¡Yo los había visto llegar!, sin proponérmelo, por supuesto. Nuestra casa miraba al Fiordo de Castro, desde los 40 metros de altura que señalan la meseta donde se enclava el pueblo, con sus casitas multicolores con techos de tejuelas de alerce de dos aguas, bruñidas y relucientes por las mil aguas que año a año lavan sus caras inmisericordemente. Vienen tímidamente primero, divisándose apenas a la altura del Puente de Tierra, a ambos lados del camino, inclinándose un poco hacia el mar o hacia la montaña para dejar pasar a las carretas con ruedas de madera o a los caballos que portan hombres rudos con ponchos grisáceos, mientras arrean el piño de animales overos, claveles, pardos y mutros, cuando los conducen al matadero del pueblo en medio de las salomas, silbidos y gritos que cortan el aire diáfano y silencioso sobre el fondo acústico sordo y repiqueteante de los cascos de las bestias, que corren en tropel. Las casitas - todas de madera - pasan divertidamente a mojarse “las patitas” en el mar en el barrio Punta de Chonos, donde caminan sobre palafitos, para empinarse –atropelladamente- en la calle Del Tejar, Piloto Pardo, “De los Yurac” o Calle Blanco, como si quisieran llegar primero a la meseta que limita la parte alta del pueblo, empinándose unas sobre otras en los márgenes del acantilado, para mirar las azules y plácidas aguas del fiordo, que en los tranquilos días de verano, se ven espejeantes, cuando el rostro del cielo viene a mirarse en ellas. Más allá se reflejan nítidamente los verdes lomajes limitados por arboledas de manzanas e hileras de álamos espigados en Ten-Ten, Putemún, Pillul o Tongoy... y una de las ventanas preferidas de mi infancia, permitía una vista panorámica a la lengua de mar que penetra ese abrazo de la Isla, bañando los pies del barrio Punta de Chonos hasta el Puente de Tierra, sin despreciar la airada Punta Ten-Ten, ni los humildes lugarejos como Putemún, Punta Pillul, Tongoy, Yutuy y Peuque -entre otros- a quienes este fiordo mojaba mansamente el pedregal de sus playas. Me gustaba apoyar la frente en uno de los bordes de la ventana mientras miraba el devenir de las gaviotas, los patos liles, los lobos marinos y los redondeados lomos brillantes de las toninas, cuando entraban al puerto, persiguiendo los peces que les servían de alimento. De lejos escuchaba los resoplidos acompasados de estos cetáceos, cada vez que asomaban sus brillantes lomos de plata a la superficie, para romper el silencio de las grises tardes chilotas.
Estaba yo con la frente apoyada en el marco de la ventana, dejando fluir las ilusiones infantiles de la mente- esa que no tiene límites- y volaba yo con las gaviotas, y daba volteretas imaginarias entre las blancas nubes que se formaban y desaparecían rápidamente, en esos días en que llueve y sale el sol alternadamente... miraba el fiordo de Castro, cuando vi una frágil embarcación de dos puntas, que los chilotes llaman “chalupa”, con una vela deslucida, desplegada en el palo mayor y un foque atado junto a la proa, gordo de viento sur. Como volando… comenzó a vislumbrarse como un puntito negro .primero, trasponiendo la punta de Peuque y endilgó luego, solitaria y rápida, ladeada por el empujón del viento. Llamó mi atención que esta embarcación no rumbeara hacia el puerto, sino que continuara en dirección norte directamente hacia la punta Ten-Ten, topónimo que recuerda la lucha de las culebras Ten-Ten y Cai-Cai Vilu, que los viejos abuelos chilotes cuentan a sus nietos –boquiabiertos- alrededor del fogón de briosa llama en las tardes del crudo invierno insular, mientras el mate va pasando de mano en mano, iluminado apenas por la tenue luz de un “chonchón”.
