en el día de su nacimiento
Debe haber sido en 1980 o 1981, que estando unos días en Santiago, en una de mis pocas escapadas a la capital, mientras vivía en Castro, Chiloé, que Toti España me dijo, “Carlos, quiero que conozcas a Gonzalo Rojas”.
Gonzalo, que en 1979 había regresado a Chile tras seis largos años de exilio, ya había conocido a Toti, que por esos años vivía en Santiago, y éste le había pedido que le escribiera unas palabras de presentación para su libro Dawson. El maestro aceptó la solicitud y desde entonces ambos estaban en contacto.
“Gonzalo Rojas, está en Santiago –me dijo Toti--, pero esta noche viaja de vuelta a Chillán, así que si quieres conocerlo, vamos inmediatamente a la Librería América del Sur, de César Soto, porque quedamos de encontrarnos allí, a la tres de la tarde.”
Dicho y hecho, partimos raudamente hacia la librería de César Soto. En el camino me iba contando sobre el regreso de Gonzalo, de su poesía y de lo importante que era su regreso al país para los poetas jóvenes. Yo le comentaba lo poco que sabía de él. Había leído varios poemas en diversas antologías, pero nunca había tenido en mis manos, ninguno de los hasta entonces escasos en inubicables libros de Gonzalo Rojas. Sin embargo, le dije, puedo recordar perfectamente un par de poemas suyos y hay uno del cuál tengo un especial recuerdo porque me impresionó muchísimo desde la primera vez que lo leí. El poema era “Una vez el azar se llamó Jorge Cáceres” y creo que lo había leído por primera vez en la Antología de poesía chilena contemporánea, de Alfonso Calderón, publicada por Editorial Universitaria en 1971.
Poco tuvimos que esperar porque el poeta apareció prontamente en la librería luciendo un abrigo que lo hacía verse más bajo y rechoncho, apurado como quien sabe que aún le queda mucho por hacer y que dentro de unas horas deberá tomar el bus para iniciar el regreso a su casa. En su caso particular, a su larga casa de Chillán. Fue muy amable con Toti y conmigo, hablamos bastante, pero no recuerdo absolutamente nada de lo que se haya dicho. Llevaba un bolso de cuero color café, que era una especie de maletín, parecido a esos que usaban los vendedores viajeros de antaño. Claro que él no llevaba muestras de productos para su promoción y venta, sino que su maletín estaba atiborrado de papeles, revistas y libros. Seguramente gran parte de esa carga de palabras escritas se la habían endilgado los poetas jóvenes de la capital que como los de todo el resto del país se las arreglaban para publicar sus versos en hojas sueltas, revistas grupales y uno que otro librito mal impreso y distribuido mano a mano entre los amigos y los conocidos de los amigos, casi en total clandestinidad.
Me causó una buena impresión el poeta. Una muy buena impresión. Pero lo que se grabó con mayor fuerza y persistencia en mi memoria fue su imagen algo informal, de viajero apurado, en la que se mezclaban un no sé qué de profesor de pueblo chico y otro no sé qué, aún más indefinible, de vendedor viajero, de esos que recorrían periódicamente las ciudades y pueblos del país, almacén por almacén, tienda por tienda, llevando las novedades y las gangas que ofrecían “las casas comerciales de las ciudades grandes” y que pedían los comerciantes, pagándoles con cheques a treinta, sesenta o noventa días.
Pasaron los años y, tal como lo había pronosticado Toti, el nombre de Gonzalo Rojas empezó a escucharse más y más en el medio poético nacional; sus poemas comenzaron a aparecer en diversas revistas y antologías, y lo más inusitado –considerando que entre 1948 y 1977 había publicado sólo tres libros—se publicaron varios libros suyos en un tiempo brevísimo, incluidas dos ediciones de su voluminoso Del relámpago, una excelente muestra antológica del poeta.
