Escrito por Medardo Urbina Burgos, sobre la base del
relato de la profesora Srta.Ruth Oñate Palacios.
Ratón no era un animal, sino un bote.
Mi padre (*) lo había fabricado con maderas del lugar, poco después de haber alcanzado aquella lejana orilla del lago Colico. Llegó como colono o tal vez había heredado esas tierras lejanas de los abuelos. No lo sé con certeza. Pero en ese territorio nací en medio de la nada, en medio de la selva sureña y de cara al relámpago del lago.
Todo era hermoso en ese medio natural, el único lugar que conocía. Recuerdo vívidamente el momento en que Don Froilán me llevaba tomada de la mano entre los senderos del bosque, aromáticos, olorosos, llenos de hojitas pequeñas dispersadas, sobre las que transitábamos produciendo un sonido melodioso, como si las hojitas secas reventaran en pequeñas risillas. Don Froilán era como un abuelo nuestro. Debe haber tenido unos 70 años tal vez, pero no era nuestro pariente, sin embargo nos cuidaba como un abuelo lo haría con sus más queridos nietos. Y mis hermanos menores y yo, también lo queríamos. Íbamos al lago transitando por aquel sendero y el nombre de ¡el lago! encerraba en sí todas las fantasías infantiles: hadas, seres maravillosos, luces que volaban entre el follaje, lugares encantados, músicas nunca antes escuchadas, naves que volaban por el cielo…Cerca del lago el follaje comenzaba a abrirse sobre nuestras cabezas, y la luz invadía el sendero antes oscuro, ahora lleno de lucecillas, producto del reflejo de los rayos del sol sobre las hojas secas del mullido piso. Yo detectaba un ambiente diferente, tal vez algo más fresco, pero había un aroma a agua, a humedad, poco antes de alcanzar la orilla del lago. Entonces la claridad se desparramaba por todas partes y la luz era tan intensa que nos encandilaba. Allí estaba el relámpago del agua, lleno de reflejos maravillosos. El lago era blanco, tal vez blanco-azulado, generalmente calmo con la superficie lisa, sólo interrumpida por el salto sorpresivo de algún salmón o pescadillo, y por las tenues ondas circulares que emergían maravillosamente de ese punto. Había un pequeño embarcadero de maderos rudos y tablones rústicos, por el que transitamos por primera vez de la mano de Don Froilán, el abuelo. Al extremo de aquel pasadizo sobre las aguas del lago, estaba el pequeño bote. Era un bote oscuro, tal vez de maderas rojizas, que mi padre habría pintado con brea negra en la superficie externa, para protegerlo de la acción del agua. Por dentro era rojizo y tenía unas tablas atravesadas en las que podríamos sentarnos unas dos o tres personas a lo mucho, pues el botecito era realmente pequeño. Entonces miré por primera vez las totoras y entre ellas un pajarillo piaba de un modo regular y rítmico. Me costó verlo pero al fin, Don Froilán me lo señaló con su mano extendida. Allí estaba. Era un pajarillo de muchos colores, predominantemente amarillo intenso en el pecho, con unas franjas de color café a ambos lados de la cabeza, por sobre los ojos. El abuelo Froilán me dijo que se llamaba “siete colores” y que era una hembra pues estaba tejiendo su nido con pequeñas hojitas unidas entre las totoras. Me quedé mirando el ir y venir de la avecilla entre las hojas de totora, recogiendo las pequeñas fibras y hojuelas de aquí y de allá, para ir tejiendo su nido. Era un nido alargado que unía con el tejido a tres cañas de totoras. El piar del pajarillo, la febril actividad, la manera como el nido iba tomando forma, el aire diáfano de esa tarde, el sol calentando el ambiente, el aroma del agua, mezclado con el aroma de las plantas y árboles circundantes…¡y el pajarillo! Fueron demasiado para mi mente infantil.