Dos cabezas grandes y una pequeña sobresalían del aparejo...y un remo, maniobrado desde la popa, servía de timón y de singa. Seguí atentamente el pertinaz trayecto del botecillo, mientras surcaba las aguas de la bahía, hasta que éste clavó la quilla de su armazón en las grises arenas de la playa de Ten-Ten, en un lugar que llamábamos “La Playa de Canto D”Uña”, en alusión a un vecino de origen portugués que vivió en ese lugar muchos años antes. Del botecillo saltaron a tierra tres personas, dos adultos y un niño. Éste de unos 6 años. Dispusieron algunos bultos en la playa, más arriba de la línea de mareas y pronto ardió una fogata en torno a la cual los miembros del grupo se sentaron a ingerir algún alimento. Mediaba ya la tarde de ese día cuando los juegos infantiles interrumpieron mi observación.
Al día siguiente observé con sorpresa que el grupo humano de Ten-Ten, estaba erigiendo una armazón de palos y varas atados entre sí con boqui, una enredadera abundante en Chiloé. El armado de palos terminó en el esqueleto de una mediagua pequeña, que en poco tiempo fue revestida hábilmente con manojos de junquillo para dar origen a una abrigada vivienda de la que emergía permanentemente el humo de un fogón central, a la más pura usanza de los chilotes nativos.
Había pasado ya un breve tiempo de pocas semanas quizás, cuando un buen día golpeó a la puerta de nuestra casa una menuda mujer de rasgos nativos, de pies descalzos, rechonchos y curtidos por numerosos surcos dejados por el permanente ir y venir por las playas en busca de los mariscos que le servían de sustento a ella y a los miembros de su familia. El cabello negro atado en una trenza le caía sobre una de sus mamas visible apenas por el escaso espacio que dejaba su ajado rebozo multicolor de lana cruda de oveja, teñida con hierbas nativas. Su mirada era de una humildad sobrecogedora, y su actitud total expresaba sumisión y disculpa. Algo agachada y mirando al suelo suplicante, sus ojillos negros demostraban angustia y dolor.
- ¡Buenos Dias Señora!...Llevo quilmahues Señora...¿ No compran Usté quilmahuitos...que...?
Mi madre - que había interrumpido sus quehaceres cotidianos al llamado de la puerta - ,quedó algo sorprendida por la visita inesperada, de aquella mujer de baja estatura , de no más de 25 años, sin duda desconocida y suplicante... Tras unos instantes de observación y de silencio, mi madre le compró cuatro pequeños platillos de “quilmahues”, moluscos bivalvos de carne rosada que aún lucían deliciosos y humeantes, pues recién habían sido hervidos y desconchados junto a la playa. Mi madre -aún sorprendida – hizo entrar a la mujercilla hasta el calor de nuestra cocina y conversaron entre ellas cosas que no pude escuchar, pues los niños debían retirarse de la conversación de los grandes y escucharlas era signo de ¡mala educación!. Sin embargo pude darme cuenta que esa mujer era uno de los integrantes del botecillo que días atrás había hecho puerto en la playa del otro lado del fiordo, de Canto D”Uña, en la Punta Ten-Ten y que para hacer algún dinerillo extraía de las playas – durante las mareas bajas- esos deliciosos mariscos que luego de cocer en agua hirviente, salía a vender al pueblo, dando un largo rodeo por la playa, hasta trasponer el “Puente de Tierra” y luego acceder al villorrio, siguiendo el barrio de los palafitos o Punta de Chonos como solía denominarse.
Pronto llegó el mes de Marzo, que indica el arribo de los fríos en Chiloé y el inicio de las clases. Yo debía ingresar al Primer Año de Preparatorias pues había cumplido los 6 años, requisito indispensable para tal curso. Mi primera profesora de llamaba Baldramina Vera y tenía un vozarrón ¡de padre y señor mío! Ella nos hizo entrega a cada niño, de un hermoso libro con dibujos de colores, reluciente, con olor a nuevo, que llevábamos con orgullo al colegio y traíamos a nuestras casas cuidadosamente dispuesto en los bolsones de cuero que heredábamos de nuestros hermanos mayores. Se llamaba el SILABARIO HISPANOAMERICANO... y en él aprendimos a leer.
