-¿Subiremos esta cuesta Tío?, pregunté.
-Silencio.
Todos estábamos expectantes, llenos de miedos e incertidumbre. La tarde estaba ya cubriendo de sombras los valles y las ranuras que dejaba la geografía entre los montes. Nosotros íbamos por una de esas ranuras, por la que serpenteaba, subía y bajaba, se quebraba a veces y cruzaba ríos y más ríos sobre puentes de madera. Íbamos hacia Maihue, el hermoso lago situado hacia el oriente del lago Ranco, más allá de Futrono y Llifén. Es una poza de agua de unos 10 Km de largo por 2-3 de ancho, que se extiende placidamente de Este a Oeste, entre enormes cerros de la Cordillera de los Andes, algo al norte del Volcán Carrán y entre abruptos acantilados de centenares de metros visibles hacia los cuatro puntos cardinales.
La cuesta que teníamos al frente era muy empinada, y yo había observado que a media altura presentaba una curva, justo allí donde había baches y piedras sueltas, donde el agarre de los neumáticos pantaneros de nuestro vehículo, sería mínimo y el empuje nulo, justo en la curva y donde estaban los hoyos.
-¿Subiremos esta cuesta tío?
El tío (i), -el abuelo de mi hijo Mauricio, el dueño del terreno a orillas del río Maihue, a donde nos dirigíamos- es Don Andrónico. Bordea los 90 años y fue durante su juventud y vida activa, un eficiente mecánico de Caterpillar o maquinaria pesada, y a mediados del siglo XX. Debió transitar por estos mismos parajes, generalmente a caballo, con la guía de algún baqueano. Solía llevar una maleta de madera de unos 20 kilos por lo menos, maleta que contenía las herramientas que –como maestro mecánico de Gildemaister- debía transportar hasta los inverosímiles lugares donde estaba la explotación maderera de raulí en ese tiempo. Don Andrónico debía llegar hasta el cerro donde estaba la máquina averiada y resolver la panne. Entonces conocía estos lugares ocupados apenas por alguna familia mapuche que muy de vez en cuando se ponía en evidencia por el humo emanado de los fogones de la ruca. Él si que sabe de estas cosas.
- ¿Subiremos tío?
Don Andrónico, miró la cuestecita esa, inclinó la cabeza hacia un lado en actitud dubitativa y (yo esperaba que me dijera ¡SI! La subiremos! Pero no dijo nada). Imaginé que me diría -¡Esta cuestecita hay que tomarla “con pelada”!, es decir con harta velocidad desde el llano. Pero no me dijo nada.
Entonces “tomé pelada” y puse la marcha en segunda, acelerando al máximo. El vehículo subió rugiendo la cuestecita, lanzando piedras hacia todos los puntos cardinales, se sintió una sonajera atroz de piedras que golpeaban los fierros de la parte inferior y un golpeteo de válvulas, cuando el motor es acelerado al máximo. Parecía que lo lográbamos, pero…¡caimos justo al hoyo grande!, dimos un tumbo y las ruedas giraron en banda, justo en ese mismo lugar sin avanzar un centímetro. ¿Qué hacer? Retrocedimos, cuidadosamente la cuesta. Tratando de no resbalar hacia las cunetas llenas de piedras sueltas desde donde –si caíamos en ellas- sería aun más difícil salir. Llegamos al plano atravesando la humareda que salía del escape y que flotaba aún en el denso ambiente.
- ¡Hay que tomar pelada! Me repetí mentalmente. Puse tercera, para tomar mayor velocidad y me dije a mi mismo ¡O todo o nada! ¡Tenemos que llegar!...¡No!, ¡necesitamos más peso en la parte posterior del vehículo! ¿Quién se sube a la parte posterior? Pregunté. Sin duda que el tío de 90 años no podría ser, pero la mamá de Mauricio –que al parecer le agrada la aventura- dijo ¡Yo subo! Y se subió a la parte posterior para hacer lastre. Ahora agarré ¡“tremenda pelada”!