Castro 1984
Debe haber sido 1984 cuando Gonzalo Rojas fue por primera vez a Castro. Los detalles de cómo se generó el interés del poeta en viajar a Castro no los recuerdo en absoluto, pero estoy casi seguro de que en ese tiempo ya nos carteábamos abundantemente y me alegraba muchísimo recibir en cada envío algunos de sus poemas más recientes escritos a mano por él mismo.
Lo que sí recuerdo perfectamente es que avisó que llegaría a Castro con su esposa y una amiga de ambos, la Dra. Estrella Busto Ogden, profesora en una universidad norteamericana. Como en Castro no había instituciones que apoyaran, ni, mucho menos, financiaran la visita de poetas ni artistas de ningún tipo, yo sabía que era mi responsabilidad hacerme cargo de estas tres personas, lo que no era fácil puesto que si bien en mi casa podría recibir a Gonzalo e Hilda, la tercera visita quedaba en el aire. Afortunadamente, el poeta Mario Contreras, que en ese tiempo ya estaba de vuelta en Castro, se ofreció para alojar a la profesora Busto Ogden.
Tampoco recuerdo la fecha exacta, ni siquiera el mes, en que llegaron las visitas, pero, de hecho, fue en temporada de invierno por la ropa que llevaban, según se puede observar en las fotografías. También recuerdo que la visita de Gonzalo a Castro había concitado el interés de los poetas de todo el sur del país, especialmente de los valdivianos. Estaba recién iniciándose la primera reunión de Gonzalo con los poetas de Aumen, cuando sonó el teléfono. Era un poeta valdiviano que quería saber hasta cuando se quedaría en Castro y si tenía planes de pasar por Valdivia. Al día siguiente, desde esa misma ciudad, llegó Pedro Jara, quien se quedó en Castro todo el tiempo que estuvo allí Gonzalo Rojas.
Para su recital, la comunidad franciscana nos facilitó el salón de la Casa Pastoral, pese a que el edificio aún no había sido inaugurado. La presentación del poeta fue memorable. Hubo un lleno total que tomó por sorpresa a Gonzalo y más sorprendido se sintió cuando al finalizar la lectura que había preparado, el público comenzó a pedirle que leyera ciertos poemas específicos.
Puedo afirmar que el recital de Gonzalo Rojas en Castro sirvió de marco de referencia a muchos de los poetas jóvenes, en el sentido que vieron una nueva manera de leer poesía y una nueva manera de interactuar con el público. Desde el mismo momento que se paró sobre el escenario lo que vimos y oímos no fue simplemente la lectura de poemas de un poeta mayor sino una verdadera lección de cómo debe leerse la poesía y cómo el poeta debe interactuar con su público. El poeta --vestido con un traje oscuro, camisa roja, unos suspensores anchos y corbata negra-- que se encontraba frente a nosotros, en un dos por tres dejó atrás la imagen del autor que se sienta frente a una mesa a leer sus textos uno tras otro, y lo que vimos fue a un actor poniendo en escena su acto, su personaje y sus poemas, de la manera más asombrosa. Era tal mi asombro por el carácter y el tono encantatorios de su lectura que la única analogía que podía hacer con algún personaje de mis recuerdos era, en el mejor sentido del sentido, con esos personajes que llegaban de vez en cuando a Castro cuando yo era chico y se paraban frente a un grupo de incautos en algún sector del puerto a hacerles pasar gato por liebre lo que evidentemente era gato, y lo conseguían siempre sin importar cuántas veces repitieran su acto. El poeta actor que estaba frente a mí, me parecía uno de esos charlatanes que llegaban en los veranos en la década del cincuenta, cuando Castro era nada más que un pueblo algo crecido, pero que ni siquiera pensaba empezar a perder su inocencia pueblerina. Así de encantados estábamos todos con la lectura de Gonzalo Rojas que tenía a todo el público en un hilo.