Y el bote llamado “ratón”. Mi padre le puso ese nombre, porque era negro por fuera y pequeño como un ratón. En él mi padre atravesaba el lago, remando durante horas, hasta llegar a una playa, al borde de la cual había un pequeño puesto o almacencillo de campo, en el que compraba las cosas más esenciales de nuestra vida: la leche en polvo, la yerba mate, la harina, el azúcar, el café y los fósforos. A veces un poco de parafina para la lámpara “Petromax” que sólo utilizábamos en las grandes ocasiones. Cuando se iba nuestro padre por el lago, lo mirábamos desde ese puentecillo de madera, largamente…hasta que la figura del bote y nuestro padre, se empequeñecían tanto que desaparecían y nos parecía que allá aún iba, pero a esas alturas del día, nuestro padre había desaparecido por completo tragado literalmente por la luz del lago. Yo me sentaba a esperar en ese puente incompleto que se adentraba al lago entre las totoras, y no dejaba de mirar el infinito celeste del cielo, esperando ver aparecer el puntito de mi padre nuevamente. Eso debe haber ocurrido al cabo de unas 4 ó 5 horas tal vez, pero verlo aparecer allá a lo lejos, era un motivo de enorme alegría. Nuestro padre a veces lograba traer un dulce para cada uno de los niños. Y eso era nuestro mayor contento: nuestro padre llegaba finalmente al embarcadero en el “ratón”. Todos los niños ayudábamos a llevar algo. En medio del bullicio infantil recorríamos ese sendero lleno de hojas secas, ahora de regreso hacia nuestra casa.
Nuestra casa, era en realidad un pequeño rancho, fabricado por nuestro padre con tablas rústicas de árboles del lugar. Las tablas las había hecho en compañía de otro vecino cercano, llamado Eduvín. Él tenía una sierra gigantesca, de unos tres metros de longitud (al menos eso me parecía en ese tiempo) a la que llamaban “corvina” y él cortaba con mi padre, los troncos que venían desde la montaña navegando por el lago, traídos por el viento o las corrientes. Uno cortaba desde arriba y el otro lo hacía desde abajo. Yo oía desde cierta distancia el rechinar de esa enorme hoja de acero y se decía que el que cortaba desde arriba se llamaba “arribano” y el que cortaba desde abajo recibía el nombre de “abajino”. Ambos desplazaban la enorme hoja de la sierra hacia arriba y hacia abajo de modo interminable y ese ruido o “rin-rin” se propagaba por el lago y por los recovecos de la selva verde densamente poblada de árboles. Y así hacían las tablas y tablones, con las que iban construyendo las paredes, el techo y las piezas de la modesta casa. Una de las piezas más grandes era el fogón. En él no había piso de madera. El suelo era de tierra y siempre había una hoguera encendida, en torno a la cual nos gustaba sentarnos a calentar nuestras manitas en aquellos días de frío invernal.
El fugado.
La vida era allí apacible, en medio de la tranquilidad del lago y del tupido bosque. Nada interrumpía esa serenidad imponente y silenciosa…nada interrumpía nuestra felicidad interminable de niños. Pero un día sucedió algo sorprendente: eras ya tarde porque las luces del día se estaban apagando…cuando nuestra madre escuchó la orden perentoria de mi padre que gritó desde la espesura:
--- ¡Madre!...¡Encierre a los niños en la casa!
Yo vi a mi madre compungida, misteriosa y llena de temor. Se secó rápidamente las manos en el delantal y nos tomó de las manitos para llevarnos a nuestra pobre casa. Nos escondió bajo las frazadas de las pobres camas, cerró la puerta con una “tranca” de grueso pellín, nos hizo una severa señal de silencio poniendo el índice en cruz sobre sus labios, y se sentó sobre una cama a esperar. Pronto las luces se esfumaron y todo se vistió de negro. Sentimos unos pasos sordos sobre la tierra apisonada de nuestro patio y dos hombres pesados ingresaron en silencio al fogón. Era mi padre y otro hombre. Mi padre encendió la hoguera, arrimó una pequeña mesa y continuaron desovillando una conversación que ya traían desde las sombras del bosque, iluminados sus rostros por la tenue luz de una vela. Sus voces eran bajas, casi sólo susurros que no lográbamos descifrar, pero yo lograba ver esos dos rostros conversando, a través de las rendijas presentes en las paredes de nuestra casa. No lo supe en ese momento, pero después nuestro padre nos contaría parte de lo que ambos hombres hablaban.
Hablaban de la fuga, de una huida, del azaroso camino que ese hombre extraño que llegó a nuestra casa esa tarde, había realizado a través del bosque hasta llegar a la orilla del lago Colico. El hombre le contaba a mi padre porqué estaba huyendo, porqué su vida en ese momento estaba en las manos de mi padre y porqué era para este individuo tan importante alcanzar la otra orilla del lago cuanto antes en el pequeño botecillo llamado “ratón”.