El cacharro (llamado también pomposamente “bólido”, o también, “artefacto”, “cafetera” o más frecuentemente “carcacha”) subió nuevamente zumbando la cuesta, con tal velocidad que pasó saltando los hoyos, entre tumbos descomunales. De pronto – y casi sin saber cómo- nos vimos en la parte alta de la cuesta, más allá de los hoyos del camino ¡Uf!, en medio de la hilaridad de la madre de Mauricio, que una vez detenido el “bólido”, se bajó de la parte posterior del cacharro, riendo y tomándose el traste, pues los saltos dieron precisamente en esa parte. Ella, al subirse a la parte posterior, había decidido ir sentada sobre la superficie de fierro (¿¡?).
Habíamos salido esa mañana de Concepción, alrededor de las 8, cargados con numerosos bártulos destinados a la casita de Maihue, por encargo de mi hijo Mauricio. Debíamos llegar a Valdivia y allí cargar otra serie de objetos, al parecer pesados: muebles, cocinas, balones de gas, harina para dos meses, alimentos diversos, algunas plantas de interior, cestos, escobas, útiles de aseo y otros menesteres, además del abuelo Andrónico. Partimos desde Valdivia a las 17.oo horas de ese mismo día, rumbo a la Ruta 5, Paillaco, el cruce a Reumen y luego el cruce a Futrono, todo por camino pavimentado en excelente estado, que se desplaza por terrenos planos del Valle Central, en dirección al. Oriente. Extensos paños de verdes prados, cultivos de maíz forrajero, raps y campos de girasoles. De vez en cuando piños de vacunos de diversas razas en medio de pastizales altos, que les cubrían las extremidades, pastando en medio de bosques de hualles, raulíes o coihues, ora juntos, ora dispersos. Compramos algunas cosas en Futrono y volamos hacia Llifén.
Fue Futrono el lugar en que se conocieron mis padres (los abuelos paternos de Mauricio): mi madre había llegado desde Santo Domingo, un lugarejo cercano a Santa Juana, donde ella, a la edad de 17 años había “inventado” una escuelita. La abuelita –la madre de mi madre- tenía unos 5 hijos cuando el abuelo la abandonó después de que él vendiera o se jugara a los dados o a los naipes, la propiedad que la familia tenía en Santo Domingo. Expulsada por los nuevos dueños de la que fuera su casa, la abuela migró con sus polluelos hasta Futrono, donde trabajó como cocinera de un campamento forestal, dedicado a la explotación del raulí. Mi madre, a poco andar, “inventó” otra escuelita en Futrono y allí la conoció mi padre. Este, había sido enviado a ese lejano y silencioso pueblito, por el Ministerio de Obras Públicas, para construir caminos y puentes en esa zona. Mi padre era ingeniero de Vialidad y tendría en ese entonces unos 30 años. Era el año 1939. Mi madre tendría unos 18 ó 19 años.
Mi padre construía un puente en las inmediaciones de Futrono cuando recibió un telegrama procedente del Ministerio, que le indicaba que debería trasladarse lo antes posible a Chiloé -a Quellón- donde iniciaría las obras viales en la isla. Esa misma noche, mi padre ensilló su caballo, se despidió de sus trabajadores y salvó la distancia que lo separaba de Futrono. Mi madre me contó que debe haber sido cerca de la 1 de la mañana cuando sintió unos golpecitos en la ventana de su dormitorio. Miró y vio a mi padre montado en su caballo. Ella –sorprendida- abrió la ventana para conocer qué sucedería. El le dijo: “
-Me voy a Chiloé. Debo tomar el vapor en Valdivia. Si quieres me voy contigo. Si decides que no, no nos veremos nunca más.
Mi madre juntó en una pequeña maleta un par de pertenencias, abrió sigilosamente la ventana y se subió al anca del caballo de mi padre, sin hacer el más mínimo ruido. Cerró tras de si la ventana y partieron de modo furtivo, sin dar a conocer a la abuelita el motivo y las consecuencias de tal decisión. Caminaron a paso lento durante casi toda la noche. Se detenían sólo para dar de comer al caballo y para darle de beber en algún río o abrevadero. Llegaron a Valdivia en dos días de caminata. Allí compraron algunas cosas esenciales, entre ellas un baúl de madera, que en ese entonces se usaba para el transporte de las pertenencias. (El baúl aún existe en la casa de la mamá). Tiene dos asas metálicas por sus extremos y consta de cerradura.