Debo decir que parte de la lección fue que leyó muy pocos poemas. Tal vez no más de cinco o seis en el lapso de algo más de una hora. Y no pudieron ser más porque allí fue cuando nos enseñó y nos acostumbró a que la lectura en público debe ser activa, viva, en pleno contacto e interacción con el público. Recuerdo que comenzaba la lectura de un poema y antes de llegar al cuarto o quinto verso paraba la lectura para explicar o comentar algo, que, por un lado, rompía la formalidad de ese tipo de actos y, por otro, le daba un carácter de cosa viva, haciéndose allí mismo con la participación de todos. “Perdón. Creo que comencé mal.” “¡Así no puede leerse un poema!” “Voy a comenzar de nuevo”. Y volvía a la carga, una y otra vez. “¿Les parece a ustedes que es un poema difícil? ¿Cómo va a ser difícil? ¿Qué tiene de difícil esta poesía? La poesía no es fácil ni difícil, jóvenes. Simplemente es. Bueno, ahora volvamos al poema. Voy a comenzar de nuevo porque el poema debe leerse de una vez, de comienzo a fin”. Y así nos leía cada uno de los poemas, invitando e incitando a que lo interrumpieran, a que le preguntaran en cualquier momento, en medio de la lectura de un poema. ¡Poesía viva!
Esa noche, mientras cenábamos en la casa de mi padre, que era también mi casa y la casa de mis amigos, me dijo, “Carlos, cómo consiguen llevar tanta gente a los recitales de poesía. Y de dónde han sacado a ese público tan atento y que parece haber leído tantas cosas”. “Estuve días atrás --me dijo-- en unas universidades de Santiago y Valparaíso y creo que no hubo más de quince personas en cada uno”.
Castro, Chillán 1987
A mediados de 1987 invité a Gonzalo Rojas a Castro y él respondió que llegaría con Hilda desde Bariloche, donde estaría participando en un encuentro con poetas argentinos. En ese tiempo yo trabajaba en el Liceo Politécnico donde había formado un taller literario bastante exitoso, que a esas alturas, yo mismo, consideraba la última generación de Aumen.
El poeta llegó y se quedó en mi casa que desde hacía una década se había transformado en centro de reunión de los poetas castreños y chilotes, y de los que llegaban del resto del país o de cualquier lugar del mundo. Desde el primer día realizamos una serie de reuniones con los jovencísimos poetas del Politécnico, más otros que se habían sumado al taller. Hubo dos reuniones formales con el grupo, en las cuales Gonzalo con su generosidad, sapiencia y maestría de siempre solicitó a los jóvenes poetas y poetisas que leyeran algunos de sus poemas, los que escuchó atentamente y luego comentó, dándoles sugerencias, indicándoles sus debilidades y la manera de mejorarlos. Afortunadamente todo esto fue grabado y ha sido transcrito para su reproducción. En esas reuniones participaron, entre otros, Jorge Velásquez, Luis Alderete, Jorge Reyes, las gemelas Mansilla, de Puerto Aguirre; y entre los foráneos, Marcelo Santana y Samuel Alarcón, que era el mayor y el que tenía una poesía más madura en el grupo de ese momento.
La noche del viernes, 28 de agosto, ofreció un recital en la Casa Pastoral de los Padres Franciscanos que, igual que tres años antes, estuvo completamente llena. Al regresar a casa tras su exitosa presentación, Gonzalo se quedó conversando conmigo hasta bien pasada la medianoche y yo le pedí que grabáramos la conversación que tendríamos porque obviamente, era sabido que nuestro tema iba a ser la poesía y, principalmente, su poesía. En particular, la que estaba escribiendo y publicando en esos mismos días.
