Comentario de Medardo Urbina Burgos
El hermoso libro del académico de la Universidad Católica de Valparaíso, Dr. Rodolfo Urbina Burgos, y de su esposa Magister en Lingüística Aplicada, Andrée Froese Kirch, ambos docentes de la misma universidad, contiene un estudio de la ciudad de Castro, mirada desde varios ángulos y abarcando diversas materias de notable interés y vigencia, como también de primerísima actualidad.
Escrito en un lenguaje claro y preciso, amable y abierto, el libro contiene las impresiones y análisis de dos docentes de brillante trayectoria –uno de ellos chilote y nacido en Castro- ambos asiduos visitantes de Castro y sus alrededores, pues cada año –y desde varios lustros- arriban a Chiloé con sus libretas de apuntes, analizando y comentando esto y aquello, los cambios experimentados por el territorio y las ciudades que los ocupan, efectuando comparaciones con otras ciudades australes del país y de otros países con el genuino interés -y amable interés- de aportar ideas y sugerencias que lleven a Castro a ser una ciudad hermosa, maravillosa, atractiva para los visitantes y ojalá, un lugar de visita obligada para los extranjeros como una ciudad típica de Chiloé, con una estructura propia y una personalidad y arquitectura únicas –en un mundo globalizado- pero sin dejar de crecer y desarrollarse –según los autores- con las características, cambios y efectos o consecuencias que trae la modernidad.
En este estudio no se omiten aspectos históricos de cada uno de los temas, y en el análisis tampoco evitan mencionar la sucesión de aciertos y desaciertos de las autoridades edilicias a lo largo del tiempo, especialmente del siglo XX y de lo que ha corrido del presente siglo. Se destaca por ejemplo, la maravillosa y privilegiada situación geográfica de la ciudad, con paisajes en los alrededores que pueden ser admirados desde todos los márgenes de la meseta –situada a 40 metros de altura- que eligió el Mariscal de Campo, Don Martín Ruíz de Gamboa para su fundación, el 12 de febrero de 1567. Sugieren el cuidado y hermoseamiento de las plazuelas y miradores situados en los márgenes del pueblo, como la Plazuela Henríquez, que mira hacia el barrio Gamboa y la desembocadura y marisma del río del mismo nombre, o la mantención de verdores, césped y bancas para el descanso de los paseantes –en el bordemar del puerto, Pedro Montt o “La Playa” para admirar desde allí la belleza y los colores de la bahía, apacible y silenciosa, que llama a la meditación.
Nos hacen sentir esa belleza que ellos describen, analizan y destacan y el placer del arte escénico que ellos viven, pero también recogen la historia de desaciertos municipales como lo ocurrido – después de ardientes disputas entre los regidores de ese tiempo- con la construcción del edificio de la municipalidad erigido en calle Lillo sobre un terreno de relleno, mal compactado y deficiente, que a pocos años de su inauguración resultó fracturado y desintegrado por el terremoto de mayo de 1960. “…el ingeniero de las obras del molo emitió un informe sobre la calidad del suelo y expresó sus reparos por ser terreno inapto para erigir un edificio, tanto para el Mercado como para el edificio municipal, que además era sólido y de dos pisos. Pero se construyeron sin importar lo que aconsejaba el sentido común y los informes técnicos.”
Uno de los primeros capítulos del libro está dedicado a los palafitos, señalados como “una unidad identitaria”. Se cita a Edward Rojas y a Bárbara Elmudesi, como también a Gustavo Boldrini, y a otros autores estudiosos del tema. Se da cuenta de los orígenes de estas construcciones particulares, provocadas por la llegada masiva de campesinos al pueblo y del ingenio del chilote para construir sus casas en el bordemar porque de ese modo no había que pagar ni el terreno ni los impuestos. También se destaca que durante el Gobierno Militar hubo un Jefe de Plaza que propuso erradicar los palafitos y hacerlos desaparecer porque a su juicio estas construcciones “afeaban al pueblo”. Lo anterior –según analizan los autores- contrasta con el enorme valor que han adquirido estas construcciones en el momento actual, por ser lugares muy interesantes para erigir restaurantes por ser ambientes preferidos y buscados por los turistas.
Por otra parte destacan que la ciudad carece de verdores, de árboles, de parques, como los observados en otras ciudades australes y parecería que se mantiene la idea que tuvo uno de nuestros alcaldes, de derribar los grandes árboles de coigüe chilote que adornaban la plaza de Castro hasta mediados del siglo XX porque: “…alrededor de 100 árboles de coigüe chilote fueron derribados en 1948 y sus maderas vendidas a particulares. La discusión precedente fue ardua: unos ( los radicales) deseaban mantener esta vegetación autóctona como una muestra de autenticidad, y otros propendían a erradicar tal bosque por considerar que la plaza era “solo un monte” sobre cuyas losas crecían los musgos que hacían impracticable el paseo por los muchos resbalones que sufrían los paseantes en Invierno y Otoño, y porque en Verano solían pernoctar en los árboles de la plaza no sólo tiuques y jotes sino también guairavos o baudas y otros pájaros grandes como las bandurrias, que sin respeto alguno por los de abajo, solían ensuciar tanto a paseantes como a enamorados”.
Un capítulo especial es el señalado como CALLES, NOMBRES, MONUMENTOS, en el que se analiza a Castro como una ciudad sin monumentos y la contradicción histórica de conservar hasta el día de hoy los mismos nombres de las calles que existen en casi todas las ciudades de Chile: O”Higgins, San Martín, Freire, Los Carrera, etc. etc., sin que se conserven los nombres de los verdaderos héroes chilotes que lucharon contra Chile a principios del siglo XIX, en el período de la Reconquista que media entre 1812 y 1826. La anexión de Chiloé a Chile, borró de un solo plumazo los nombres de nuestros héroes: Barrientos, Ballesteros, Bontes, Quintanilla, Godoy, Osorio y tantos otros, jóvenes y viejos, campesinos y pueblerinos chilotes que expusieron sus vidas por defender la privilegiada situación de Chiloé, vinculada comercialmente con El Callao, Lima y con España. Ya sabemos que con la anexión de Chiloé a Chile después del Tratado de Tantauco, los chilotes quedamos en el más absoluto abandono por parte del poder central.
Por lo anterior, los autores proponen cambiar los nombres de las calles del casco antiguo, que recuerdan a los héroes chilenos, por los nombres de nuestros héroes chilotes, de los que sólo los historiadores tienen memoria. Si así se hiciera, los chilotes daríamos una muestra de autenticidad e identidad, como también la defensa de lo nuestro, de nuestra cultura, aun a riesgo de causar más de algún prurito en el nivel central.
Este libro de 316 páginas que incluye más de 30 fotografías a todo color y a plena página, resulta sumamente interesante, ameno, fácil de leer y nos descubre una de las ciudades históricas más antiguas de Chile y además un interesante recorrido por sus alrededores campestres, tradicionales y provincianos, que los autores nos muestran “saltando” de isla en isla para disfrute de quienes los acompañan en la lectura.