Para Aprender a Ver: Epifanía y Resistencia en Nada Queda Atrás de Carlos Trujillo

La escena es como sigue: Un hombre en una calle, y un teléfono público que suena insistentemente. El hombre que levanta el auricular. La llamada que se corta. Una pequeña caja junto al teléfono. El hombre que la abre, y comienza a llorar. La epifanía de una serie de imágenes de su infancia se ha apoderado de él. Amélie, poco antes, halló accidentalmente esa caja en el zócalo de su baño, y decidió buscar al niño que la había ocultado allí muchos años atrás. La cinta francesa de la que reproduzco la escena, es del 2001. Tres años después, una mujer en Chiloé recibe una fotografía tomada en 1967. En ella, aparece junto a su hija, fallecida siete años más tarde. La coincidencia entre ambas escenas es estremecedora. Ambas cargan su epifanía y recuperan una entrañable imagen perdida. Sin embargo, ambas también revelan que aquello recobrado es sólo una visión, y que lo verdaderamente depositario del afecto, se ha perdido irremediablemente. 

 
La foto de la muchachita muerta y la madre mirando la lente, es la primera imagen que encuentra el lector en la portada de Nada Queda Atrás (Ediciones Museo de Arte Moderno, Castro, Chile, 2007) ultima publicación del poeta Carlos Trujillo. 
 
Apelo a esta imagen, por que el libro todo no sólo representa esa posible caja de epifanías, sino porque la fotografía está íntimamente ligada a la experiencia total de la obra. El poeta escribe los poemas a partir de la contemplación de las fotos que Milton Rogovin tomó en Chiloé, a instancias de Neruda y Coloane, en 1967. El carácter del texto entonces, está marcado por esa particularidad. Y es por eso que, para Edson Faúndez, este libro revela “la significación de la mirada”, además de “la resistencia a los límites y la literatura como posibilidad de salud” (1). La mirada, naturalmente y en un primer momento, viene del enfrentamiento del poeta con un objeto cuya tarea es incorporarse “a la memoria social y política” (7), usando la expresión que Aurora Camacho recoge del crítico inglés, John Berger. Tal como aclara Sergio Mansilla: “las fotografías de Rogovin obedecen al declarado propósito de registrar el mundo chilote de 1967, con la finalidad de visibilizar su condición social subalterna” (4). 
 
Considerando lo anterior, el mismo Mansilla define este trabajo de Trujillo como: “una documentación/ recreación literaria mediante una escritura que identifica al documento fotográfico, lo sitúa, le recrea su circunstancia original y le otorga, en definitiva, estatus de documento de valor poético y político”(4). 
 
Pero Mansilla no sólo define, sino también ahonda en la práctica escritural de Trujillo, cuando señala que la creación de un yo es lo que “hace hablar a las fotografías” y que este yo “a la vez es hablado por ellas” (16). Su estudio da en el clavo respecto de cómo comenzar a entender este libro o este “doble retrato” en palabras del prologuista y arquitecto, Edward Rojas. Los textos corresponden a crónicas, evocaciones del pasado propio y ajeno, invención de voces atribuidas a los retratados, recreaciones imaginarias de lo que se vivió (y se vive) en el Chiloé de la memoria.” (5) 
 
Decíamos que el enfrentamiento del poeta ha sido, en primera instancia, a la imagen fotográfica. Es él quien ha abierto primero la caja de recuerdos. Y enfrentar la imagen y dar forma a lo que Mansilla enumera, trae consigo un particular tratamiento del tema del tiempo, aunque no sea la primera vez que esto tenga lugar en la obra de Trujillo. 
 
Para ver de qué manera lo asume esta vez, vale la pena revisar lo que el propio Mansilla señala en un artículo anterior titulado Carlos Trujillo: El sueño de otra historia. El académico y poeta chilote-osornino identifica en la obra del poeta de Castro, la oposición fundante “pasado v/s presente” como ejes articuladores de “la representación de una temporalidad histórica marcada por violentas fracturas en su devenir, que abrieron un abismo entre la promesa del futuro y lo que vino a ocurrir efectivamente en el tiempo histórico.” (35) 
 
Para explicar lo anterior, Mansilla se vale de uno de los poemas más conocidos de Trujillo -“Mis Limites”- y de la lectura que Marcelo Coddou hace de éste. Así, sostiene que dicho texto sugiere la tarea del escritor como la creación del: “espacio marginal y revulsivo en que los límites “existenciales e histórico-sociales” (Coddou 1996: 131) no impongan la división, la injusticia y la tristeza que han generado a nivel social. El poeta, para ello, debe navegar el tiempo y disolverse en el poema, aceptar todos los encuentros y todas las síntesis al pie de su mirada.” (8) 
 