Fue en esa oportunidad cuando me dijo que desde hacía tiempo él e Hilda estaban pensando que yo debería irme al extranjero por un tiempo. “Has hecho mucho por los muchachos de aquí --me dijo--, y eso es algo muy valioso que todos reconocemos, pero debes salir de tu tierra por un tiempo y preocuparte de tu propio trabajo.” Yo le dije que sí, que era cierto, que tal vez era una buena idea, que quién sabe. Pero él volvió a la carga: “Debes salir unos años a estudiar, a conocer mundo. Sé que muchas universidades estarían contentas de ofrecerte una beca para un doctorado en literatura. Además, es bueno que veas tu país desde afuera. No hay nada mejor que la distancia para comprender y ver con mayor objetividad tu país y tus cosas”. “Desde que te echaron del liceo, Hilda y yo quedamos muy preocupados por tu situación y por tu seguridad”. Esas fueron algunas de las cosas que me dijo para fundamentar que yo debería salir de Castro y Chiloé por un tiempo. Y la verdad sea dicha, tenía toda la razón o como dice el dicho, “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
A los pocos días se fueron de vuelta a Chillán, pero a esas alturas nuestra correspondencia era fluida y permanente, de modo que seguimos en contacto. Al poco tiempo se enteró que la semana del 12 de octubre yo iría a Temuco a dar una charla y un recital a la Universidad de la Frontera. Inmediatamente, me llamó y me dijo, “aprovecha ese fin de semana largo y vente con Aydé. Cumples tus compromisos en Temuco y luego se vienen a Chillán”. El director del Politécnico autorizó inmediatamente mi permiso y yo partí a Temuco. Mi esposa llegaría unos días después por no obtener permiso de la Corporación de Dalcahue.
Terminadas mis actividades en la Universidad de la Frontera, seguimos viaje a Chillán donde nos esperaban Gonzalo, Hilda, Estrella Ogden --que estaba allí por unos días haciendo una investigación sobre la poesía de Gonzalo--, y a ellos se unirían, el día domingo, la poetisa Margarita Kurt y el periodista Pacián Martínez Elissetche. Fueron unos días muy productivos y tremendamente conversados, incluso con una visita al Torreón del Renegado, pero el tema principal de esas conversaciones quedará para otra nota. El hecho es que al iniciar el regreso a Castro ya iba con el compromiso formal de que en un tiempo breve debería estar iniciando viaje hacia Ciudad de México, Filadelfia o Salamanca.
Filadelfia 1989
La fortuna quiso que en noviembre de 1989, apenas cuatro meses después de mi llegada a Filadelfia, gracias a su empuje y sus esfuerzos, mi universidad de entonces --la Universidad de Pensilvania, que es la segunda más antigua de los Estados Unidos y que, entre otros datos importantes, fue fundada por Benjamín Franklin—organizó una conferencia en Homenaje al Centenario del Nacimiento de Gabriela Mistral. A esa conferencia asistirían varios notables estudiosos de la poesía chilena e hispanoamericana como Jaime Giordano, René de Costa, Jaime Concha (que finalmente no llegó), José Miguel Oviedo y Peter Earle, pero la figura mayor era nada menos que el poeta chileno Gonzalo Rojas. De manera que tendría la oportunidad de encontrarme con él en el sitio exacto al que me había hecho llegar, sacándome de mi ciudad natal de la que nunca imaginé salir.
Más tarde conocería a Marcelo Coddou, seguramente el principal estudioso de Gonzalo Rojas, en una conferencia en Búfalo, Nueva York, donde pasamos varios días compartiendo, hablando de poesía, cultivando la amistad y, entre medio, conociendo esa ciudad y sus alrededores. ¡Qué maravilloso andar por esos parajes dirán los lectores del diario! Pero sé que cambiarán de opinión inmediatamente al saber que estuvimos allí entre Navidad y Año Nuevo de algún año de inicios de los noventa, y como en esa época es pleno invierno, la temperatura más alta debe haber sido 4 o 5 grados bajo cero. Claro que eso no nos impidió arrendar un taxi con otros dos colegas e ir a las cataratas del Niágara (a sólo 25 o 30 minutos de Búfalo). Lo más extraordinario es que las orillas de las cataratas estaban congeladas de modo que el agua más cercana a nosotros parecía hecha de mármol, detenida por varios días como si la fuerza de gravedad y el empuje de la corriente no tuvieran ninguna importancia.
La relación con Marcelo Coddou hizo que mi conexión con Gonzalo se hiciera mayor y más constante porque en cada conversación o carta entre dos de nosotros, el otro salía inmediatamente a la palestra. Así fue como en los años siguientes nos encontramos los tres en varias oportunidades en Concepción y Valparaíso, donde incluso lo acompañamos por varios cerros en la búsqueda de una casa que en el futuro pudiera transformarse en el Museo Gonzalo Rojas o, por lo menos, en la casa donde se guardaran su biblioteca y sus pertenencias más queridas.
