"El siguiente texto fue revisado y corregido por el
Dr. Carlos Trujillo, aporte que agradecemos".
La noche anterior al día en que conocí a Tole Peralta -aunque en realidad fue la primera vez que lo vi o estuve cerca de él-, había yo dormido malamente en la escalera de un segundo piso de un edificio vetusto situado en calle Pelantaro, en Concepción. Extraña manera de dormir, sentado en una escalera. Puede parecer increíble, pero fue verdad. Pasé la noche en ese lugar, o más bien intenté dormir abrazado, no a una hermosa jovencita sino a mi mochila; mi vieja mochila, noble, resistente, sucia, llena de porquerías en su interior, pero fiel compañera de excursiones y derroteros inimaginables.
En efecto, había llegado la noche anterior a la ciudad. Una ciudad que yo no conocía, y como tal no sabía qué rumbo tomar. Desorientado, ya en el centro de la plaza, pregunté por la ubicación aproximada de la Universidad de Concepción, y alguien me indicó vagamente que siguiera por la calle Barros Arana hasta casi llegar al final. No entendí bien la indicación, de modo que, tan desorientado como al principio y con un hambre descomunal por no haber comido nada en todo el día, terminé tropezando con la calle Pelantaro, y allí vi unos edificios que me parecieron más seguros, al menos que la oscura calle. Siempre se me había advertido que en las calles de las grandes ciudades hay asaltantes, malandrines, cogoteros, ladrones, prostitutas y todo ese lastre más amenazador de la sociedad. Tenía temor, pues el día estaba casi por terminar y aunque era finales del verano, la noche estaba ya tendiendo su manto sobre la ciudad. Eran cerca de las once de la noche.
Decididamente, ingresé a uno de esos edificios, subí por la escalera hasta el segundo piso y quise quedarme ahí, quietecito, sin molestar a nadie, abrazado de mi querida mochila. La situación era inquietante porque tenía sobre mí el permanente temor de ser sacado a patadas de allí por vagancia, ya sea por parte de alguno de los airados vecinos (orangutanes o rinocerontes de los que siempre hay algún ejemplar en todos los barrios) o por la policía que podría haber sido alertada por alguno de los vecinos:
- ¡Vengan a este edificio porque en el segundo piso hay un tipo extraño y desconocido, sentado con una mochila! ¡Vengan pronto, por favor! - imaginaba yo con bien fundado temor.
Subieron por la escalera unas dos personas, sin decirme nada, y yo me dispuse a dormitar sobre la mochila hasta el amanecer, pero el frío reinante me hizo despertar muy temprano. En realidad, el día anterior fue domingo y yo debía presentarme a primera hora en las oficinas de la universidad para confirmar mi aceptación del cupo que me ofrecía la universidad. Había postulado a medicina.
Rudo, barbón, sucio y casi andrajoso, caminé con mi mochila sobre mi espalda, en dirección al centro. Las oficinas de la universidad estaban en ese tiempo frente a la plaza. El frescor de la mañana me despertó un poco más y la claridad del amanecer, el aroma de los árboles, la brisa matinal de fines de verano y los pocos ruidos de la ciudad me acompañaron alegremente en ese trayecto. Tenía hambre, claro está, ¡y mucha!, pues mi sufrido estómago reclamaba con ruidos y retortijones, más aún al pasar por las inmediaciones de un café, del cual salía un aroma delicioso a huevos fritos con queso. Pero nada podía yo hacer en ese sentido, pues carecía de toda forma de dinero.
Llegué muy temprano a la plaza. ¿Qué hacer? Me senté en un banco a esperar y luego caminé en torno a la plaza, admirando la belleza de esta gran ciudad, y en uno de esos paseos vi que un auxiliar barría la calle frente a una gran puerta. Me acerqué a él y lo saludé. Le pregunté qué era esa dependencia. Conversamos un poco y supe que se trataba de una Sala de Exposiciones de la Universidad de Concepción. Pregunté si podía entrar a ver las pinturas. Exponía Stitchkin, el hiperrealista.