Para Nada Queda Atrás, Mansilla reactualiza la idea, señalando que “los textos de Trujillo se vuelven ejercicios de historización de las fotografías mismas, alejándolas del riesgo que éstas se conviertan en simples piezas arqueológicas” (9). Se cumple así, que el tiempo del poema es "reconciliación de todos los tiempos" en palabras de Paz, porque como Faúndez agrega, “las dimensiones espacio-temporales se conjugan productivamente”(7). Del mismo modo, añade que los poemas hacen hablar al pasado “desde su mismidad pretérita, aunque los límites de lo pretérito estén borrados para problematizar su propia escritura”(10). No entraré en esta última aseveración, pues me parece importante no desviarme de la idea que Mansilla tiene del tiempo en la obra de Trujillo, para hacer el planteamiento que me parece pertinente; aunque para ello aún falte añadir algo más que el mismo estudioso señala: “lo que hoy vivimos no es sino el futuro efectivamente acontecido que actualizó uno (y anuló a los otros) de los futuros posibles con los que quizás soñaron esas personas que se cruzaron delante del obturador de la cámara de Milton Rogovin en el verano chilote de 1967”. (10) 
 
Mansilla dice bien. Pero si seguimos el hilo de las ideas, podemos ver que el eje temporal del libro no está en plantear este futuro relativo como parte de un pasado prometedor –característico en libros anteriores de Trujillo- sino precisamente en lo opuesto; esto es, en ver un pasado sin promesa, del que este presente-futuro es ciego, y es deudor. 
 
En Nada queda Atrás, el poeta invierte el eje articulador de la representación histórica de su obra hacia el modo “presente v/s pasado”. Es decir, se sitúa en un presente marcado por los signos de la modernidad, una de las variables de ese futuro que podía realizarse como bien dice Mansilla, para mirar hacia atrás a aquellos de cuyas esperanzas no hay registro ni en la más testimonial y realista de las fotografías. Porque no hay promesa de futuro rota, sino la negación –aumentada en el decurso de los poemas- de que el pasado pudiese haber entrañado alguna promesa. No está en estos poemas el “presente doloroso que vino a surgir como resultado del fracaso de las expectativas de futuro en el pasado” (35) como señala Mansilla acerca de sus textos anteriores; sino, precisamente, la iluminación de segmentos de ese pasado, que contuvo vastos sectores sin el abrigo material ni espiritual de la esperanza. Una perspectiva mucho más desoladora pero, a la vez, más enternecedora, que desarticula el derrotero que fue, alguna vez, del sueño al testimonio. 
 
Si el sueño de otra historia, como propone Mansilla, tenía por escenario el paisaje sureño donde ocurrían “el presente y el pasado, lo vivido y lo soñado por el poeta” (36) en Nada queda Atrás encontramos que el paisaje del sur no es depositario del sueño, sino del testimonio mismo del fracaso del pasado. 
 
La antigua definición del “peso de una historia no deseada y que se soporta” (Mansilla, El sueño, 37) también es alterada en Nada Queda Atrás. Pues en los poemas no es lo que se prometió en el pasado lo que se busca revelar, sino el dolor mismo de antaño, que además busca reinterpretar un presente que asoma vacío de significados. 
 
Si el paisaje en sus libros anteriores, específicamente en Escrito sobre un Balancín, resultaba sólo escenario alegórico de una batalla por vencer un aniquilamiento en que prevalece el fracaso de las ilusiones, como señalaba el propio Mansilla; en Nada Queda Atrás, el escenario se concretiza. Pero contrario a lo que pudiese pensarse, no resulta menos alegórico. La alegoría se da por la transfiguración metafísica de los elementos materiales reconocibles, aún cuando ellos no abandonen su carácter objetivo, referencial y preciso. 
 
Mansilla agrega que el paisaje en Escrito sobre un Balancín aparece como un sitio aún “incontaminado por el efecto destructivo de una historia que pisoteó las expectativas de futuro.” (Mansilla, El sueño, 39) El presente desde el que se habla -nos recuerda Mansilla- se transforma así en precariedad, fractura y derrota de las esperanzas. Todo esto está invertido en Nada Queda Atrás. Pues si bien el pasado mantiene su halo de pureza, y aunque los personajes de las fotografías son, a la vez, representaciones de un pasado destruido frente a la posibilidad de futuro, es el presente de los personajes, es decir el pasado del lector, el que conserva y proyecta tal fractura. Mirarla desde el presente más cómodo, más desarrollado de acuerdo al canon occidental, más globalizado si viene al caso, es reconocerle la precariedad, pero es también asomarse a la precariedad del propio presente. 
 