Villanova 1998
El poeta que el 20 de diciembre de 1997 cumple 80 años no es el mismo Gonzalo Rojas que había salido de Chile antes del golpe de estado, ni siquiera el que regresó a Chile en 1979, tras seis años de exilio, pasados principalmente en Alemania Oriental y Venezuela. Desde su regreso al país se habían sucedido las publicaciones y se había acelerado el proceso de internacionalización del poeta --más de quince libros publicados en Chile, México, Estados Unidos y España. Y, no menos importante, había recibido varios de los premios más prestigiosos para autores de lengua española, entre ellos el Premio Nacional de Literatura, Chile, 1992; el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, España 1992; Ciudadano Ilustre de Concepción, 1993; Medalla de la Universidad de Valparaíso, 1994; Medalla de Distinción Honorífica de la Universidad de Playa Ancha, 1994; Hijo Ilustre de Valparaíso, 1995. El mismo 1998 recibiría el Premio Octavio Paz, México 1997; y el Premio José Hernández, Argentina.
En esos días, como auto-regalo o tal vez como necesario y emotivo reencuentro y revisión del Gonzalo que había sido en esas ocho décadas, escribió un hermoso poema titulado “Ochenta veces nadie”. El último semestre de 1997 había planificado traer a Villanova University a Eduardo Peralta y Pedro Yáñez, aprovechando que ambos tenían una posible actuación (o serie de actuaciones) en Canadá. Pero cuando la fecha fue acercándose, Pedro sintió que no quería estar un tiempo tan largo (que imagino no iba a ser más de diez días) fuera de Chile, así que el plan se hizo humo. Afortunadamente, lo que fue una pequeña frustración terminó en alegría, puesto que el dinero conseguido para traer a Pedro y Eduardo sirvió para traer a Gonzalo Rojas quien confirmó que podría venir al comienzo de 1998, recién inaugurándose en sus ochenta años de vida, de modo que podríamos hacer aquí una gran celebración de cumpleaños.
Llegó el día 11 de marzo de 1998 y el poeta Gonzalo Rojas dio un memorable recital a tablero vuelto con una concurrencia notable, con bandera chilena y torta de cumpleaños y con la asistencia de un público numeroso llegado desde todas partes. El gobierno chileno se hizo presente a través de la representante consular de Chile en Filadelfia, Sra. Lucía Avetikian de Renart, y en esos días disfrutó de la compañía de dos de sus amigos, y ex-alumnos más queridos de sus años en la Universidad de Concepción: los académicos Juan Loveluck y Marcelo Coddou.
A la espera de su visita a Villanova, yo me había encargado de hacer que el número de otoño de la revista TEXTOS, Creación y crítica, que yo dirigía, correspondiente al último semestre de 1997, estuviera dedicado a Gonzalo Rojas. En esas páginas lo saludaron muchísimos amigos, académicos, lectores fervientes de su poesía. El connotado académico Peter Earle escribió: “Oír (oír bien) es ver y sentir algo al mismo tiempo. En eso consiste la experiencia lírica. Gonzalo Rojas es probablemente el mejor poeta de los sentidos de nuestro tiempo. Todo es susceptible a su magia: una mariposa aplastada, un largo pelo de mujer, la amenaza del helicóptero, el ocho rescatado del ochenta”. Juan Loveluck, envió un extenso texto del que reproduzco los siguiente: “Saltan a mi memoria –disjecta membra—las andanzas de Chile, allá por el 56 ó 57 ó 58, yendo hacia el norte, yendo hacia el sur de Chile, cuando, en par, salíamos en tareas de extensión cultural, dando conferencias al alimón e iniciábamos el día a las 4 ó 5, ya que el poeta, siempre, se encarga de decirle al alba que su hora ha llegado: ‘Me levanto a las cuatro…’ […] Se autollamaba viejo en 1979; alguien que acaba de verle en su casa-tren de Chillán (no el Torreón), Pedro Lastra, me trae estas nuevas: Gonzalo acaba de cumplir sus primeros ochenta (“¿Y qué?”): está más joven y más gallardo que nunca.” Juan Armando Epple agregó: “Sin aislarse, sin querellarse, sin proponérselo, sin negarse, sin venderse, sin claudicar, sin odiar, sin olvidar, y sobre todo sin dejar de creer en la poesía, Gonzalo Rojas llegó a convertirse en una de las voces más vitales de la poesía latinoamericana contemporánea. Quizás la mejor lección de su obra, lección tan necesaria en los tiempos que corren, es que la poesía puede ser nuestro modo secreto, no codificado, de respirar. Y nuestras armas secretas contra la muerte”. Estrella Ogden, por su parte, aportó lo siguiente: “Los 80 de Gonzalo Rojas es ya un mito. Para mí, es como si los hubiera cumplido muchas veces o como si nunca los terminara de cumplir, Para él, siempre lozano, libre, libérrimo, es como un desafío, un constante renacer”.