Mi madre me contó que llegaron a Chiloé y fueron visitando varios puertos, que vislumbraron desde el barco: Ancud, Chacao, Quemchi, Mechuque, Achao , Castro, pasando entre las islas del interior, Chonchi, Queilen y Quellón. Finalmente el buque los dejó en la pequeñísima localidad de Huildad, situada en el estero del mismo nombre, en las cercanías de Quellón, sindicado como el punto de inicio del camino que uniría Quellón con Chonchi y Castro. Yo siempre le dije a mi madre:
-¡Eso fue un rapto!
-¡No hijo! Decía mi madre. Y explicaba. –Un rapto es algo forzado, en cambio esto fue voluntario…¡fue una fuga!
Varios meses más tarde, una vez que se instalaron definitivamente en el lugarejo de Coinco en el borde Occidental del Estero de Huildad, mi madre le envió una carta a la abuela, señalándole los motivos de tan súbito como violento abandono. Mi madre abandonó familia y trabajo, sólo por seguir a mi padre. Aquel, tiene que haber sido un amor muy grande.
Dejando los extensos campos de la llanura, llegamos a Futrono. Al frente el lago salpicado de algunas islas lejanas. El camino sigue hacia el Oriente, hacia Llifén, siguiendo en parte las sinuosidades de la ribera del lago. Entonces los grandes cerros oscuros de vegetación se han acercado. Al frente una pared casi vertical, se eleva por unos 500 metros tal vez, salpicada aquí y allá por lozas de color claro, que parecen descascararse. La pared es verde oscuro, por los árboles de coihue que la tapizan y así la roca semeja la espinillenta cara de un adolescente o la faz de un engendro picoteado de viruela. Arriba, el cerro termina en una sinuosa línea… la línea formada por el follaje de los árboles más altos, recortados contra la claridad del cielo. Toda esa pared espinillenta, se mira en la espejeante superficie del lago en la tranquilidad del remanso.
Al frente, a nuestras espaldas, hay una pared similar, separada de unos 500 metros. Es la ranura que queda entre ambos cerros, por la que serpentea el camino que vamos derrotando.
Pronto nos abandona el pavimento y transitamos dando tumbos por los hoyos del camino de ripio. Son las 7 de la tarde y debemos apurarnos para evitar quedar en el camino estaqueados por las sombras de la noche. Ellos saben el camino, y me guío por sus señales. ¡Por allá no! ¡Vira a la izquierda! ¡Siempre a la izquierda! Le había dicho Mauricio a su mamá, y hacia allá vamos cada vez más empinados, sin dejar de dar tumbos, serpenteando a veces por entre algunas pequeñas lagunas, siempre de color verde, por la densa vegetación que se refleja en ellas.
Finalmente divisamos un valle, verde y desmontado. -Allá viven los mapuches-. Me acota el tío, y agrega: Fíjese que de a poco han ido desmontando estos bosques para dejar buenas tierras de pastoreo para sus animales. Aquí -¡Y Ud. verá con sus propios ojos!, la tierra vegetal tiene más de dos metros de espesor. Se dará cuenta en los cortes del camino, ¡Ya verá!
No me atreví a bajar por esa empinada cuesta, sin recorrer a pie antes, gran parte de la misma, para vislumbrar, siquiera algo, que me permitiera asegurar que la subiría con mi cacharro al regresar. Nunca estuve tan seguro, pero me atreví a bajar hacia el valle, al extremo del cual estaba el lago Maihue, donde mi hijo Mauricio tiene su cabaña, junto a la ribera. Los nativos viven algo dispersos entre sí. Sus casas de madera con techos de zinc, están rodeadas de cercos añosos, formados por estacas plantadas en el suelo, y dentro de este cerco, otros más ligeros, forman los corrales para los chivos y las ovejas. Las casas a estas horas de la tarde se pueden contar a la distancia por el número de columnas de humo que se elevan entre el verdor apacible del paisaje y se disipan cadenciosamente en el aire sereno de la tarde. Ya en el valle, un par de perros salen corriendo de alguna de las casas, ladrando airadamente a los intrusos (nosotros). Un hombre joven emerge desde una de las casas. Nos bajamos del vehículo y avanzamos hacia él (hay aroma de hierbas en el ambiente, y un cierto frescor venido desde el lago, nos recuerda que la tarde va cayendo) Saludamos y preguntamos:
-¿Vive aquí don Américo?
