En sus memorias, el recordado y querido profesor Don Mario Uribe Velásquez relata un episodio referido al supuesto hallazgo de un entierro que la mitología local atribuía a un tesoro oculto y enterrado por los padres Jesuitas poco antes de ser expulsados de los territorios del Reino de España a fines del siglo XVIII (1767). Esta expulsión de los padres se habría efectuado en forma súbita de modo que los religiosos poco o nada pudieron hacer para preparar su salida. Sin embargo la creencia popular diseminó entre los chilotes la idea de que los expulsados habrían tenido tiempo de enterrar objetos personales de oro – cálices, monedas, dinero joyas, relojes, piedras preciosas, etc.- antes de ser subidos a los navíos que los llevarían de regreso a Italia.
Pero mucho antes, desde muy antigua fecha, poco después de la fundación de Castro (12 de febrero de 1567), la mínima población de la ciudad, formada casi sólo por soldados, unos pocos habitantes, y los clérigos, habría sido asaltada al menos en 2 ocasiones por los piratas. Primero por Baltazar de Cordes en el año 1600 y por luego por Enrique Brower en 1643 y ante aquellas circunstancias la tradición oral menciona que los religiosos habrían construido túneles que permitieran, en un momento dado, huir por aquellos pasadizos subterráneos sin ser detectados por el enemigo y además contar con un lugar donde guardar, enterrar, o dejar seguros los bienes de la Iglesia. La tradición oral habla de tales pasadizos subterráneos y los dispone en direcciones variables uno de los cuales –se decía- que partiendo desde la Iglesia San Francisco aparecía en las inmediaciones del Río Gamboa y otros mencionaban que existiría una salida en las cercanías del Puente de Tierra en el extremo Norte de la ciudad. Sin embargo nunca ha podido confirmarse estas habladurías de los parroquianos y sólo se trataría de historias que habrían servido para amenizar las tertulias en las largas y lluviosas noches invernales de los chilotes, no siempre carentes de alguna bebida “espirituosa”.
A este respecto es muy conocida la historia de un hombre apodado “el Viejo Capacho” un hombre de edad ya avanzada que solía hablar el tema con una seguridad asombrosa. Mencionaba este señor que durante su permanencia en el Seminario Conciliar de Ancud había descubierto en la Biblioteca de ese establecimiento religioso un plano o un mapa en el que se señalaba claramente la ubicación del Tesoro de los Padres Jesuitas en Castro, y que habría estado justo en el fondo de la llamada Poza del Camahueto, “candil” situado poco antes de la desembocadura del río Gamboa junto a la ribera Norte. Este hombre –al parecer- pasó toda su vida buscando el famoso y escurridizo tesoro, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. El tesoro debe haber estado sólo en su imaginación.
Así las cosas, sucedió que alrededor de 1950 se produjo en un sector del camino, vecino a Castro, un derrumbe que dejó expuesto un gran forado en el suelo, profundo y oscuro, medio a medio del camino, en un lugar cuyo origen no tenía explicación clara. El derrumbe se produjo en la tarde-noche de un lluvioso día de invierno lo que unido a la oscuridad, al silencio y al misterio natural de los chilotes, dio paso al prolífico pensamiento popular y así se generó la atractiva posibilidad de que allí se encontrara el apreciado y ansiado tesoro que había fascinado y enloquecido las mentes de los chilotes por tantos siglos: el Tesoro de los Jesuitas.
La historia que cuenta Mario Uribe no es una invención. Cuando era yo muy niño la escuché alguna vez de labios de mi padre y de mi madre, en calle Piloto Pardo. El tema surgía espontáneamente a veces o solicitada por alguno de mis hermanos mayores generalmente en alguna noche muy oscura de invierno, período en que todo Chiloé carecía de alumbrado eléctrico por el desperfecto de los motores que generaban la electricidad, y mucho antes de que se construyera la Central Hidroeléctrica de Pilmaiquén, desde la cual se abasteció posteriormente toda la isla Grande de Chiloé.
Como no se podía escuchar la radio, toda la familia se reunía en torno a la mesa de la cocina, en el centro de la cual había una palmatoria, que sostenía una vela y su correspondiente candela. Eso ocurría después de la cena, hora en la que –durante los meses de marzo, abril y mayo- nuestra madre preparaba en el horno de la estufa a leña, una bandeja con manzanas asadas a las que agregaba un espeso almíbar de tono parduzco que hacía de la merienda una delicia.
Don Carlos Urbina Blanco
Pues bien, el relato de mi padre, matizado con algunas breves acotaciones de mi madre eran en ese ambiente, envuelto en un delicioso aroma a manzanas azadas. El brillo de los ojos iluminados de mis hermanos, y sus rostros cambiaban de acuerdo a la lumbre de la oscilante candela, mientras cada uno asía su respectiva manzana con el tenedor y el cuchillo, prestando al mismo tiempo la mayor atención al entretenido relato de mi padre. Mi padre – Don Carlos- contaba la misma historia que relata Mario, con solo una discreta variación: él decía que en medio de la noche decidió bajar al hoyo misterioso aquel en el que debería estar el entierro. Y lo habría hecho sólo porque sus aterrorizados compañeros temblaban de miedo y sólo deseaban huir despavoridos. Mi padre –que no era chilote- decía no temer a los espíritus, invunches, brujos y otros misteriosos personajes mitológicos que asolaban la isla, pero sí tenía la mayor curiosidad por saber si allí se escondía o no alguno de los tesoros de los jesuitas, de los que tanto hablaban los parroquianos. ¡Y por eso dice que bajó!
Bajó por una escalera de madera, con una linterna en la mano derecha y una cuerda atada a la cintura, sostenida por el otro extremo por sus dos asustados compañeros. Ya en el interior del hoyo movió la luz de la linterna buscando el supuesto tesoro y habría sido en uno de esos movimientos cuando el haz de luz se encontró con dos ojos brillantes que lo miraban desde la oscuridad. Él imaginó un ser sobrenatural, que –según se decía- aparecía ante los buscadores de tesoros para resguardar el entierro. Su reacción inmediata fue gritar para que lo subieran. Ya fuera del forado hubo un largo período de recuperación en medio del interés de sus asustados ayudantes. Recuperada la normalidad después de la taquicardia generada por esos enormes ojos en la oscuridad, mi padre contaba que volvieron a alumbrar y – ahora con más calma- se dieron cuenta que los dos ojos luminosos eran los de un pobre perro que había caído al hoyo en medio de la oscuridad, que gemía, aterido de frío, suplicando que lo sacaran de ese tenebroso encierro.
Se dice que Don Carlos volvió a bajar y acariciando al pobre animal, logró traerlo a la superficie, en medio de la hilaridad de sus dos trabajadores de Vialidad…y por supuesto, en aquel orificio no había ningún tesoro. La historia continuó arrancando carcajadas entre los compañero de la oficina de Castro, cada vez que se acordaban del chascarro. Y tiene que haber sido así, pues el que nos contaba esa historia en esas tenebrosas noches de invierno en Chiloé, era mi propio padre: Don Carlos Urbina Blanco, Ingeniero de Vialidad, el mismo Don Carlos de la historia relatada por Mario Uribe.