Y así fui conociendo a mis compañeros de curso: Álvaro Barrientos Yurac, Nelson Santana, siempre el mejor alumno, seguido de cerca por Edwin Vera el hijo del “Maestro Vera” nuestro profesor de cursos superiores, Armandito Ojeda, mi amigo del barrio, Pedro Arteaga , mi amigo hijo del pescador, Walter Gallardo Haro, Luis Haro , su inseparable amigo “Paipita”, Manuel Subiabre, Carlitos Mancilla y “Cufito”, el hijo del sastre del pueblo, Roberto Barrientos Watkins... y otros más, todos citadinos. Pero había un alumno especial, sentado siempre en el último asiento, descalzo y con ropitas humildes, de ojos y pelo negros, de rasgos nativos y voz desconocida pues siempre permanecía en silencio, como tratando se pasar inadvertido. Su nombre era Pedro Peranchiguay. Me llamaba la atención su humildad y sencillez, pero a veces aparecía en su rostro - inexpresivo por lo común – un destello luminoso cuando lograba comprender lo que enseñaba la profesora. Yo , desde el otro extremo de la sala, lo observaba con un poco de pena, pues su bolsón no era de cuero como el de los otros niños, sino de género, de esa tela deslucida y blanqueadaa que deriva de los sacos de harina y que su madre primorosamente había zurcido malamente con aguja e hilo de otro color, hasta darle forma, pero ella había intentado dibujar una flor de color rojo en el punto donde se pega el botón, con todo el amor que una madre puede prodigar a su hijo. Todos los niños llevábamos al colegio un pan que nuestras madres horneaban con mucho cariño muy temprano, para que el nene lo llevara ¡calentito! en su bolsón a las 8, hora en que la campana señalaba el inicio de clases. Algunas madres podían agregar a ese pan un poco de mantequilla chilota, o una pasadita de miel, pero la mayoría no podía llevar sino sólo pan. Más, Pedro Peranchiguay no podía llevar nada... y en el recreo de las diez, cuando todos los niños comían su pancito, él, sólo miraba a los demás desde su rincón silencioso, al otro extremo del curso. Un día, sin mediar palabra alguna entre ambos – tal vez porque yo nunca me reí de él- como los otros niños, que no medían el efecto de sus palabras, en medio de la inocencia infantil, o tal vez porque percibía en mi mirada transparente de la infancia, la pena que me provocaba o la simpatía que estaba gestando por él. Tal vez por eso un día se acercó a mi decididamente y me dijo suplicante ¡DAME LEUCA!... Yo quedé algo sorprendido pues no entendí el significado de la palabra y pregunté ¿Dame qué...?
- DAME LEUCA- repitió , señalándome entonces mi pan blanco recién sacado del bolsón y envuelto en una servilleta, tal como me lo había preparado mi madre para su hijo menor, como cada día antes de salir a la escuela. Yo entendí de inmediato y con una sonrisa franca le entregué todo mi delicioso pan blanco untado con algo de mantequilla.
Pedro Peranchiguay me miró con unos ojillos relucientes de alegría, cogió el pan y se retiró a su rincón a saborear el manjar. Yo no comí pan ese día pero creo haber disfrutado mucho más que él ese pan delicioso que él comía con avidez. Lo observé hasta que se comió la última migaja y entonces me devolvió una mirada infantil agradecida y cómplice.
Al día siguiente me llevó de regalo un grupo de pequeñas placas nacaradas que articulaban entre sí con nimios dientecillos blancos, formando un conjunto ovoideo brillante, con tonos verdosos y azulados. ¿De dónde sacó Pedro Peranchiguay esta maravilla?
- Son dientes de caballo de mar- me dijo
- ¿Y cómo los conseguiste?
- Mi padre me los lleva cuando logra extraerlos del mar.
- ¿Son marinos-entonces?
- ¡Sí! Son marinos.
