(Relato de una Historia Real)
Era una amena tarde de otoño, fría y soleada; un domingo del año 1960 (*). La familia estaba repartida en esa inmensa casona de campo, cada uno de sus miembros estaba dedicado al descanso o algún liviano quehacer. Unos disfrutaban todavía de una larga siesta, los niños jugaban en el patio, correteaban las gallinas, dibujaban con un palito monos en la tierra y la abuelita en la pieza de estar avanzaba su tejido…un derecho, un revés, un derecho; a ratos se dormía y el tejido caía al suelo.
La nana de turno, con mucho esmero desplegaba y luego extendía el mantel del domingo sobre una larga y ancha mesa en cuya parte media posó una bandeja llena de unos pasteles que eran típicos en el Sur chileno: los tradicionales “calzones rotos” , espolvoreados con abundante azúcar flor, la delicia de las tardes de domingo. El olor a tostado y a especies, esa exquisita emanación tan típica que proviene de la cocción de pasteles caseros recién hechos, se repartía por todo el área, se filtraba a las piezas, llenaba los pasillos, e incluso se sentía hasta en el patio.
Todo sugería amenidad de hogar, la calidez de la convivencia al interior de un clan familiar.
¿Quién era yo en esta historia? La esposa joven del hijo de la casa, embarazada de nueve meses y un niño de un año que aún no caminaba solo. A pesar de que ya vivía algo más de dos años en aquella casona de mis suegros, me costó un poco acostumbrarme al ajetreo campesino tan diferente al de una ciudad grande como lo era Buenos Aires o Berlín (en donde me crié).
Mi suegra era una mujer laboriosa, ágil cuyo físico, su delgadez, su finura y la baja estatura, no demostraban toda la capacidad que realmente poseía. Siempre vestía ropa sencilla de colores sobrios y telas rústicas, usaba delantales con grandes bolsillos. No olvidaré nunca con qué afán manejaba sus pintorescos llaveros con --no sé cuántas llaves de todos los portes y formas-. Esa sonajera metálica de los tantos llavines en su bolsillo la acompañaba cuando se desplazaba por la casa o por los pasillos, y cuando sacaba el llavero para elegir una de entre tantas, a veces se demoraba más de la cuenta, y en voz muy baja lanzaba maldiciones como si estuvieran destinadas a si misma y luego miraba de reojo a ver si no la habrían escuchado.
En aquellos tiempos era costumbre manejar todo bajo llave y nunca perder el control de todo lo que había, más por costumbre de orden que por desconfianza y por generaciones se hacía lo mismo.
El suegro –por otra parte- era un hombre de cabello cano, casi blanco, de caminar pesado y muy serio, consciente de que todo lo que era de su propiedad debía ser manejado con prudencia. Era evidente su autocontrol y su disciplina. Daba las órdenes, y nadie vacilaba en cumplirlas. Tenía sus ideales, era solidario, hombre bueno y correcto, pero severo. Los siete hijos que tenía, eran todo su orgullo y les exigía que se atuvieran a sus exigencias, siguieran su moral y su visión práctica y realista de la vida.
Ese día domingo éramos a lo menos veinte personas las que permanecían al alero de ese techo. Todos pertenecían a la misma familia. Algunos habían llegado desde Río Bueno y otros desde Paillaco, Valdivia o Victoria. Los caminos no eran asfaltados como ahora. Había – como contrapartida- mucho ripio suelto y baches, con tramos casi intransitables y eso hacía que las visitas no podían volver el mismo día, pero la casona del abuelo era enorme y había lugar y comida para todos.
A veces el ambiente era amónico, otras veces reñían o discutían. Yo, como había permanecido poco tiempo en Chile (ese dicho se usaba mucho por parte de los gringos) en ese tiempo aún entendía muy poco el español. También era típico que los hombres se apartaran del grupo de mujeres, discutieran sobre política, a veces muy acaloradamente, o sobre asuntos de negocios, campo, engorda de animales, precios, el rendimiento de las cosechas, y también contaran chistes que no eran para oídos de las mujeres. Las mujeres -en el entretanto- tejían o bordaban, zurcían medias, criticaban a los profesores del colegio o al pastor “que la última prédica era el colmo”... etc. se tranquilizaban un poco cuando intercambiaban recetas y algunas no las daban, otra, que las recetas de la abuela desafortunadamente ella se las llevó a la tumba,.... era una lástima que no las había transmitido como herencia a sus descendientes.