Lo anterior nos indica que los límites temporales se han difuminado en la obra. Aquí Trujillo ya no representa “el pasado como posibilidad de un futuro lleno de colores” (Mansilla, El sueño, 40) - repitamos la idea para seguirla desarrollando - no hay esperanza de un nuevo futuro frustrada en el pasado (Mansilla, El sueño, 40), ni el resultado de ese quiebre es un hoy fracturado por la pérdida de esas esperanzas. Sino que el quiebre de hoy está contenido en su propio fulgor. El libro va así en busca de un fundamento original para remirar los propios tiempos desde una perspectiva ampliada, que tienda a una reconciliación con la propia identidad. A una sanación de la fractura por medio de la reconciliación de todos los tiempos del poema, retomando la idea de Paz. 
 
Adelantábamos al comienzo que, para Faúndez, este libro representa un modo de literatura como posibilidad de salud. Volviendo al punto, Faúndez cita a Deleuze, para quien el poeta “es médico de sí mismo y del mundo” (Deleuze en Faúndez, 18): “la salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta (…) no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. (Deleuze 1996: 15)” (18) 
 
La cita calza a la perfección con Nada queda atrás. Este pueblo menor, dominado, en perpetuo devenir y siempre inacabado, es el pueblo que falta en la propia visión del pueblo que se mira a sí mismo. Es el país cuyos candidatos presidenciales enarbolan el slogan de mirar siempre al futuro. País cuyo viejo escudo ha sido oficialmente fragmentado, por los gobiernos de la Concertación, en cubos de apariencia 3D. El país que a comienzos de los noventa envió un Iceberg a medio derretir a una exposición europea, para reafirmar el carácter frío y futurista –el cliché del continente blanco como la tierra del porvenir- de su imagen. Y que reitera todo aquello con el mismo énfasis actualmente, al promocionar la “Imagen País” desde la postal deshabitada de los paisajes de la Patagonia. 
 
Trujillo apuesta a llenar esos paisajes de sujetos y objetos, y a resignificarlos desde un pasado ineludible. En un viejo poema, “Territorio de la Esperanza”, encontramos precisamente una de esas posibilidades añoradas que se concretan en Nada Queda Atrás: “La esperanza es una capa de luz cubriendo nuestros cuerpos desnudos”. Las fotografías desnudan esos cuerpos humanos, históricos y geográficos. La poesía pone luz sobre ellos, y los lleva a contemplarse a sí mismos. 
 
La reinterpretación de un nuevo tiempo histórico en que “la presencia se constituye por su ausencia y viceversa” (Mansilla, El sueño, 53) permanece intacta en este libro; aun cuando el paradigma del posicionamiento temporal se haya subvertido. Y es porque algunos elementos, además del anterior, permanecen fieles a la poética tradicional del poeta chilote. 
 
Iván Carrasco, quien ha definido a Trujillo como “el fundador de la poesía contemporánea en Chiloé”, y que prologa la Antología Mis Límites, recoge el testimonio del autor cuando señala que “el poeta debe ser un testigo participante, que no agache la cabeza” (60). De lo anterior, deduce que la poética del autor “se define como una tarea análoga a la del antropólogo, la participación en la vida cotidiana de su sociedad para dejar un testimonio experiencial de ella” (61). Poética que permanece y cambia, ciertamente. Pues como hemos señalado, lo que distingue a Nada Queda Atrás en ese sentido, es la arqueología que hace, y el lugar desde el que se posiciona. 
 
En la sección titulada “Los Límites del Humano Territorio” del mismo estudio, Carrasco señala que “la experiencia básica que articula amplias zonas de la poesía de Carlos Trujillo, es la dificultad de vivir, de realizarse en la existencia (…) para vivir en un sentido cabal. (…) Implica una forma de sentirse marginado también de la existencia, no sólo de la sociedad y la cultura”. (66) Aquello es, precisamente, lo que mueve a Rogovin al retratar. De ahí la honesta afinidad –digna de destacarse- que muestra la poesía de Trujillo con la fotografía del norteamericano. 
 