Como supimos después, algunos días más tarde, el hombre recién llegado había dado muerte a otro individuo en un pequeño paraje cercano a Temuco. Se había batido a duelo a filo de cuchillo con el amante de su mujer y no le había perdonado la vida. Por ese motivo fue conducido a prisión y desde allí, una tormentosa noche de invierno, logró escapar abriendo un forado en una de las paredes de madera de la celda que colindaba con la calle. Una vez que alcanzó la libertad a horas de medianoche, corrió hacia el Este por campos, potreros y vados, cara al viento y a la lluvia en descampado. Siempre hacia el Este porque su idea era alcanzar a atravesar la frontera. Hambre, frío y soledad…incertidumbre y recelo…caminaba durante la noche y se ocultaba en los matorrales o en la copa de los árboles durante el día, sin dejarse ver por los lugareños, sin dejar pistas. Y así, al cabo de unos seis días, alcanzó caminando la orilla del lago en el que vivíamos. Mi padre decía que el hombre escuchó los golpes del hacha de mi padre mientras derribaba árboles para la construcción de nuestra casita. Dice el hombre que se acercó a ver al hachero, que era mi padre. El hombre lo observó un buen rato, le pareció confiable y finalmente se acercó a él en descubierto. El hombre le tendió la mano a mi padre y mi padre aceptó el saludo aún sin conocerlo. Hablaron en voz baja y fue entonces que mi padre decidió llevarlo a nuestra casa para que el hombre ese comiera algún alimento y durmiera en la paja de los animales para recuperar energías. Mi padre decía que tenía conciencia del riesgo tanto para él como para nosotros su esposa y los niños que formaban su familia, pero hubo algo en la mirada serena y franca del hombre que lo cautivó. La mirada de ese hombre, su transparencia y la sinceridad de sus palabras le dejaron claro a mi padre que se trataba más de una víctima que de un malhechor. ¡Por eso decidió ayudarlo!.
Pronto nos dormimos bajo el amparo de nuestra madre. Mi padre y el hombre ese durmieron poco, pues antes que el sol comience a levantarse tras los cerros de la cordillera, ya habían empujado el bote al lago y se habían hecho a la navegación. Mi padre dice que esa noche el lago estaba “como taza de leche” y se escuchaba nítido el ¡slap!,¡slap! de los remos en el agua, rompiendo la negrura y la quietud de la noche…las montañas negreaban su silencio y el aire era roto de vez en cuando solo por el chapoteo de algún salmón que –a lo lejos- rompía el espejo del lago. Los hombres seguían conversando uno a uno los recónditos secretos de sus respectivas vidas y…en ese corto tiempo ya se habían hecho fieles amigos.
Mi padre decía que cuando llegaron al otro extremo del lago, aún no asomaba el sol ni sus mínimos rayos por sobre las montañas. El hombre saltó del bote y rápidamente se encaminó por el sendero barroso que los baqueanos y contrabandistas usaban para burlar a la guardia cordillerana y alcanzar la frontera por parajes, acantilados, ríos y quebradas que por sí mismos detienen el avance de cualquier hombre…pero se sabe que el montañero siempre encuentra un atajo para salvar un obstáculo o un vado para sortear un río correntoso o una saliente de roca para capear la lluvia o el temporal.
Mi padre decía que el hombre detuvo su andar un instante, volteó la cabeza e hizo una señal de despido con las dos manos cruzándolas sobre la cabeza con violentos ademanes, como una señal de agradecimiento y como una expresión de confianza que mi padre no entregaría información a la policía si lo estuvieran siguiendo…y luego, en dos trancos firmes y decididos, aquel fugitivo se perdió tras el follaje de los árboles rastreros con rumbo a la libertad.
Mi padre se mantuvo allí unos minutos disfrutando la frescura de la mañana, tragado por el silencio y la negrura de los montes. Allí saltó un salmón entre las totoras, por allá gritó una cututa…desde el medio del lago se escuchó el grito lastimero de la huala cuando llama a su pareja y desde la espesura del monte el chucao dejó oír su sonoro grito agorero: ¡huitrotroi!,¡huitrotroi!, ¡huitrotroi!. clara señal de que la vida despierta en el lago.
Mi padre empujó el bote con los remos y lo liberó de las totoras, movió los remos en sentidos contrarios, con enérgica destreza y el botecillo giró en 180 grados encarando la proa hacia el centro del lago. Pensó en la historia de este hombre y se sintió satisfecho de haberlo ayudado a alcanzar la libertad, miró la negrura de los picos cordilleranos y vislumbró arriba, allá en la cima de los montes nevados, el destello multicolor de los cerros cuando el sol comienza a iluminarlos por la espalda…¡Slap!, ¡Slap!, ¡Slap! se escucha el rítmico sonido de los remos, mientras el corazón de mi padre se llena de alegría porque el “ratón” ¡regresa a casa!.
(*) Don Victoriano Oñate