Como había contado que era una amena tarde de otoño.... un primo de mi marido escuchaba –religiosamente- tres veces al día, las noticias transmitidas por la radio ( pues televisión obviamente aún no había) y jamás dejaba pasar alguna sin escucharlas: cuando se juntó con nosotros nos contó que la noche anterior se había producido un sismo bastante fuerte en la zona de Concepción y había destruido un puente, pero nadie le hacía caso, total, “esto en el sur no sucedería nunca, decían casi a unísono”. Yo pensé para mí: - ¡DIOS los oiga!
Entonces recordaba que en la mañana cuando -ya con paso difícil por mi avanzado estado de gravidez- atravesaba el parque llevando por delante mi enorme panza de los nueve meses de embarazo, con mi bebé que pateaba por dentro, oía algo raro, que no me podía dar cuenta de donde venía ese ruido, era como un tronar parejo y continuo, también las vacas mugían más que otras veces, los pájaros se notaban asustadizos y los perros aullaban y se escondían debajo la casa. Sentí algo extraño en la boca del estómago y de pronto la sensación como si se me ablandaran las piernas, pero traté de tranquilizarme. Debe ser mi estado me dije, y seguí adelante. Ya tenía lista la maleta para ir la clínica, ya que en cualquier momento podrían iniciarse los dolores del parto.
Al mediodía todos se despreocupaban, sólo pensando en la pobre gente en Concepción ¿como debe estar todo por allá? Sólo la radio daba conocer algunas noticias. Entonces me instalé en la cocina en el segundo piso de la casa y me dispuse a preparar una buena cantidad de almendras peladas que cocía en aceite. Todos los de la casa cooperaban con algo para el picoteo de la tarde, costumbre que se practicaba siempre los domingos por la tarde.
De pronto escuché un ruido como un crujido que provenía desde el piso y las paredes, luego sentí un fuerte sacudón, alcancé a apagar la llama de la cocina a gas, corrí escalera abajo, la que ya columpiaba fuerte, grité, y me aferré de la baranda, alcancé a llegar al primer piso, de pasada agarré una ruma de pañales y un tarro de alimento para bebés que estaba al alcancé de mi mano, delante de mí corría una de mis cuñadas con una botella de Whisky en la mano, tironeaba de mi brazo con fuerza, “¡ Vamos, vamos”!! gritaba con la voz temblorosa. A tropezones, tomada de la mano de mi cuñada, luchando metro a metro para llegar al patio vi que mi hijo de apenas un año estaba en brazos de mi marido, eso – dentro de toda esa aflicción – me tranquilizó un poco, y pensé que ese temblor iba ser un momento breve sin mucho peligro, eso fue lo que pensé en ese momento, pero todo resultó distinto.
Todos ya se encontraban afuera, tendidos en el suelo, excepto mi suegra que dentro de la casa aún seguía agarrada del umbral de la puerta... Con el movimiento de la tierra nadie logró quedar en pie, algunos mudos de pánico, otros llorando a gritos, y de pronto mis dos cuñadas a toda voz suplicaban “saquen a mi mamá de la casa” , nadie se movió, ni pudo moverse de su lugar, ya estaba temblando muy fuerte. Entonces ellas mismas hicieron un esfuerzo y pudieron levantarse y a tientas, tomadas ambas de las manos, y yendo a tropezones, alcanzaron a llegar a la entrada de la casa y obligaron a su madre, tirándola de los brazos y de la misma ropa, a que saliera de la casa.
Cuando las tres, mis dos cuñadas junto con mi suegra llegaron al patio al lugar en el que nos encontrábamos, justo en este momento se escuchó el terrible estrépito el derrumbe de la chimenea y más tarde supimos que había caído justo ahí donde unos instantes atrás estaba parada mi suegra.
Las sacudidas eran cada vez más fuertes miramos con espanto alrededor nuestro. En una de las sacudidas, las más intensas, la bodega de ladrillos de tres pisos, distante solo a un par de metros de nosotros, se partió, y cayó en pedazos mezclándose los trozos y el polvo con la cosecha de doscientos hectáreas de trigo que estaba almacenada en el último piso de esa bodega. Como un granizo gris se desparramaron los granos por todos lados. El aire se ennegreció con esa polvareda y el sol ya ni se veía, en algunos momentos uno pensó que sería el fin del mundo.
Debe haber sido un sismo que duró varios minutos, nos pareció interminable; apenas cesó un poco la tierra comenzó a moverse nuevamente con remezones irregulares y cada vez más fuertes. La enorme casa habitación con estos movimientos de tierra, esa vez más seguidos y más prolongados, se inclinaba fuertemente primero hacia un lado, luego hacia el otro lado, parecía tan frágil como una casa de naipes. Por las ventanas, los vidrios quebrados, salía el humo que despedían las estufas encendidas a las que se les habían desprendido los cañones.