Como definía en 1989 Iván Carrasco, la poesía del autor es: “Una visión realista y desmitificadora de Chiloé” (72). Si seguimos al estudioso valdiviano, ya para entonces el Chiloé de Trujillo no era el territorio soñado, idealizado, mágico de la infancia, sino el espacio que “fundamentaba y situaba el acto de escribir” (72). Sin embargo, aquello tiene nuevos ribetes. Es cierto que no es el espacio soñado, pero al mismo tiempo lo es. Sigue sin ser idealizado. La realidad muestra su cara más dolorosa. Pero, sin duda, estos poemas constituyen un acto de recuperación de un espacio que, a pesar de ser doloroso, no deja de tener visos de aquella magia de la infancia: Tú puedes ir por allí y encontrarte en cualquier cosa con presencias de lo innombrable. (72) Son sólo matices, pero son, agregaría Vallejo. Pues si después de todo, la visión es realista ¿qué realidad de Chiloé revelaría Trujillo en sus poemas, si no incluyese la insinuación de aquellos elementos mágicos? . 
 
Creo que la clave en este poemario está en su apego por hacer del libro, hablo de él en su materialidad, objeto de la experiencia de la poesía. 
 
La poesía, como señala Johannes Pfeiffer, no es “una figuración estática sino en movimiento, en devenir” (Pfeiffer, 28). Por de pronto, tenemos en el libro dos componentes: fotografías y poemas, que calzan con esa representación opuesta de la definición citada. La fotografía corresponde a la figuración estática – marginada por Pfeiffer en la definición de la experiencia poética-. Y, a la vez, contamos con el devenir, el movimiento que otorgan las palabras a esas imágenes. Así, la transfiguración de la fotografía en objeto poético, está dada por el movimiento que otorgan los poemas. 
 
La carta de Neruda incluida como prefacio, presenta ya al comienzo del volumen una realidad estática: “Hay una isla grande llamada Chiloé (…) Se mantiene asombrosamente intacta, pobre” (6) Y si para el Neruda de 1967 y los fragmentos congelados de Rogovin, aquello puede aplicarse, es Trujillo quien actualiza y da movimiento a esa circunstancia que ya no corresponde. Aunque aspire, paradójicamente desde el título, a establecer esa permanencia. 
 
El texto se debate entre esas dos constantes. Lo estático de la fotografía, del testimonio nerudiano. Y lo que se mueve en los poemas, lo que Trujillo transfigura. Reconciliación de los opuestos, al decir de Octavio Paz; imagen quieta y palabra en movimiento; instantánea congelada y devenir. 
 
Dicho movimiento es el regreso de su propia poética, y es la relación que establece el poeta, de entrada, en el vaivén -como de balancín, vale la pena señalarlo- del poema inaugural titulado “Van la fotografía a la palabra”: Van y regresan una vez. Va la palabra a la fotografía/ Y se queda frente a ella/ Mirándose a los ojos. (13) 
 
Mansilla dice de este vaivén, que es la “palabra-cántaro” (4), entonces, la que recoge y transporta el agua fundamental de las significaciones poéticas en un incesante ir y venir del texto a la imagen fotográfica, y viceversa. 
 
Sin embargo, no cualquier palabra que vaya y venga logra lo que a mi parecer se consigue en este libro. Agreguemos lo que señala Pfeiffer: “la auténtica metáfora jamás surge sólo de una comparación consciente.” (Pfeiffer, 37) Trujillo lo sabe. Por eso se vale de muchos recursos y maneras para conseguir la transfiguración y el movimiento de las imágenes. Vamos a lo que plantea Mansilla al respecto. 
 
La primera de sus constataciones que me interesa citar, es que varias de las personas y objetos representados en las fotografías-poemas que conforman el libro, adquieren dimensiones cósmicas que los sitúan de lleno en el campo de lo simbólico, campo enriquecido por una imaginación surrealista que formula, en clave poesía, una absoluta identidad entre lo humano y el universo todo —gesto escritural que nos recuerda el creacionismo cósmico de Vicente Huidobro— y que está al servicio de mostrar a los fotografiados como seres en los que las energías fundamentales del universo hallan su lugar y se manifiestan en plenitud. (7) 
 
Es así, y por algo Mansilla recupera la cita de Susan Sontag cuando la autora sueca nos recuerda que la manera moderna de mirar es ver fragmentos (1). La mirada es el primero de los recursos, instrumentos y personajes –digo conscientemente que la mirada es un personaje- que Trujillo utiliza para comenzar a dar impulso -como en el balancín- a su palabra. 
 
El acto de mirar, que ya se anticipa en el comienzo, se ve reforzado y desarrollado en el resto del poemario. Y Mansilla reconoce al poeta atestiguando en el libro “su propia doble condición de vidente de las imágenes fotográficas y de memorialista expatriado en los Estados Unidos que se ve impelido a mirar Chiloé” (6), y a mirarse situado en Chiloé, en el espejo nostálgico de su propia memoria. 
 