- No señor. Responde nuestro interlocutor. Yo soy su cuñado. El no está en casa, pero está su hermano Yolando. Y levantando el brazo derecho señala hacia una casa blanca casi tapada por un enorme ciprés. Bajo el tupido follaje distinguimos las figuras en cuclillas de varios hombres, algunos de los cuales detienen el ímpetu de sus perros, cuyo instinto los lleva a lanzarse sobre nosotros en actitud de ladrar o de morder. Uno de ellos es Yolando. Los saludamos ( parece ser que estaban bebiendo alcohol a juzgar por el aroma etílico que emiten, aún sin decir una palabra) y preguntamos a Yolando si nos puede ayudar, y si eventualmente mañana temprano podría tirar nuestro vehículo con sus bueyes, en el caso de que “el cacharro” no pudiera subir por aquella cuesta barrosa de ¡Allá, Mireve!
Yolando asiente de muy buen agrado, con actitud de “no tener dudas que él nos va a ayudar” y parece decir “¡Y no faltaba más!” “¿Cómo Uds. pueden dudar de mi?”, mientras se mueve en un vaivén tambaleante y esa risita estúpida que suelen tener los borrachos. Dejamos el vehículo al lado de una iglesia minúscula, situada en medio de un pastizal, y trasladamos a pie hasta la cabaña, lo más necesario por el momento. Yolando se ha comprometido llevar en su carreta tirada por bueyes, el resto de los bártulos.
La cabaña de Mauricio está al final de un caminillo que serpentea entre los árboles nativos y algunas rocas. La casa está a media altura del cerro, sobre una explanada rocosa. Por delante hay una especie de mirador y a unos 7 a 10 metros más abajo está la playa arenosa. Todo el entorno es verde, formado por numerosos árboles nativos de variadas especies. Allá está el estanque entre unos árboles, acá la leñera hechiza, formada por un tumulto de palos rescatados de la orilla del lago, después de la última avenida del invierno pasado y más acá, el “pancho” para los asados. Por un momento me quedo solo, contemplando la quietud del lago, que a esta hora está espejeante por la ausencia absoluta de brisa, y los montes del otro lado del lago, comienzan a esconderse de la luz; parece que se agachan, mientras el sol enrojecido, los ilumina sólo por la espalda; y un ribete delicado se recorta en la copa de los árboles que lo coronan. El cielo tiene arreboles y cúmulos blancos y grises que se disipan gradualmente. La quietud y la mansedumbre apacible del lago, me dejan atónito en la contemplación. La noche cae lentamente, empujando la luz del día hacia el oeste. Un par de pajarillos juguetones pasan cerca de mí, persiguiéndose y emitiendo las notas agudas de sus trinos. Se persiguen hasta perderse en la alfombra del follaje, y me quedo solo con la quietud y el silencio, en medio de la acuarela del lago. La noche ha tendido su negro poncho sobre el lago, los cerros y nosotros, cuando escucho una voz que me llama para cenar.
Alguien ha calentado agua y ya nos sentamos a la mesa para ingerir sólo unos panecillos y una tacita de té. Todos estamos cansados y deseamos dormir. ¡Sólo dormir! ¡Dormir!
A mi me dejaron la cama de mi hijo Mauricio, en el primer piso. Para no escuchar el molesto ruido del generador eléctrico, se ha decidido por la luz de una vela.
¡Buenas Noches! Ya en mi cama, apago la llama de la vela a la usanza sureña; mojando el índice y el pulgar de mi mano derecha y apretando directamente el pabilo de la vela. Me duermo pensando en la magnífica imagen del lago tranquilo y de los cerros del frente iluminados por la espalda.
A las 6.30 de la mañana siguiente, me levanté en medio del trino de los pajarillos del bosque. Fui hasta la orilla del lago para el aseo matinal. Me afeité, y mientras lo hacía, vi aparecer desde el oriente, lentamente, la claridad de las primeras luces del alba entre el silencio y la apacible tranquilidad del lago. Y pensé algún día lanzarme a nadar con mi hijo Mauricio o pescar desde esa roca o simplemente salir a navegar en kayak, para contemplar juntos la belleza de este lago, recorrerlo, pescar truchas con “tiralapata”, contar historias y reír libremente mientras navegamos, tal como lo hacíamos cuando él era pequeño, en otro lago, en otro lugar y en otro tiempo.
