en Chiloé, acompañado por esa lluvia de siempre que no tiene otra estación que la estación de la lluvia, ésa que para nosotros se extiende de un año a otro año y así desde los ayeres más lejanos hasta nuestro presente más presente. En esos días andaba parriba y pabajo con nuestro Nada Queda Atrás todavía rezumando su maravilloso olor a imprenta. Apenas un año después, has vuelto a las andadas, y ahora no es el olor a imprenta el que acompaña tus andares de Conce a Puerto Montt y de Puerto Montt a Chiloé, sino el humo de los barcos y los trenes y los pitazos que en otro tiempo anunciaban las llegadas de unos y otros.
Ya te he contado que de chico anduve muchísimas veces en tren, pero nunca llegué hasta Ancud, ni tampoco tuve la oportunidad de viajar en la góndola que era el medio de transporte que usaban sólo los más palogruesos de la isla y, por supuesto, los chilenos del continente que se aventuraban a llegar a nuestro archipiélago olvidado aunque fuera nada más que para asegurar unos votos para sí mismos o para los candidatos que los enviaban a embaucar a nuestra gente.
Mis viajes siempre fueron nada más que de Castro a Puntra y vuelta a Castro, en un viaje de un montón de horas que se volvían eternas en los carros de tercera donde uno quedaba con el trasero cuadrado a causa de la dureza de sus asientos de madera. Así que llegado a Puntra y montarse sobre una buena montura o incluso sobre un poncho o un chal sobre las ancas de un caballo parecía un mullido sillón de un hotel de cinco estrellas.
De barcos tengo bastante menos que contar porque como chico castreño, hijo de familia del interior (sectores de Puntra, Tantauco y El Palomar) del mar sólo sabíamos que era inmenso, que el agua era salada y que de allí sacaban los pescados. Sin embargo, a pesar de eso, tengo una historia que estoy seguro pocos podrán contar y menos todavía afirmar que fueron protagonistas de una aventura como ésa. Esa historia permaneció perdida en mi memoria desde el verano de 1971 ó 1972 y nunca volvió a aparecer en la superficie de mis recuerdos hasta hace una semana cuando tuve en mi casa a dos estudiantes graduados que hemos traído de Punta Arenas, quienes me preguntaron sobre mis viajes a esa ciudad austral y eso iluminó en mi memoria el recuerdo de aquel viaje en tercera clase del Navarino junto a un par de centenares de coterráneos de las diversas islas que iban a trabajar en la temporada de esquila. Hasta recordé quienes fueron mis compañeros en esa aventura que no queda chica ni ante las más grandes ficciones de nuestro Pancho Coloane. Pero esta no es ficción sino pura y tremenda realidad y lo que ocurrió fue que nos tomamos el barco y tomamos de rehén al capitán.
La historia estaba tan olvidada que tendré que empezar a remendarla con hilo de seda para que aflore lo más claramente posible. Y tal vez podría reconstruirla completamente con pelos y señales si en algún momento tuviera la oportunidad de encontrarme con mis otros dos compañeros de viaje, a quienes no he vuelto a ver en mi vida. Uno de ellos fue compañero mío en la escuela de los Padres Franciscano. Pero por allí por el tercero preparatoria su familia se trasladó a Puerto Montt y no lo volví a encontrar hasta que subí al Navarino en el puerto de Castro. Este muchacho se llamaba Rigoberto Ovando y su papá fue carabinero. En verdad, él era un poquito mayor que yo porque mi compañero de curso fue su hermano Tallo (Octavio). El tercer personaje fue un muchacho del sector de San Javier (isla de Quinchao). De él sólo recuerdo sus apellidos que son Soto y Quiroz. Años después, cuando ya era profe en el liceo, me hice muy amigo de un hermano suyo que se había quedado para siempre en el terreno de la familia y que había sido estudiante del Politécnico.
Así que esta historia es bien larga y alguna vez tendré que escribirla o tal vez contársela a mi amigo José Teiguel que tiene más arte que yo para estas cosas. Pero que quede claro. Él escribe historias, es un grandioso inventor de historias. Yo las vivo, igual que esas abejas que viven la transhumancia y gracias a esa palabrita o a ese viaje de árbol en árbol aroman el mundo con su néctar. Años atrás, Mario Cerna Rosales, me contó de su experiencia abejuna y de cómo gracias a las estas pequeñas fábricas voladoras el había tenido la oportunidad de volar a varios países europeos. Pero Mario es hombre de bosque y mar porque al tiempo después me lo encontré en el negocio de la producción de choritos y según me han comentado los coterráneos en mis últimas idas a la isla, desde hace unos años ya no caen los chalilos en las casas de campo cubriendo todo el suelo sino que de vez en cuando el cielo se ennegrece completamente como si se viniera la más grande de las tormentas imaginables cuando a esos choritos alados de Mario Cerna Rosales se les ocurre salir a dar una vuelta para tomar un poco de aire de bosque.
Y hasta aquí no más entre, trenes, barcos y choritos voladores.
Tu amigo de siempre,
Carlos.