Como señala Faúndez, la mirada sustrae, momentáneamente, al objeto visible de la ruina o el abandono en que se encuentra (3). La de Trujillo, sugiere el mismo autor, “tiene una significación dominante. La mirada, por lo mismo, viene de la memoria y va hacia la memoria”(3). 
 
Pero no solo Trujillo mira. Antes, lo hizo Rogovin. Y Trujillo quiere que el lector se sume al acontecimiento. La apelación al lector se vuelve una constante. Y la apelación busca el ojo del lector, lo invita a mirar. En el título del poema que pregunta qué miran “Esos ojos que miran” (113), los ojos serán los vasos comunicantes entre lector, imagen fotográfica y texto. Los ojos de los personajes de las fotografías son frecuentemente mencionados. Y frecuentemente se invita al lector a mirarlos. El pequeño Víctor del poema “Isolina, Justo y Víctor”, fallecido en un accidente de mar, traía su destino marcado en los ojos: El pobre nació con los ojos repletos de cielo y de mar. (22) En el poema “De Tiempo, tierra y polvo”, el personaje que mira hacia la lente, es el que habla y pide que miren sus características físicas, y vean su ambiente y su tiempo: Miren las tablas gastadas de la pared del fondo/ Mírenle los años, descúbranle sus cuentos. (41) 
 
En el poema “Señora sola” el poeta expande los alcances del acto de mirar tratando de dilucidar su propósito: Ver para ver/ Meditar para ver// Mirar es aprender a ver lo que nunca se mira. (139) En el primer y segundo verso citado, ver y meditar adquieren igual categoría al alcanzarse en objetivo y, al situarse ambas palabras en lugares equivalentes en los versos. El poeta devela aquí también que su acto de contemplación al enfrentar la fotografía, ha tenido un propósito equivalente al acto de la meditación. Por ende, la apelación constante al lector del acto de mirar, debe entenderse también como una apelación a meditar. 
 
Pero hay más en esta vertiente. En “abuela y nieta” y en “Señora con delantal esperándose a sí misma”, la nieta y la señora miran y el poeta evidencia en esas condiciones observantes, la indeterminación que hemos visto en el tema del tiempo y que volveremos a identificar más adelante en nuestro análisis. La nieta “mira lo que mira” (143); y en el caso de la señora, el poeta señala aquello que ella “no mira”: La señora sola no mira el macetero ni las flores/ La señora sola no ve el brillo del sol. Y aunque añade el propósito de avizorar el futuro, mantiene la indeterminación en los versos finales: Su ojo izquierdo mira la cámara fotográfica de tu ojo, lector/ Su ojo derecho ve lo que no vemos.(171) El ejercicio de ver se complejiza, el lector es quien da registro a la imagen, y su ojo es la cámara. Pero ¿qué es lo que no ve el lector al mirar la fotografía, al leer el texto?. 
 
El poema citado, “De Tiempo, tierra y polvo”, da otra clave. La transfiguración, además, consiste en ver en los personajes, el mundo natural. Es lo que será una de las grandes constantes del libro. Los personajes se transfiguran: En mi rostro van las quebradas y los ríos. La naturaleza y el tiempo han dejado su huella: los mares y las lagunas/ Que con la ayuda de los años/ Han dibujado las manchas de mi ropa. Y hasta la estigmatizada pobreza, también parece ser consustancial a esa naturaleza que se invoca: Hasta mi pobre ropa es el rostro de la tierra.(40) 
 
Pero no sólo lo anterior, sino el acto mismo de mirar es lo que se ha transfigurado. La mirada del poeta se ha transformado en poemas. Y estos poemas han creado y recreado las voces de los personajes, paisajes y objetos presentes en las fotografías. Transfiguración doble entonces, mediante la cual el poeta es capaz de exceder el registro fotográfico. Así, “En Ropas colgadas en el cordel”: Vean éstas, mis ropas/ Las únicas que tengo” (63) La fotografía muestra sólo unas piezas de ropa deshilachada tendidas en un alambre. Pero el poeta pone a hablar al dueño de esas prendas, a quien no vemos en la imagen. Esta expansión se repite en “Cruz blanca y sola en el cementerio coronada”. El encuadre fotográfico muestra sólo el acercamiento a una cruz, pero el poema habla de cementerios chilotes: se plantan mirando hacia el mar/ las casitas de los muertos abren los ojos (46). 
 