Y así fui descubriendo en cada recreo largo, las múltiples maravillas que Pedro Peranchiguay me contaba y me mostraba del mundo de bordemar. Traía conchas nacaradas de los más variados tipos y colores, y para todos tenía sus nombres respectivos .Conchas de tacas, almejas, loyas, fisurelas, pipes, huepos, cáscaras de erizos que habían ya perdido sus espinas, navajuelas y caracoles de los más diversos tipos, todo lo que él me mostraba de “su mundo del bordemar era nuevo y fascinante para mi y él descubrió que ese interés le permitía cada día llenar su estómago vacío con el pan “leuca” que mi madre me preparaba. Me hablaba también de las plantas de la isla que poco tiempo atrás había abandonado, de las flores silvestres, de las raíces y hongos comestibles, de nalcas y “nigachos”, todos tallos comestibles de plantas vernáculas. No quedó ausente para Pedro Peranchiguay hablarme de los pantanos de su isla, de las “tembladeras” donde a él le gustaba ir a balancearse con el cadencioso vaivén del suelo pastoso que se mueve sobre un lecho de agua. Me habló de los miñi-miñis, de las murtas que se cogen en la estación del otoño, de los “cauchahues” deliciosos que suelen estar maduros al término del verano y que él recogía encaramándose a las ramas más altas de los árboles de luma... y me habló de los calafates y de los michai que suelen crecer en las pampas expuestas al sol, cuyos rayos doran sus frutos hasta dejarlos ¡negritos relucientes y deliciosos! para el que los encuentra y devora. Y hablábamos así de tantas cosas en la brevedad de los recreos o en el trayecto al colegio. Yo, embelesado de tantas cosas nuevas de ese otro mundo de Pedro Peranchiguay, y él cautivado por la atención que yo ponía en sus maravillosas historias y aventuras. ... Hasta que un día llevó un “piquilhue”. La enorme concha del caracol, de color rosado intenso, estaba envuelta en una hoja de diario y permanecía oculta a la mirada de los compañeros, en el fondo de su bolsón de género. Fuimos al rincón más oculto del patio de la Escuela Superior para que él me mostrara esa enorme caracola, en el último momento del último recreo del día y entonces me dijo:
-¡Es un piquilhue!... y es tuyo...¡Somos amigos!
Ese día – atiborrado de sensaciones y sentimientos de alegría y agradecimiento-, llevé secretamente mi concha de piquilhue en el fondo de mi bolsón, y la dejé en el lugar mas seguro de la biblioteca de mi casa. Mi madre...apenas si reparó en mi hallazgo y me dijo: - Sí. Es un caracol de mar-. Como si fuera lo más común del mundo, pero para mi era el mayor tesoro posible y símbolo de la amistad con Pedro Peranchiguay.
Ya en pleno invierno solíamos encontrarnos casualmente en nuestro camino a la escuela, apenas amaneciendo, con la primera claridad del alba, y compartíamos el camino de 6 cuadras que nos separaba del colegio. Entonces compartíamos también su “pulcura”. Ésta era una piedra redondeada que su madre calentaba en el brasero antes de que el niño partiera rumbo a la escuela. Ella envolvía en una bolsita con cierre de jareta de la más tierna piel de oveja, la piedra calentada entre las brasas de su fogón, que el niño llevaba entre las manos para mantener el calor en el trayecto de varios kilómetros sobre un suelo cubierto generalmente de escarcha, si la helada había caído sobre las playas por el frío viento sur, o cubierto de barro si el viento norte había traído consigo esa pertinaz lluvia que tiñe de grises los cielos chilotes. Con Pedro compartimos también su “pulcura” en medio de las pláticas infantiles.