Después nos encontraríamos en Santiago, en Guadalajara, siempre él seguido y rodeado por muchísima gente, por muchísimos lectores de todas las edades que querían decirle y escucharle una palabra al poeta. Su nombre resonaba fuerte dondequiera que fuera.
En la tal revista dedicada a sus primeros ochenta años de vida, yo quise saludarlo con su propio lenguaje, con la música de sus propias palabras y su propio pensamiento, con su propio respiro hasta donde fuera posible. Por eso, le escribí un poema en el que aparecen entremezclados por allí los títulos de algunos de sus libros y unos versos, también suyos, que cierran el poema:
Al poeta más joven
A Gonzalo Rojas
Poeta más niño no habrán visto ningunos ojos
Palabra tan naciente y aleteante
No habrá volado ningunos aires
Tartamudeo y respiro
Nunca habrán tan inocentemente jugado
El juego de la belleza
--No se me inocentemente malentienda--
Del relámpago sólo Del relámpago
Será aquel físico Transtierro Del Alumbrado
Que fue vio y volvió desde lo Oscuro
Ejercitando el alma Contra la (joven) muerte
Ocho serán y no ochenta
Los que cumple este recién nacido
Que se nace a diario y siempre es niño
Aire y más aire
Salud Gonzalo:
Tú que entraste volando dinos qué pasa arriba
pero sigue volando.
Fragmentos de la presentación de Gonzalo Rojas en Castro, el 28 de agosto de 1987.
De veras, Castro es, para mí, Chiloé entero. Recién pasé por Ancud y conversé con algunos amigos muy rápidamente también. Castro, Chiloé, son para mí centros de pensamiento de mundo. ¡No es halago! ¡No es halago! De lejos, cuando andamos con mi mujer o cuando estoy solo dando algunas vueltas por este mundo, porque me toca, de veras, me toca ser desde mi juventud un vagamundos más que un vagabundo. Un vagamundos como decía Quevedo. De lejos, los tengo siempre tan próximos a todos. Y desde aquel año 84 cuando estuve aquí la primera vez y cuando me fue dado dialogar, conversar en dos instancias con ustedes, con los jóvenes de esta región, me pareció eso uno de los estímulos más grandes. Eso es lo que les puedo decir.
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Yo como ustedes empecé mi ejercicio literario siendo un niño bien joven. Primero leyendo. Leyendo a los autores que me recomendaban o me exigían mis profesores tercos y más bien severos en ese tiempo, ¿no? Tiernos, pero severos. Y me ocurrió una cosa que alguna vez la he dicho y te la voy a repetir. Tendría yo unos catorce años. Catorce, estaba en tercer año de liceo. Entonces, oía por una oreja. Este es un modo de hablar. Ustedes me lo van a entender. Oía por una oreja. Por la oreja derecha, por ejemplo, oía a los clásicos españoles porque ya me empezaban a enseñar literatura. En ese tiempo te enseñaban bien temprano la literatura. En ese tiempo yo estaba interno en un colegio espantoso en un pueblo que se llama Concepción de Chile. Como estaba interno nos tenían el impedimento de visitar toda la enorme biblioteca que tenía el colegio, que era muy buena. Pero se ponía ahí “Libros Prohibidos.” Por supuesto, me los leí todos, todos los libros prohibidos. ¡De cabeza!
