El poemario Postales de Filadelfia de Carlos Trujillo, publicado por Casavaria Publishing, supone una nueva obra en su ya larga carrera literaria. Galardonado con el premio Pablo Neruda en 1991, Carlos Trujillo continúa ilustrando con versos deliberadamente austeros profundas reflexiones sobre temas cruciales de la vida. Postales de Filadelfia se presenta en castellano y en inglés, con una traducción precisa y cuidada. La elección de una edición bilingüe refleja la dicotomía vital de Carlos Trujillo, a caballo entre Chile, su tierra natal, y la ciudad de Filadelfia donde ejerce su labor de profesor universitario.
Este libro nos habla del emigrante que pisa un nuevo país por vez primera, del desarraigo y la soledad consecuente, de cómo se refugia en sus recuerdos y en la literatura hasta llegar a los poemas finales, en los cuales ya se recoge la reconciliación con su nueva realidad.
En Postales de Filadelfia empezamos descubriendo en primer lugar un libro de viajes. En él el autor nos dibuja postales intimas y personales de una ciudad de la que es a la vez observador y, casi sin querer, parte. A éste le sigue la segunda mitad del libro, que se compone de retratos de un álbum personal y familiar, de recuerdos propios y sentimientos universales. En esta segunda parte de Postales de Filadelfia nos enfrentamos a cuestiones como la soledad, la adaptación a un nuevo mundo y la tímida curiosidad que viene con ese aclimatamiento. El autor nos habla de estos asuntos con una voz sincera, a veces analítica, otras desgarrada, a menudo cotidiana.
En la primera mitad de “Postales de Filadelfia” damos un paseo de la mano de un poeta desconcertado en su caminar por territorio extraño. Con los ojos llenos, como los de un Lorca recién llegado a Nueva York, nos va guiando por los rincones más emblemáticos de la ciudad del amor fraternal: 30th Street Station, Market St… uniendo al transeúnte habitual de sus calles y al que nunca conoció la ciudad, invitándoles a que paseen juntos por las calles empedradas del centro de Filadelfia. Allí podrán imaginarse compartiendo calles poco iluminadas con algunos de los grandes personajes de esta ciudad, que desfilan por las páginas del libro, presentándose ante nosotros con humildad orgullosa: Poe, Franklin, William Penn… y todo para volver al comienzo, de nuevo la ciudad, rezumando ternura e idiomas que “pronuncian su nombre con acentos tan amorosamente diferentes”.
POSTALES PERSONALES
En la segunda parte del libro todo es uno: la soledad y la añoranza del recién llegado que entiende poco del idioma y la cultura. El recuerdo y la nostalgia se convierten en la sección de Postales Personales en compañeros rutinarios en todas las interacciones y trayectos locales, junto con la nostalgia profunda e irreconciliable que surge de saber que los hijos crecen, aprenden y cambian sin que nosotros presenciemos o tan siquiera aprobemos esos cambios.
Las dos realidades chilena y estadounidense se mezclan y luchan, logrando la una que la otra parezca falsa y mal soñada. “Como si la ciudad y el país y el día que vive y el año que termina / No fueran más que un impreciso telón de colores cambiantes /Un bastidor tramposo que no puede negar la realidad”. El autor no llega a “mudarse” mentalmente a la tierra en que reside. El uso de la tercera persona para referirse a sí mismo es buena muestra de esta dicotomía, así como el constante refuerzo léxico que brinda a Chile la ternura de lo íntimo, mientras que Filadelfia queda con un puñado de metales, tornillos y “tipos que golpean el rodillo de la máquina”, unidos a “el calor y la humedad” que se han propuesto minarle la moral al recién llegado.
Y ante la orfandad provocada por lo desconocido, el escritor busca acogerse a sagrado en las palabras, sin que tampoco éstas tengan demasiado que aportar: “Yo aquí converso con las palabras / Y las palabras me responden (…) / Como esas aburridas competencias / En que ambos contendientes / Conocen de antemano el resultado”. Las palabras no son joviales y juguetonas como en otras obras del autor, no se pierden en los trucos de espejos a los que Trujillo nos tiene acostumbrados. El bucle de una palabra mirándose a si misma y al reflejo de otra palabra no hace otra cosa que tamizar el sentimiento que ésta expresa. Pero en algunos poemas de esta obra no caben esas florituras, por lo que las imágenes son honestas, crudas y solitarias sin remordimientos.
A pesar de eso, poco a poco Filadelfia parece que fuera ganando enteros en el universo del autor y en poemas como “Lluvias de verano” éste comienza a reconciliarse con su paisaje diario, a hablar de la hierba, de las hojas, los pájaros y el universo: “Llueve para regalar (…) / Llueve en inglés y en español”. Y las palabras salen de nuevo a seguir organizándose en el orden lúdico al que Trujillo nos tiene ya acostumbrados. En él somos “lector-ojo-poema-presente”, a la vez que disfrutamos de las reflexiones prácticas y estéticas sobre una mesa de jardín llena de nieve.
Los últimos poemas de Postales de Filadelfia consiguen por fin el objetivo secreto del poemario, que no es otro que el de reconciliar al chilote que disfruta de otro día de lluvia y al yankee que glorifica la nieve que “transforma los pinos en estatuas de pinos” mientras cuenta semáforos conduciendo de vuelta a casa por la Main Line. Los poemas de este libro son, al fin y al cabo, diferentes paradas de una muy recomendable ruta emocional que nos hace reflexionar sobre la identidad y la necesidad de conectar con el mundo que nos rodea.