Es imposible que la imagen limitada de una cruz pudiera ofrecernos una panorámica tan amplia de la totalidad de lo que es la manifestación religiosa y tanática de la cultura popular de Chiloé, de no ser por que el poeta recurre a su experiencia y su memoria para completar el panorama. Es así como la poesía logra, en este caso, lo que bien señala Pfeiffer: “algo que el impresionismo pictórico jamás podría ni siquiera intentar: abarcar de un aletazo la totalidad de lo existente, conjurar de un golpe lo más cercano y lo más lejano. Aquello que para nuestra experiencia está y permanecerá siempre rígidamente separado” (Pfeiffer, 40) 
 
Las voces producidas por la transfiguración del acto de mirar, se escuchan y presentan a través de la inclusión de monólogos -como en el poema “Con lezna y martillo”: No trabajé para los más copetudos de la ciudad ni tampoco para los ricos” (71)-, de diálogos fragmentados ¬– como en el poema “José Gumercindo Cárdenas, zapatero quemchino”: “Hija, tenemos que destruir este libro”/ “Papá, no puedes quemar este libro de Neruda.” (67) -y de frases sueltas, dichas en un tono que “aunque no contenga localismos ni aspectos folklóricos, tiene el sabor de un lenguaje hablado por una comunidad” (5), señala Aurora Camacho. En el poema “Peregrinos caminando cerro arriba”, además del diálogo, pareciera que la voz popular del pueblo reclamara al poeta su uso: las estacas de los cercos/ parecen trípodes de fotógrafos/ O telescopios de niños grandes: ¡Qué telescopios van a ser!/ ¡Dígame de dónde sacó esa palabra tan bonita! (55). 
 
Desde otras aristas, aparece “Ni mariposas ni manzanas”, poema en que Trujillo invoca los pies de niños, transfigurados en los poemas de Neruda y Mistral, para construir desde ellos su propio gesto añorante de no poder soñarse pies mariposas/ O manzanas. (51) El verso, además de servir para ilustrar uno de los pocos acercamientos intertextuales del libro, sirve para recalcar una de las ideas expresadas anteriormente. Y voy a volver a ella para ir acercándonos a la síntesis final de esta propuesta de lectura. El no poder soñarse confirma una vez más que el pasado no era albergue de sueños. Una constatación similar se encuentra en el poema “Pobreza y soledad, pobreza doble”, donde vemos la imagen de un pasado –en su presente- detenido: La vida por su cuenta, nos paró en la pobreza/(…) Sin ni luna ni sol que alumbrara los días. (58) Frente al tiempo detenido y la ausencia de los elementos sol y luna que lo marcan, el devenir ha sido anulado y, por ende, lo ha sido la posibilidad de sostener una esperanza, pues condición esencial para albergarla, es la idea de un tiempo que transcurra. 
 
Quisiera agregar un elemento más al análisis: la materia, que tiene un relevante y diferente tratamiento en el libro. Para Rosabetty Muñoz, el poeta logra muy buenos poemas especialmente en aquellos que se aleja de los elementos visuales y, mejor aún, cuando los transfigura (1). De acuerdo con lo último, y en desacuerdo con lo primero. Pues precisamente cuando el poeta entra en la materia, al decir de Neruda es uno de los puntos del poemario que me interesa subrayar- es cuando logra los poemas más reveladores desde el punto de vista de la posición del hablante en el tiempo, y de la revelación y meditación que el poeta quiere provocarnos con el mirar al que apela. El tratamiento de la materia, para Trujillo, ha de ser humanizado. Como en el Neruda de la poesía impura, a Trujillo le interesan las huellas humanas en los objetos, incluso ellos mismos son depositarios de una humanidad revelada y transfigurada. 
 
En el poema “La Cantina”, por ejemplo, vemos que los objetos por sí solos no bastan para revelarse, sino que necesitan de una dimensión humana que les dé significado: “No son las botellas alineadas en la repisa/ para una buena fiesta tal vez basta una sola/ (…) Siempre que haya un amigo compartiendo la mesa” (79). 
 
Otras veces, los elementos se personifican y, como veíamos antes, su transfiguración expande los límites de la instantánea. Así, en “Se acabó la fiesta”. La foto de algunos chuicos o damajuanas, da paso a las conjeturas de un tiempo que está fuera del encuadre: Se lo tomaron todo los tomadores/ Alzaron sus vasos y sus voces/ (…) Se enemistaron unos, se congraciaron otros // Habrá que remedarles las varillas del traje / Reforzarlos un poco, ponerles buena cara. (125) 
 