En la noche me levantaba y como podía me robaba los libros y los leía en lo oscurito con una vela en unas especies de soperas que eran unos baldes donde depositábamos las aguas con las que uno se lavaba en las mañanas. Era muy primitiva la vida de Chile en ese tiempo. Bueno, ¡pero me leí los libros! Y me leía mis clásicos y me maravillaba leer a los viejos clásicos. Y había un fraile. No era enteramente un colegio de curas éste, pero había un cura que nos enseñaba muy bien. Un señor Jünemann, de apellido alemán. Don Guillermo Jünemann Beckshopper. Sabía griego, sabía alemán, sabía hasta hebreo. Un viejo loco, un grandote como de dos metros. Ése fue el primero que me enseñó a mí lo increíble que es la palabra de la poesía vieja. Vieja-nueva. La antigua. Él fue mi profesor del cuarto año y el quinto año del liceo. Total, digo, por la oreja derecha me oía a mis autores clásicos. Me los aprendía de memoria. Y tomándola de esa biblioteca me leí no toda, pero gran parte de la Colección Rivadeneyra, que era la misma colección en setenta volúmenes que leyó Darío en su tiempo. ¡Se usaba eso! Leer la Colección Rivadeneyra. Entonces, como no había teatro y yo era un cabro chico con otro tipo de (inquietudes) y ni siquiera había cine ni había televisión. No había teatro, pero me gustaba eso y me imaginaba en mi cabeza de niño cómo serían las representaciones teatrales y me aprendía a Lope de memoria. Imagínense el muchacho loco que era uno. ¡De memoria La prudencia en la mujer de Tirso de Molina! La no sé cuánto más. Me las sabía de memoria y me imaginaba cómo sería el tablado.
¿Qué estoy haciendo ahora en materia de poesía? Yo diría que estoy en uno de los periodos más intensos, más dinámicos. Yo, en general, he sido un poeta que ha debido atender la tarea académica en distintas universidades, como lo dijo Carlos Alberto, y además he asumido otras tareas, por ejemplo en la línea diplomática, pero nunca como ahora, a la temprana edad de los 70 años, estoy más liviano y más fresco; nunca como ahora me siento mejor aceitado, para hablar en lenguaje de motores. Porque vengo desde hace cinco días caminando por los cerros, yendo y viniendo, hacia Argentina, desde Argentina para acá; sin gasolina como dicen en Estados Unidos. Pero nunca me he sentido con una vibración y una velocidad, ni mejor aceitado, con aceitamiento --yo diría-- casi sobrenatural, como en este plazo de mi vida.
¿A qué obedecerá esto? Ésa es una pregunta que yo mismo me hago y se las pregunto cómo conjetura aquí. Un hombre que ha escrito algo pero que ha publicado poco porque yo soy uno de esos poetas remisos a publicar. Nunca me gustó la publicidad. Ésa es la verdad de las cosas. Escribí con cierta constancia pero no me gustaba publicar, no por otra cosa que por esa reserva mental que uno puede tener frente al derramamiento literario. Yo me crie en la cuerda del surrealismo y el surrealismo me enseñó. ¡El buen surrealismo! ¡No el libresco! El buen surrealismo. Aquel que quiere asumir la poesía como conducta y a su vez es hijo del gran romanticismo alemán que siempre quiso asumir la poesía como conducta. Me crie, amigos, en el rechazo del aplauso, en el rechazo de la publicidad vergonzosa.
He hecho algo y he publicado menos que ese algo. Y la conjetura es ésta, que yo me hago ante mí mismo pero delante de ustedes. ¿A qué hora será que uno puede estar tan vivo, tan aceitado con este aceite casi divino que digo? ¿A qué obedecerá?
