-Lo llama su hijo Mauricio, desde Chaitén.
Tomé el teléfono y escuché la voz de mi querido hijo –una voz entrecortada porque estaba llamando desde una cabina telefónica situada en un área rural-
- ¡Hola papá! ¿Cómo estás?
Fueron sus primeras palabras. Entonces recordé el diálogo que sostuvimos un mes atrás, una noche cualquiera mientras regresaba yo a casa, después de mi trabajo, cuando él me dijo a boca de jarro:
- Papá, quiero pedirte permiso para ir a dedo a la Carretera Austral.
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¡Yo los había visto llegar!, sin proponérmelo, por supuesto. Nuestra casa miraba al Fiordo de Castro, desde los 40 metros de altura que señalan la meseta donde se enclava el pueblo, con sus casitas multicolores con techos de tejuelas de alerce de dos aguas, bruñidas y relucientes por las mil aguas que año a año lavan sus caras inmisericordemente. Vienen tímidamente primero, divisándose apenas a la altura del Puente de Tierra, a ambos lados del camino, inclinándose un poco hacia el mar o hacia la montaña para dejar pasar a las carretas con ruedas de madera o a los caballos que portan hombres rudos con ponchos grisáceos, mientras arrean el piño de animales overos, claveles, pardos y mutros, cuando los conducen al matadero del pueblo en medio de las salomas, silbidos y gritos que cortan el aire diáfano y silencioso sobre el fondo acústico sordo y repiqueteante de los cascos de las bestias, que corren en tropel. Las casitas - todas de madera - pasan divertidamente a mojarse “las patitas” en el mar en el barrio Punta de Chonos, donde caminan sobre palafitos, para empinarse –atropelladamente- en la calle Del Tejar, Piloto Pardo, “De los Yurac” o Calle Blanco, como si quisieran llegar primero a la meseta que limita la parte alta del pueblo, empinándose unas sobre otras en los márgenes del acantilado, para mirar las azules y plácidas aguas del fiordo, que en los tranquilos días de verano, se ven espejeantes, cuando el rostro del cielo viene a mirarse en ellas. Más allá se reflejan nítidamente los verdes lomajes limitados por arboledas de manzanas e hileras de álamos espigados en Ten-Ten, Putemún, Pillul o Tongoy... y una de las ventanas preferidas de mi infancia, permitía una vista panorámica a la lengua de mar que penetra ese abrazo de la Isla, bañando los pies del barrio Punta de Chonos hasta el Puente de Tierra, sin despreciar la airada Punta Ten-Ten, ni los humildes lugarejos como Putemún, Punta Pillul, Tongoy, Yutuy y Peuque -entre otros- a quienes este fiordo mojaba mansamente el pedregal de sus playas. Me gustaba apoyar la frente en uno de los bordes de la ventana mientras miraba el devenir de las gaviotas, los patos liles, los lobos marinos y los redondeados lomos brillantes de las toninas, cuando entraban al puerto, persiguiendo los peces que les servían de alimento. De lejos escuchaba los resoplidos acompasados de estos cetáceos, cada vez que asomaban sus brillantes lomos de plata a la superficie, para romper el silencio de las grises tardes chilotas.
Estaba yo con la frente apoyada en el marco de la ventana, dejando fluir las ilusiones infantiles de la mente- esa que no tiene límites- y volaba yo con las gaviotas, y daba volteretas imaginarias entre las blancas nubes que se formaban y desaparecían rápidamente, en esos días en que llueve y sale el sol alternadamente... miraba el fiordo de Castro, cuando vi una frágil embarcación de dos puntas, que los chilotes llaman “chalupa”, con una vela deslucida, desplegada en el palo mayor y un foque atado junto a la proa, gordo de viento sur. Como volando… comenzó a vislumbrarse como un puntito negro .primero, trasponiendo la punta de Peuque y endilgó luego, solitaria y rápida, ladeada por el empujón del viento. Llamó mi atención que esta embarcación no rumbeara hacia el puerto, sino que continuara en dirección norte directamente hacia la punta Ten-Ten, topónimo que recuerda la lucha de las culebras Ten-Ten y Cai-Cai Vilu, que los viejos abuelos chilotes cuentan a sus nietos –boquiabiertos- alrededor del fogón de briosa llama en las tardes del crudo invierno insular, mientras el mate va pasando de mano en mano, iluminado apenas por la tenue luz de un “chonchón”.
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Comentario de Medardo Urbina Burgos
El hermoso libro del académico de la Universidad Católica de Valparaíso, Dr. Rodolfo Urbina Burgos, y de su esposa Magister en Lingüística Aplicada, Andrée Froese Kirch, ambos docentes de la misma universidad, contiene un estudio de la ciudad de Castro, mirada desde varios ángulos y abarcando diversas materias de notable interés y vigencia, como también de primerísima actualidad.
Escrito en un lenguaje claro y preciso, amable y abierto, el libro contiene las impresiones y análisis de dos docentes de brillante trayectoria –uno de ellos chilote y nacido en Castro- ambos asiduos visitantes de Castro y sus alrededores, pues cada año –y desde varios lustros- arriban a Chiloé con sus libretas de apuntes, analizando y comentando esto y aquello, los cambios experimentados por el territorio y las ciudades que los ocupan, efectuando comparaciones con otras ciudades australes del país y de otros países con el genuino interés -y amable interés- de aportar ideas y sugerencias que lleven a Castro a ser una ciudad hermosa, maravillosa, atractiva para los visitantes y ojalá, un lugar de visita obligada para los extranjeros como una ciudad típica de Chiloé, con una estructura propia y una personalidad y arquitectura únicas –en un mundo globalizado- pero sin dejar de crecer y desarrollarse –según los autores- con las características, cambios y efectos o consecuencias que trae la modernidad.
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