Y Yolando había llegado a la cabaña durante la noche –las 11 PM tal vez?- con su carreta de madera tirada por bueyes. Traía parte de la carga del vehículo, del cacharro o carcacha (como se quiera llamar) que había quedado en el valle junto a la pequeña iglesia. No trajo todo, porque faltaba un banquito de madera quemada, un par de plantas de interior, una cestera delicada, que no se encontró por ninguna parte, los tres galones de pintura y quizá qué más se habría perdido en ese raro transporte nocturno.
Después del desayuno, me despedí del tío Andrónico(i) y me imaginé que durante la mañana él recogería para entretenerse, los palos resecos que el lago había amontonado en la parte alta de la playa durante el último temporal; aquellos que servirán para cocinar el próximo asado.
Subo la pequeña pendiente por entre el bosque y los pastizales, acompañado de la mamá de Mauricio. Vamos hacia nuestro cacharro y a recordarle a Yolando que nos debe ayudar a tirar el vehículo en la eventualidad de que no pueda subir la cuesta empinada y barrosa. Buscamos a Yolando y acudimos a su casa como a las 8 de la mañana. La señora de Yolando nos dice:
-¡Uh! Si el Yolando acaba de llegar muerto de curado! ¡Ya no se puede ni su propio cuerpo! ¡Tiene que haber estado tomando toda la noche ¡ ¡El muy bribón! Y ahora duerme profundamente la mona! No podrán contar con él.
La mujer de Yolando nos señala la casa vecina y nos dice que el cuñado –con el que conversamos la tarde anterior- también tiene buenos bueyes y podrá ayudarnos a empujar al cacharro. Felizmente accede de buen agrado y nos dice.
-¡Vayan ustedes adelante e intenten subir la cuesta! ¡Si no pudieran, yo los alcanzo ligerito con mis bueyes!
Hicimos el intento de subir, colocando pesadas piedras -levantadas del camino-, en la parte posterior del cacharro, para hacer peso, pero a poco andar nos quedamos “pegados” en el fango. No esperamos durante mucho tiempo. El boyerizo venía provisto de cadenas atadas al yugo. A una orden, aceleré el motor en segunda, mientras los brutos bufaban cuesta arriba arrastrando nuestro vehículo con eficiencia. Salvado el trayecto difícil “el cacharrito” subió la cuesta larga en segunda, con la celeridad de un colegial. Ya en la cima del cerro, se bajaron las dos personas que habían servido de “lastre” ¡Muchas Gracias! (tuvieron que bajar caminando la larga cuesta).
Mi regreso fue en soledad. Confieso que tenía mis aprensiones por las pocas cuestas que encontraría en el camino y si sería capaz de subirlas ahora que no contaba con persona alguna que sirviera de peso. Tampoco tenía la seguridad de recordar perfectamente por cual de los caminos debería seguir en los numerosos cruces que encontraría., antes de alcanzar el camino pavimentado. Por fortuna, a poco andar encontré a un campesino que esperaba a la vera del camino, con su bolso viajero. Me hizo “dedo” y lo subí a la cabina. Se llama Roberto Sántander (léase Sántander, con tilde en la primera a, como él me destacó) y viajaba hasta Llifén. Además de conocer bien el camino, lo que fue de gran ayuda, probó ser un buen conocedor de la historia de la desaparición (¿O matanza?) de los indios de Tierra del Fuego, por encargo de los grandes hacendados a fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Eran las 9 de la mañana cuando comenzamos a subir la cuestecita esa. Eran las 12 del día cuando me detuve en un Pronto Copec a “almorzar” un sándwich de pollo con pimiento morrón y una leche con chocolate, en las proximidades de Temuco. Pasadas las cuatro de la tarde estaba llegando al campo de Huallerehue en Santa Juana.
Miré por todas partes mi colorido cacharro y constaté –no sin cierta agradable sorpresa- que no había perdido ninguna pieza, no contaba con abolladura alguna, y conservaba las barandas batientes de la carrocería que entre tanto salto y tumbo, varias veces consideré perdidas. Sin que se sepa muy bien cómo, había cumplido satisfactoriamente la misión. Lo que no está aún claro es ¿Qué hizo Yolando con la cestera y las otras cosas que faltaban: las plantas y el pequeño banquito de madera? Aunque es muy probable que las haya cambiado por vino …¡El muy bribón!... Pero ya lo sabremos.