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Me atrevo a pensar que cuando uno es muchacho forcejea, lucha, por supuesto, con el ángel de la palabra, con la lengua.
La poesía se hace con palabras, ya se sabe, y las palabras no se regalan. La palabra mayor no se regala nunca. ¡Hay que ganarla!
Lucha uno con la palabra, sueña su sueño, intuye el mundo, quiere sus visiones. ¡Quiere la gran visión del mundo! Porque un poeta realmente es siempre fiel a una visión o unas dos o tres visiones que a lo mejor llegan a ser una sola visión. Es un obseso en esa visión. Y cuando pasa el tiempo --ésta es mi aclaración o mi intento de explicación--, cuando pasa el tiempo es como si ya la mano se moviera sola. Es como si la mano se moviera sola y uno fuera más prudente en esto de querer la novedad, de querer a la famosa originalidad. Uno aprende más bien a callar que a hablar. Y cuando uno entra en ese callamiento, es entonces cuando la mano se suelta mejor y las aguas suben solas.
Ustedes que son criaturas de las aguas por vivir en estas islas hermosas saben de sobra lo que es el magisterio del agua, sigilosa, silenciosa o trepidante. ¡Como sea! Suben las aguas y entonces tú ya dejas tu vida al vuelo. ¿Se entiende algo, no? ¡Se me entiende algo? ¡Ahí yo creo que todo esto!
DOS POEMAS DE GONZALO ROJAS
Los días van tan rápidos...
Los días van tan rápidos en la corriente oscura que toda salvación
se me reduce apenas a respirar profundo para que el aire dure
en mis pulmones
una semana más, los días van tan rápidos
al invisible océano que ya no tengo sangre donde nadar seguro
y me voy convirtiendo en un pescado más, con mis espinas.
Vuelvo a mi origen, voy hacia mi origen, no me espera
nadie allá, voy corriendo a la materna hondura
donde termina el hueso, me voy a mi semilla,
porque está escrito que esto se cumpla en las estrellas
y en el pobre gusano que soy, con mis semanas
y los meses gozosos que espero todavía.
Uno está aquí y no sabe que ya no está, dan ganas de reírse
de haber entrado en este juego delirante,
pero el espejo cruel te lo descifra un día
y palideces y haces como que no lo crees,
como que no lo escuchas, mi hermano, y es tu propio sollozo allá
en el fondo.
Si eres mujer te pones la máscara más bella
para engañarte, si eres varón pones más duro
el esqueleto, pero por dentro es otra cosa,
y no hay nada, no hay nadie, sino tú mismo en esto:
así es que lo mejor es ver claro el peligro.
Estemos preparados. Quedémonos desnudos
con lo que somos, pero quememos, no pudramos
lo que somos. Ardamos. Respiremos
sin miedo. Despertemos a la gran realidad
de estar naciendo ahora, y en la última hora.
El fornicio
Te besaré en la punta de las pestañas y en los pezones,
te turbulentamente besara,
mi vergonzosa, en esos muslos
de individua blanca, tacara esos pies
para otro vuelo más aire que ese aire
felino de tu fragancia, te dijera española
mía, francesa mía, inglesa, ragazza,
nórdica boreal, espuma
de la diáspora del Génesis... ¿Qué más
te dijera por dentro?
¿griega,
mi egipcia, romana
por el mármol?
¿fenicia,
cartaginesa, o loca, locamente andaluza
en el arco de morir
con todos los pétalos abiertos,
tensa
la cítara de Dios, en la danza
del fornicio?
Te oyera aullar,
te fuera mordiendo hasta las últimas
amapolas, mi posesa, te todavía
enloqueciera allí, en el frescor
ciego, te nadara
en la inmensidad
insaciable de la lascivia,
riera
frenético el frenesí con tus dientes, me
arrebatara el opio de tu piel hasta lo ebúrneo
de otra pureza, oyera cantar las esferas
estallantes como Pitágoras,
te lamiera,
te olfateara como el león
a su leona,
para el sol,
fálicamente mía,
¡te amara!