Llegó el momento en que todo este espectáculo infernal llegó a su fin, al menos se veía todo tranquilo. Lo primero que hice fue tomar mi vientre y cruzar ambos brazos por sobre él. Yo sentía que todo estaba normal. Mi suegra se adueñó de la botella de Whisky tomó un trago grande que más o menos equivalía a un vaso, se inclinó hacía atrás y se durmió como si fuese en la mitad de la noche, pero lo que pasó fue lo siguiente, era la única y gran borrachera en su vida.
Con respecto al whisky sucedió algo curioso: le pregunté a mi cuñada, ¿Porqué ella agarró la botella de Whisky y no otra cosa? Yo sabía que ella jamás en su vida bebía. Por otra parte el primo de mi marido, se había aferrado a unas páginas de diario, y aún cuando ya estaba todo tranquilo, lo sujetaba con fuerza bajo el brazo.
De pronto, al ver salir tanto humo de las ventanas a las dos cuñadas se les ocurrió ir adentro de la casa, aunque todos protestaban debido a que era peligroso pues en cualquier momento podría haber réplicas. Ambas, tan decididas como siempre, hicieron caso omiso a las advertencias de los demás, entraron a la casa, y envueltas en chales grandes tiraron dos estufas por las ventanas, cerraron los pases de gas y bajaron las palancas de la luz, y luego volvieron con nosotros diciendo que así ya no habría peligro que se incendiara la casa.
Hubo un momento emocionante. Fue cuando todos se abrazaron, unos lloraban, otros con el histerismo rieron, y los niños buscaron refugio a lado de sus padres.
La primera noche pasamos a la intemperie. Las temperaturas de mayo a veces descendían hasta cero grados, pero por suerte el frío era soportable. Hicimos fuego, y conseguimos algunas sillas, pero nadie logró dormir, excepto mi suegra que sólo despertó al día siguiente preguntando ¿Ya pasó todo?
Al día siguiente cada familia debía partir hacia sus lugares de origen: unos a Valdivia, otros a Paillaco y los demás a Río Bueno. No había comunicación alguna, y estaban inquietos por saber qué habría pasado con sus casas, y si todos sus familiares estarían vivos. La segunda noche ya fue un poco más organizada. Sobre un coloso tendieron un techo de lona. De la casa sacaron algunos colchones y frazadas, y así había una improvisación viable para siquiera poder dormir. Nadie debía entrar en la casa, sólo entre dos de los hombres a ratos entraban a sacar lo más necesario, ya que parte del segundo piso colgaba en el aire, y los objetos, -un surtido inimaginable- estaba desparramado por todos lados.
Al segundo día empecé a preocuparme. Habían comentado que el único camino de acceso a Osorno estaba por derrumbarse, que solo quedó después del terremoto, una parte angosta como vía transitable, de un ancho que solo cierto tipo de auto podría pasar. El vehículo nuestro era una Renoleta, sabíamos que éste aún podría pasar, y que al día siguiente me llevarían a la ciudad a casa de mi cuñado, y desde ahí debería ir a la clínica cuando llegue el momento del parto.
En esa misma noche le pedí a mis cuñadas, en caso que se produjeran los dolores antes de lo esperado, que tuvieran a mano algunas cosas, sobre todo que ocuparan el Whisky para desinfectar los cordones de mis zapatillas, para las particularidades de un parto improvisado.
Que mi suegro me perdone al mencionarlo recién ahora, pero resulta que él no estaba con nosotros en los momentos del sismo. Él había salido a caballo a revisar su plantación de remolacha. Al llegar de vuelta y vernos todos vivos se emocionó, vi que cerró los ojos y movía sus labios, no sé si estaba calculando el costo de la reposición de todo lo destruido, o si rezaba en silencio dando gracias a Dios por estar todos con vida.
Hildegard Rasch
(*) El sismo de 1960 fue uno de los más intensos y destructivos que registra la historia de la Humanidad. Sucedió el 22 de Mayo de ese año a las 15,10 hrs. y había tenido una antesala en Concepción, el día anterior a las 06 de la mañana. Si el primer terremoto abarcó la región de Concepción, esta segunda versión telúrica afectó el territorio nacional desde Cautín hasta Aysén con una intensidad XI a XII en la escala de Mercalli y una magnitud de 9,8 grados en la escala de Richter. (Nota del editor).