En el poema “Costillar de cordero en la pared”, hallamos la siguiente estrofa: El pato mira hacia la izquierda/ Y no se mueve/ Temeroso de la tijera cortalatas/ Que podría hacerlo huevo/ O pez o estrella/ O simplemente espejo de la nada.(133) La personificación pone aquí, incluso en contacto a los objetos personificados. Y esa transfiguración dota a los objetos de sentimientos y emociones profundas, de un lenguaje humano, pero a la vez, de un lenguaje que pertenece sólo al mundo que revela. Es lo que señala en “El lenguaje de las cosas”: Parece que las cosas/ Se hablaran y entendieran en un lenguaje propio// Parece que el costillar de cordero y el pato de hojalata/ No pararan de hablar hace días. (134) 
 
Los versos anteriores, y todo lo anterior, nos da la posibilidad de señalar un punto importante en el conjunto, y en el estado actual de la poética de Trujillo. La palabra parece acentúa el carácter de indeterminación del tiempo y el espacio que recorre como elan vital el libro. Podemos verlo en cómo concluye el poema: Parece que la palabra desamparo/ Fuera la presencia más constante en esta casa (134). Indeterminación, ciertamente, pero Trujillo hace de la palabra dentro de la casa - de una especialmente-, la presencia más constante. Si la palabra, aun de manera imprecisa, es la presencia más notoria y persistente; y si el residuo es la palabra, entonces el rescate de ese espacio será a través de ella. Aunque la palabra sea desamparo, pues el desamparo es la constante en los espacios revelados. 
 
Podemos volver ahora al poema “Cruz tirada en el suelo y sus santos tarros acompañantes”, y agregar algo más a lo dicho hasta aquí. La fotografía parece ser una variante de aquella cruz solitaria y erguida que, en su aislamiento, encontrábamos como posibilidad de representación de un cementerio desarrollada en el poema. En este caso, la cruz permanece tirada en el suelo, como señala el título del texto, y rodeada de desechos a los que el poeta otorga atributo de santidad. Sin embargo, la alusión de un tiempo pretérito a través de esos símbolos contrapuestos, ahonda en la configuración de esa imagen de pasado que Trujillo complejiza en Nada queda Atrás. Es decir, la de un pasado dignamente erguido en su soledad y en su relación con la naturaleza de su propia constitución, esto es la cruz en su cementerio. Y la de un pasado derrotado en relación con los elementos de la producción, lo económico que estaría representado en los tarros: Sola, estirada y sola, a la espera del otro/ (…) Que la limpie y la cepille // (…) Nunca dijeron nada sus cinco acompañantes (109). Si fuese así, el apelativo de santos podría tener una connotación irónica. Es probable, aunque no hay certeza. Pero esos tarros que no dicen nada del sueño de esa cruz derruida, también muestran la imagen de esa situación de abandono en que los personajes y elementos de todas las fotografías y los poemas están sumidos. 
 
En el poema “Regreso a casa por el bus del mar”, el hablante, a la vez que se instala en el tiempo de la fotografía, propone preguntas para las que ensaya sus propias respuestas: ¿Cuándo volveremos otra vez? ¿La próxima semana o el mes que viene? / No faltarán días para volver a caminar las calles de ese pueblo/ Para compartir las conversaciones de esa gente y las noticias de las radios a transistores. (120) Esas respuestas exceden el tiempo en que el hablante se ha instalado, y a la vez señalan la poética propia de la creación de este libro: volver a caminar esas calles y compartir las conversaciones de esa gente. 
 
Los poemas finales Nada Queda Atrás parecen apelar a una desintegración desnudada y, aunque nunca evidente, más determinante de la observación de la condición de Chile. 
 
En “Bandera Colgada sobre un país que no es”, el poema centra la mirada sobre el balancín y la bandera chilena, estáticos en el centro de una habitación: Pobre balancín cabalgador, mudo e inmóvil abandonados por los otrora niños que ya se fueron/ Por los atractivos paisajes de la adultez. (167) 
 
No resulta difícil darse cuenta de la alegoría que señala el despropósito del derrotero de la historia. Si, como dijimos, la poesía anterior de Trujillo apelaba a la posibilidad de un futuro trunco por la promesa del pasado, aquí se nombra un presente, representado por la adultez, cuyos paisajes se muestran atractivos, pero cuya realidad, a ojos del poeta, se desnuda en los versos finales del poema: es la tierra de un país que también se les fue. (167) 
 
El atractivo no es tal, el territorio se ha perdido. El abandono es más que nunca, evidente. Porque un país que ha abandonado y desconoce su infancia, y remite su origen al olvido, paradójicamente es un país que no es. 
 
Faundez señala que la forma de resistencia al poder sugerida en Nada queda atrás se elucida en la posibilidad de hacer visible lo que permanece invisible. El modelo socioeconómico que, promovido por el régimen autoritario, acompaña el proceso democrático chileno, como señala Faúndez, es el gran telón de fondo, el elemento ausente siempre en presencia (3). 
 