Un día Pedro me contó que él y su familia procedían de una isla del Sur llamada Tranqui, y que sus padres habían decidido avecindarse al pueblo para que su hijo estudie y sea otra cosa, no simples isleños recolectores como sus padres. Ese noble objetivo los había hecho abandonar todo cuanto tenían para instalarse en una playa cualquiera y levantar la ruca que los cobije durante el invierno, mientras su padre oficiaba como carpintero, jardinero, limpiavidrios o cualquier otro trabajo menor para ayudar a la educación de su hijo. Su madre –por otra parte- recolectaba mariscos en las playas para venderlos en el pueblo. También me contó la decepción de su padre sobre la vida en una ciudad civilizada, pues no comprendía porqué si él trabajaba intensamente por muy poco dinero, algunos patrones que lo contrataban para estos servicios menores, se aprovecharan de su humildad y no le pagaran sus trabajos. Y ese conflicto le hizo caer en noches de insomnio hasta que un buen día decidió volver a su añorada isla natal. Y así se lo dio a conocer a su esposa y a su hijo. Dijo que “no quería para su hijo una educación en la que no se respetara a las personas, en la que los más pudientes hicieran a su antojo las injusticias con los más pobres, y dijo también que esas actitudes innobles nunca él las había visto entre las sencillas personas de su isla y que aunque no sabían leer ni escribir, indios y todo, eran más decentes, dignos y correctos que los de la ciudad”.
Un día de pleno invierno, de fuerte viento Norte, observé desde mi ventana una inusitada actividad en torno a la chocita de la playa de Canto D”Uña. La chalupita estaba aparejada con sus velas y enseres. Bultos y paquetes eran puestos en ella apresuradamente. La madre de Pedro fue la primera en subir al botecillo, luego el niño se acomodó junto a la madre. Finalmente el padre dio un fuerte empujón al barquillo con el remo que usaba como timón. Las velas se inflaron con el fuerte viento norte y la chalupa surcó a gran velocidad las aguas del fiordo de Castro con rumbo al sur, hasta desaparecer como un puntito imperceptible tras la puntilla de Peuque, dejando tras si, la pequeña choza de junquillo, inmersa en la soledad invernal, que esa tarde gris y triste comenzó a desintegrarse con el fuerte vendaval que yo observaba con la frente apoyada en el marco de mi ventana. Volaban por la playa –aventadas- unos tras otros los manojos de juncos que el padre de Pedro había dispuesto en las paredes y el techo como vestido exterior de la choza erigida sobre la armazón de palos… en ese tiempo cargado de esperanzas...Ahora el viento norte irreverente y gris despojaba a esta humilde choza , de toda cubierta exterior y dejaba al descubierto la intimidad fría y blanca de la empalizada humilde que la sostenía, llenando de lluvia, frío y soledad el corazón desvencijado de lo que fue por unos meses el tibio hogar de Pedro Peranchiguay. Así el viento arrancaba ahora todo esbozo nimio de esperanza.
¿Se habría ido mi amigo Pedro sólo de paseo? ¿O se habría ido para siempre? La fuerte lluvia, pertinaz y potente, muy pronto comenzó a llorar frente a mi ventanal... y el lunes siguiente el puesto vacío de Pedro Peranchiguay permanecía silente inundando de tristeza la pequeña salita del Primer Año A de la Escuela Superior de Castro. Pedro y su amor por la naturaleza, su sencillez y equilibrada armonía, incapaz de concebir la maldad, no había resistido el impacto inhumano y feroz del mundo civilizado.
¿Estarás hoy Pedro Peranchiguay enseñándole a tus hijos y nietos la belleza de las conchas marinas, de los bosques, de los cerros, de los volcanes que se divisan en lontananza desde la idílica isla que te vio nacer? ¿Estarás así de feliz, como deseo yo verte en armonía con la sencillez natural que tú siempre amaste? ¿Le hablarás amorosamente a tus nietos sobre los nigachos, cauchahues, calafates y michais, y te columpiarás con ellos en las “tembladeras” de los pantanos flotantes donde viven mansamente esas enormes mariposas negras de las que tú me hablaste? en medio de las risas infantiles, que cortan el aire diáfano de los páramos, salpicando de alegrías - como el gorjeo de los pajarillos en primavera- , la soledad y el silencio apacibles de los bosques y parajes de tu isla?..Así sea...amigo Pedro Peranchiguay.