Esta era una gran novedad para mí, pues yo venía de Castro, Chiloé, era marzo de 1969, y en ese tiempo no existía ninguna sala de exposiciones de obras de arte ni nada parecido en Chiloé. Recibí el catálogo y agradecí al auxiliar su gentileza. No había nadie en la sala, de modo que pude ver y admirar cada una de las obras de Stitschkin con total tranquilidad pues tenía que hacer tiempo hasta las nueve de la mañana, hora en que se abrían las oficinas de la universidad
Entre los cuadros de esa exposición, me llamaron poderosamente la atención tres pinturas extraordinarias, que me dejaron impresionado por su perfección en el uso de las luces, los reflejos, y el magnífico manejo de las sombras. Yo, sin saber nada de obras de arte, me había dado el lujo de quedarme unos buenos minutos frente a tres pinturas. Una de ellas era un gran pescado, probablemente una corvina puesta sobre una mesa de cocina, junto a otros objetos propios. Un pez que relucía, fresquito y húmedo, como recién sacado del agua. Destacaban en él, el brillo de las escamas, especialmente por sus bordes. Era un cuadro en formato grande que me dejó muy impresionado. El otro era un grupo de tarros de Nescafé a los cuales se les había retirado el papel que los había cubierto, y daban así tal cantidad y calidad de reflejos que convertían al cuadro en una armoniosa sinfonía de colores. Y el tercer cuadro eran unas papas. Sólo cuatro o cinco papas con ojos y brotes, pero con un realismo tal que esas papas roñosas y tristes se habían convertido, gracias al hábil pincel del pintor, en un cuadro de maravilla. No fue una observación docta sino una apertura natural y espontánea a la sensibilidad espiritual que cada uno trae. Sin importarme la terrible hambre que me trituraba las tripas, caí rendido por la extraordinaria belleza de las pinturas. Todas esas obras de Stitchkin eran maravillosas, pero esas tres eran algo extraordinario. Diría que me dejaron anonadado y enamorado de esas obras de arte.
En esas observaciones, divagaciones y análisis silenciosos estaba, cuando ingresó al recinto un señor bajito, más bien fornido, al parecer de gran personalidad, porque ingresó al lugar, serio y taconeando, seguido muy de cerca por dos personas que al parecer eran sus ayudantes o secretarios, pues obedecían sin chistar las órdenes que él les daba. Yo me retiré a un rincón para no obstruir los desplazamientos rápidos y decididos de este personaje y sus acompañantes, que en realidad se movían entre uno y otro cuadro, mientras los secretarios anotaban algunas observaciones que el señor mediano les dictaba.
Pasaron tal vez no más de cinco minutos, pero tuve suficiente tiempo y tranquilidad para observar cada uno de los detalles de ese pequeño señor que se movía con tanta decisión y destreza por la Sala de Exposiciones.
Finalmente, este hombre pequeño se detuvo en la mitad de la sala y señaló:
- ¡Este, éste y éste! - mostrando decididamente los tres cuadros que me habían impresionado.
Los ayudantes que lo acompañaban anotaban en sus respectivas libretas y, algo inclinados en señal de sumisión, obedecían cada una de las indicaciones que les daba. El hombre se movía con celeridad por la sala y sus dos acompañantes parecían correr detrás de él, medio agachaditos, sin perder ninguna de las indicaciones.
Yo, pobre postulante a estudiante universitario, recién egresado de un colegio de pueblo chico, perdido en medio del archipiélago chilote, inculto, ignorante, inmaduro e incivilizado, sucio, barbón, trasnochado y lleno de polvo, tuve en ese instante la desfachatez de preguntarme, ¿quién será este señor bajito que muestra tanto dominio en esta sala de exposiciones?
A los pocos minutos, el señor bajito intercambió unas pocas palabras con el auxiliar de la sala, que aún mantenía en sus manos la escoba con la que estaba barriendo, y se retiró tan rápida y enérgicamente como había llegado.
Entonces… ya que la sala había quedado en pleno silencio y sin visitantes, me acerqué al joven auxiliar y le pregunté:
- Perdone, usted, ¿quién es ese señor que acaba de salir?
El auxiliar me respondió con una voz de asombro y admiración, como diciendo tácitamente: ¿No conoce usted a ese señor?
- ¡Es don Tole Peralta!
- Y quién es don Tole Peralta? ¿Qué hace?
- ¡Es el Director de la Pinacoteca! Y agregó: aquí todo el mundo lo conoce porque esta pinacoteca es la más completa colección de pintura chilena que existe en el país y tal vez en el mundo. Y usted, ¿de dónde viene?
---Soy chilote, señor, le dije. Vengo a estudiar Medicina a la Universidad de Concepción. Y agregué: En Castro, de donde vengo, ni en todo Chiloé, no existe ninguna sala de exposiciones de arte y ésta es la primera vez que visito una exposición de pinturas.
Y luego agregué:
- Y el señor Tole Peralta, ¿qué vino a hacer a esta exposición?
- Eligió tres obras del Sr. Stitchkin y las adquirió para la pinacoteca de la universidad.
- ¡Qué curioso! – dije. Sin tener formación artística y sin saber nada de pintura ni de arte, y sin haber visto jamás una exposición, yo, pobre ignorante, había elegido las mismas tres obras que eligió el señor Tole Peralta. Antes que él llegara, me había quedado pegado a las mismas tres obras que él seleccionó. ¡Vaya coincidencia! ¿O sensibilidad pictórica?
Post Data: Pasado ya mucho tiempo, con cierta frecuencia visito los días domingo la Pinacoteca de la Universidad de Concepción en la Casa del Arte del Barrio Universitario y de vez en cuando están expuestos uno, dos o, a veces, los tres cuadros de Stitchkin que vi por primera vez en la Sala de Exposiciones a la que hice referencia en este pequeño escrito. Y vuelvo a admirarlos y a disfrutar su belleza, tal como lo hice el día de mi llegada a esta ciudad.