Lo político de estos textos, tiene una dimensión en que operan las visiones del tiempo, y un tiempo que se altera mediante el proceso poético. Según Mansilla, el gesto de este libro es un gesto “políticamente comprometido con la urgencia de que el presente actual se lea en y con el pasado” (10), pero no como un pasado que prometió y no cumplió. El presente no es el paraíso, porque el mero progreso material no lo es. En el origen de ese progreso material está el sufrimiento de quienes nunca pudieron siquiera aspirar a eso. Como en sus poemas, y a partir de ellos, Trujillo llama a remirar ese progreso para hacernos ver de dónde venimos y quiénes somos. Porque las preguntas que finalmente cierran el libro y que se abren con ¿De dónde vinieron? son preguntas que, después de leer el poemario, podríamos interpretar perfectamente en la primera persona del plural. Las respuestas que los poemas dan a las fotografías, se mueven precisamente en esa esfera. 
 
¿De dónde venimos? A la denuncia fotográfica de Rogovin, el poemario antepone su propio acercamiento a una parte pequeña de esa gran pregunta. Pero de nuevo la respuesta se complejiza. Porque al abrir esa pregunta, se abre la indeterminación: ¿De dónde llegaron los que llegaron alguna vez quién sabe dónde? (…) ¿Cuáles los pasos que los trajeron a este aquí donde vivimos y nos preguntamos por ellos? (187) Así, la máxima del poemario, la idea central de no dejar nada atrás, de aprender a mirar lo que no se ve, se relativiza, y a la vez se confirma. A pesar de no tener respuestas evidentes a estas interrogantes, la poesía ha sido el acto de reafirmación ante esa incertidumbre. 
 
El poeta ha terminado con preguntas. Y en ellas ha llevado la relativización de la imagen actual del país hasta sus orígenes. Ni descubrir la fachada desnuda y olvidada de su tristeza, ni encontrar los juguetes en una caja perdida en la infancia, representan episodios estériles, porque ellos no se cierran en las lágrimas derramadas antes las imágenes que corren. En ambos casos, surge la posibilidad de mirar la vida actual a la luz de un haz distinto, como la vida misma que emana del pasado. Así se cumple el mirar para meditar que pide el poeta en sus versos. 
 
Sergio Mansilla declara que “lo más humanamente significativo” fue contar en la presentación del libro, “con la presencia de algunas de las personas que fueron fotografiadas en febrero de 1967 por Rogovin, y que están aún vivas” (12). Ellen Rogovin, hija del fotógrafo, escribe a Sylvia Guentelican: “Al pasar los años, Milton puso en su casa la fotografía de ti y tu hija. (…) Años después, cuando mi madre estaba muriendo de cáncer, ella le pidió que la fotografía” estuviera a su lado (13). 
 
Para mí, la escena es como sigue: El poeta escuchó la llamada al pasar y levantó el auricular de ese teléfono -con código de larga distancia incluido- y llamó a ese país -lejano de sí mismo- que es Chile. Después, con la punta de su lápiz, abrió la caja. 
 



Referencias bibliográficas:
• www.wikipedia.com Amélie, diciembre 1 de 2008: http://en.wikipedia.org/wiki/Am%C3%A9lie#Racism_accusation
• Camacho, Aurora. “‘Hallar la luz’. Homenaje a Carlos Trujillo en la presentación de su libro Nada queda atrás” (inédito).
• Carrasco, Iván. “Poesía chilena en Chiloé: Carlos Trujillo” “Por el territorio de los límites. Propuesta de lectura de una cierta zona de la poesía chilena” Ed. de Jorge Torres, Barba de Palo, Valdivia, Chile, 1996.
• Faúndez V., Edson. “El territorio sin dueño que despierta cada mañana más temprano que la luz”. La poesía de Carlos Alberto Trujillo. Universidad de Concepción. (inédito)
• Mansilla Torres, Sergio. “Cuando la memoria poética documenta la historia, no todo lo sólido se desvanece en el aire (En torno al libro Nada queda atrás de Carlos Trujillo y Milton Rogovin)” (inédito) Proyecto FONDECYT 1050623
“Carlos Trujillo: El sueño de otras historia”, “Por el territorio de los límites. Propuesta de lectura de una cierta zona de la poesía chilena” Ed. de Jorge Torres, Barba de Palo, Valdivia, Chile, 1996.
• Muñoz, Rosabetty, Nada queda atrás: imagen sobre imagen. (inédito)
• Pfeiffer, Johannes, La poesía, México, Fondo de Cultura Económica, 1986 

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